El general de las camelias
CARLOS FIDALGO
05/04/2018
05/04/2018
El general Alfonso Armada vivió recluido en su pazo de Santa Cruz de Rivadulla los últimos veinticinco años de su vida. Militar de la vieja escuela, Alfonso Armada y Comyn envejeció rodeado de camelias centenarias, de magnolias gigantescas, de hileras de boj y de palmeras washingtonia.
Desde las ventanas de su pazo blasonado y decadente, en los jardines que se extienden a los pies de la casona, o en la senda que discurre a la sombra de una cascada natural frecuentada por Jovellanos y envuelta en una vegetación asilvestrada y exhuberante, Armada contemplaba el esplendor de la naturaleza; los tulipaneros de Virginia, los helechos australianos, las camelias que habían plantado sus ancestros. Disfrutaba de la paz y del sosiego de la propiedad familiar, vetusta y majestuosa. Y caminaba bajo la avenida de olivos que atraviesa el pazo.
Muerto el general hace cinco años, la finca todavía conserva los establos, las vacas, el olor a estiércol, las praderas, el invernadero, un molino viejo, una fuente circular, un estanque, un monumento de piedra, la iglesia, los jardines espléndidos, los maceteros donde crecen las camelias que se venden en Europa y la larga avenida de olivos que hoy recorren los turistas y donde paseaba el militar condenado a treinta años de cárcel por su participación en el golpe de Estado del 23-F; el Elefante Blanco al que esperaban los golpistas en el Congreso a decir de algunos, el hombre que se ofreció para presidir un gobierno de concentración, aunque poco antes de morir negara la mayor. «Lo que más me duele es que piensen que yo podía hacer esas chapuzas porque tengo un poco más de cabeza para haber organizado las cosas mejor», declaró. Pero no había ninguna palabra de condena al golpe, sólo a su ejecución.
Y viendo las camelias, los magnolios, las palmeras y los olivos del pazo rancio y hermoso donde murió se entiende un poco mejor —y a ratos no se entiende nada— la razón por la que Alfonso Armada, noveno marqués de Rivadulla, veterano de la División Azul y del sitio de Leningrado, secretario de la Casa del Rey en los albores de la democracia recuperada y golpista indultado a los cinco años de ingresar en prisión «por motivos de enfermedad», nunca fue la solución, sino parte del problema de España.
Desde las ventanas de su pazo blasonado y decadente, en los jardines que se extienden a los pies de la casona, o en la senda que discurre a la sombra de una cascada natural frecuentada por Jovellanos y envuelta en una vegetación asilvestrada y exhuberante, Armada contemplaba el esplendor de la naturaleza; los tulipaneros de Virginia, los helechos australianos, las camelias que habían plantado sus ancestros. Disfrutaba de la paz y del sosiego de la propiedad familiar, vetusta y majestuosa. Y caminaba bajo la avenida de olivos que atraviesa el pazo.
Muerto el general hace cinco años, la finca todavía conserva los establos, las vacas, el olor a estiércol, las praderas, el invernadero, un molino viejo, una fuente circular, un estanque, un monumento de piedra, la iglesia, los jardines espléndidos, los maceteros donde crecen las camelias que se venden en Europa y la larga avenida de olivos que hoy recorren los turistas y donde paseaba el militar condenado a treinta años de cárcel por su participación en el golpe de Estado del 23-F; el Elefante Blanco al que esperaban los golpistas en el Congreso a decir de algunos, el hombre que se ofreció para presidir un gobierno de concentración, aunque poco antes de morir negara la mayor. «Lo que más me duele es que piensen que yo podía hacer esas chapuzas porque tengo un poco más de cabeza para haber organizado las cosas mejor», declaró. Pero no había ninguna palabra de condena al golpe, sólo a su ejecución.
Y viendo las camelias, los magnolios, las palmeras y los olivos del pazo rancio y hermoso donde murió se entiende un poco mejor —y a ratos no se entiende nada— la razón por la que Alfonso Armada, noveno marqués de Rivadulla, veterano de la División Azul y del sitio de Leningrado, secretario de la Casa del Rey en los albores de la democracia recuperada y golpista indultado a los cinco años de ingresar en prisión «por motivos de enfermedad», nunca fue la solución, sino parte del problema de España.
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