Rafael Sánchez Mazas, "La vida nueva de Pedrito Andía"
Escribir es como rezar, y mis plegarias se adentran en mundos olvidados preteridos denostados. Ahora lo marginal sólo interesa, lo demás es propaganda venal de los padres conscriptos, dígotelo yo, Jáuregui, y a ti Onega lameculos. Los generales de antaño fueron fusilados por los chusqueros y estamos en manos de esta mafia periodística, tengo el corazón en un puño y el alma puro grito.
Pocas generaciones literarias dieron tanto juego, hasta casi el espasmo, como aquel florilegio de escritores falangistas: Mourlen Michelarena, García Serrano, Tomás Salvador, Agustín de Foxá, Tomás Borras. Rafael Sánchez Mazas pertenece al cupo de aquella primera floresta. Su primorosa novela “La vida nueva de Pedrito Andía”, que retrata el primer amor de un educando en colegio de jesuitas. La recomendaba aquel buen padre Penagos en los ejercicios de redacción del seminario de Comillas, curso 1959-60. Se me ha venido al releerla aquel mundo arriba cuando todo anda boca abajo.
Era el año 1959, un otoño mágico. Eissenhower era recibido apoteósicamente por el general Franco y la España de posguerra daba paso a los tiempos esperanzados del desarrollo económico. Rafael Sánchez Mazas, un aristócrata vasco con palacio ducal en Extremadura, fue el primer ministro de Cultura en el primer gabinete después de la Guerra Civil. Fue uno de los grandes corresponsales que firmaban crónicas en el “Arriba”. Narró el ascenso de Mussolini, le sucedería Ismael Herraiz para contar la caída del régimen fascista, Italia fuera de combate. Sus crónicas eran magistrales, al unísono con las de Eugenio Suárez, el cual, desde Budapest, refirió para todo aquel que quisiera leer en libertad la destrucción de Hungría por los tanques rusos y los B52 norteamericanos. Como contó la verdad Eugenio Suárez, hoy es un autor descatalogado, lo pusieron fuera de combate los manigeros de la información en su avidez por ubicar a la Historia patas arriba, pero los hechos de la vividura de estos periodistas de la Prensa del Movimiento están ahí. Inalterables. Los hechos son sagrados, las opiniones libres, un lema olvidado por los contumaces de las “fake news”.
A mí, en mi modestia, me cupo cerrar el ciclo y echar el cierre a las oficinas de Pyresa, primero en Londres y de seguido en Nueva York, uniendo mi nombre al de estos de eminentes escritores. Aspiraba a ser émulo de todos estos, hoy, ay, fenecieron aquellas plumas galanas. Fuimos los últimos de aquella insigne hornada -last of the breed- en la cúspide de una generación cifra y compendio y modelo para todo aquel que quiera ceñir su existencia al oficio de narrar. Se acabó lo que se daba.
Puede todavía que siga habiendo alguien que lea a Julio Camba o Mariano de Cavia, a D’Ors, Alfonso Barra, Félix Ortega, a Ricardo León, corresponsal en Berlín en 1914, o Eugenio Montes, considerados como pioneros en el oficio de enviado especial.
Rafael Sánchez Mazas fue célebre por otro concepto: hecho prisionero en Madrid y refugiado en una embajada extranjera, consiguió escaparse a Cataluña tras una larga peripecia, pero, aprehendido por los rojos, compareció ante el pelotón de fusilamiento del Ejército republicano. Había poca luz en el paredón de aquel convento cerca de la frontera, sonó una descarga, se hizo el muerto, evitando así ser rematado con el tiro de gracia. A boca de noche y arrastrándose entre las zarzas, consiguió alcanzar una masía cerca de Gerona. Su escapada dio lugar a la gran novela de Javier Cercas (también este fue periodista de la Prensa del Movimiento como redactor de “Los sitios”.)
En una entrevista que me concedió cuando yo era reportero, Rafael elidió referirse a este suceso. Por lo visto, uno de los cabos del Ejército rojo dio la alerta: “Aquí no hay nadie”. Estaba oscuro y todo el Ejército vencido se daba prisa por alcanzar la frontera francesa. La vida de este periodista y escritor fue senda de abrojos. En el capítulo 49 (poder profético de la literatura) parece ya intuir este lance, iba a ser condenado a muerte por fusilamiento, cuando cae por la ventana de un pajar y se lastima con los pinchos de aliagas y zarzas, “entonces suena una voz de alguien que viene hacia él con una escopeta... ¿Quién anda ahí? No dispares, tía... Soy Pedrito... Cuando te toque ir a la guerra serás valiente, Pedrito, le dice la tía... sí; no más.
Clara en la novela revela su amor apasionado por don Carlos VII era... Pero si ya no hay guerras, Pedrito... Lo dicen en la Sociedad de Naciones. … Pues habrá, Pedrito, y a ti puede que te quieran fusilar los liberales, pero saldrás adelante porque eres muy listo...”.
No me cabe duda de que existe algo premonitorio en este pasaje.
Sánchez Mazas era un tipo alto de aspecto semita acérrimo a los principios del Movimiento, fumador empedernido e inasequible al desaliento, tuve la suerte de conocerlo. Venía de la tradición carlista por derecho de familia, pero los Andía se sienten traicionados por los Borbones. Luego los falangistas también lo traicionaron y lo relegaron al olvido.
Fue de los pocos que se abstuvieron de comulgar con ruedas de molino, de los que no subieron al carro del oportunismo. Él no cambió de chaqueta. Al morir, en 1966, sentenció su abandono con esta frase: “Ni perdono ni olvido”.
Su hijo Rafael Sánchez Ferlosio, autor del “Jarama”, recogió el testigo y fue un innovador de la prosa española. Se hizo socialista.
La vida nueva de Perico Andía es un relato bien escrito lleno de candor y de ternura, con referencias a su primer amor, Isabelita, y su amistad inquebrantable con un compañero de clase, José Mari, y la admiración al padre Cornejo, traduciendo a Juvenal y aferrado al báculo del Raimundo de Miguel, aquel diccionario en el que aprendimos latín en aquellos internados de jesuitas.
Se nota el aire vascuence de su autor en frases y giros que salen de debajo de una chapela... Perico, muy cargado vas, pintor o así te has hecho.
El estilo es autobiográfico. Un texto de las entradas de un diario de un adolescente en la edad del pavo y el despertar de sus células en unas vacaciones de verano de 1953. El estilo correctísimo y algo dandy me ha hecho pensar en el Great Gatsby de Fitzgerald, son los locos años 20, pero, sobre todo, me ha recordado la voz carraspeante del padre Penagos, que llegaba al aula con su jovialidad inquebrantable con artículos de periódicos copiados a ciclostil para los temas de redacción. Este libro ha sido para mí una evocación también de mi adolescencia difícil.
Agur jauniak (adiós, señores), que decía mi amigo Aramburu cuando jugábamos a pala.