MONASTERIO
DE CARDABA SACRAMENIA UNA HISTORIA DE NOVELA
El día de san Bernardo los que, como yo,
siguen la regla del doctor melifluo y abrazaron las constituciones de su
monacato dentro del siglo se sienten un poco tristes. Es tristeza fin de
siècle, llanto por nuestros pasos perdidos, tristeza de finales del verano,
nostalgia celestial por el canto de aquellos monjes blancos con la cogulla
negra resonando lejanos a través de los
valles de Europa. Son las voces anónimas de quienes siguieron la senda apartada
del cantor de María, melifluas armonías 20 de agosto.
Menguan los días, marchan las golondrinas
pero los zarzales se encuentran llenos de fruto y la luz declinante baña de
todos los colores el rosetón de la antigua iglesia del monasterio de Cardaba en
Sacramenia cuyo claustro fue vendido a los norteamericanos y hoy puede
visitarse en Nueva York. Subí varias ocasiones a su emplazamiento en el alto
Manhattan cuando era corresponsal o bien acompañando a familiares y parientes
venidos de España o llevado por la nostalgia de aquellos sillares de buena
labra que contenían todo el carbono 14 y el polvo de aquellos andurriales que
tantas veces recorrí de niño. Eché de menos el silencio monacal y esa vida
anónima de los profesos que muertos al mundo sus pompas y vanidades pasaron por
esta vida sin dejar rastro salvo alguna que otra firma al dorso de alguna letra
capitular miniada un nombre o una fecha consignados al desgaire sobre algún que
otro libro del armorium o biblioteca capitular.
El monasterio debió de ser muy grande, dadas
las dimensiones de la bodega y del granero. En todas las actas la firma del
padre cillero o ecónomo, figura al lado de la del abad. Algo más de un centenar
de monjes entre profesos y donados que hacían vida de comunidad total sin
derecho a la privacidad ni a una celda conventual según la estricta regla de
Claraval. Pasaban la noche en dormitorios corridos, su descanso nocturno siendo
interrumpido por el rezo de maitines, prima tercia y nona. Rezaban en una única
iglesia y comían en un refectorio comunal, iban a trabajar al campo en
cuadrillas y estudiaban en el scriptorium
una gran sala al lado de la huerta, volcando su sabiduría sobre los códices
haciendo correr el cálamo con buen pulso e infinita paciencia benedictina sobre
el pergamino.
Escribían con tinta negra y roja. Quehacer
impersonal, sin vanagloria o fidelidad a un canon y un horario fijo, todos los
días igual. Hacían guerra a las pasiones, dominaban sus apetitos mortificaban
sus carnes con ayunos y morían de muy viejos casi siempre delante de un retrato
de la Virgen María que les abría las puertas del
cielo.
Ello forma parte del misterioso legado
cisterciense que siempre me sedujo. El que a Dios tiene nada le falta, aunque
viva pobre como una rata y en el más estricto anonimato monacal.
Esos colores vitrales de la iglesia escondida
en el valle de Sacramenia guardan muchos de mis recuerdos de niño cuando en
cuadrillas acudíamos a la romería que se celebraba en el prado boyal;
garrafatinas, almendras de Alcalá, tiro al pato en las casetas, tambor y gaita.
Inundaban el aire melodías de dulzainas. Los del pueblo, jota va jota viene, arsa morena que soy san Roque, y si viene la
peste que no te toque, bailaban al santo hasta que antes de atardecido
acababa el jolgorio y regresábamos a nuestras aldeas caminando por los
rastrojos.
Hace muchos años que no acudo al festejo en
los predios sacramenios de san Bernardo, antiguo cenobio castellano y una de
las primeras fundaciones cistercienses, situado entre Valtiendas y Pecharromán,
aguas debajo de un río que nace en Fuentesoto y al que aun no han puesto nombre
solo se sabe que es afluente del Duratón. Flotan sobre el ambiente tristezas de
despedida, nadie conoce los pasos ni los designios de Dios porque los muros
sagrados se derrumbaron en el trajín de los siglos, de las guerras, las
desamortizaciones, las leyes secularizadoras: ese ir y venir de la historia en
el que no se percibe un rigor lógico. Es el caos de las pasiones humanas, el
vórtice de la naturaleza inmisericorde con los débiles.
Si en
Inglaterra pasó como un terremoto Cromwell que redujo a ceniza casi
prácticamente la totalidad el patrimonio eclesiástico inglés uno de los más
ricos durante la edad media, en España un ministro por nombre Mendizábal pasó
por estos ámbitos como la apisonadora. Por si fuera poco mamelucos y gabachos
durante la francesada dieron buena cuenta de lo que quedaba.
Se quemaron cosechas, pegaron fuego a varios
pueblos como el de Santa Cruz en el alfoz de Fuentidueña y ardieron conventos.
Un furor revolucionario sacude la historia de tarde en tarde y agitando la tea
iconoclasta acabó con estos muros consagrados. La casa matriz del Cister y la
propia orden que irradió por toda Europa una fuerza expansiva, extensiva,
cultural y constructora al grito de Dios lo quiere, impulso de las cruzadas,
premonición del arte románico en el que Cristo se convierte en músico y
arquitecto, un increíble y misterioso movimiento religioso y litúrgico en la
primera y segunda mitad del siglo XII está hoy casi desparecida.
Clairvaux se convertiría en una de las
penitenciarias inexpugnables de Francia, al igual que el monasterio de San
Miguel de los Reyes en Valencia o el propio Chinchilla. Los edificios que un
día fueron jardines de María — en mi obra Viva Claraval elogio de la vida
contemplativa lo específico— se transforman en paraninfos de desolación,
establos y pajares abandonados. Eran
otrora aulas de Dios. ¡Qué ironía! El monasterio de Veruela en Soria le sirvió
a Bécquer de inspiración para algunas de las historias de terror en las que se
inicia el romanticismo como género literario al igual que toda una pléyade de
cenobios cistercienses en Galicia (Celanova), Zamora (Moreruela), Palencia
(Aula Dei), fantasmagóricos recintos abandonados.
La regla bernarda cambió el rostro de
occidente desde el punto de vista religioso. En España el rito hispano
visigótico de origen griego cede el sitio al rito romano. Los monjes blancos
traen consigo el espíritu de cruzada y se transforman en soldados ocupando
torres en la frontera. Otro aspecto es el afán repoblador. Plantan majuelos,
roturan baldíos, siguiendo el precepto de san Benito ora et labora en el que
inspira su regla san Bernardo. Los caldos del mejor vino del mundo el Vega
Sicilia que se cría por estos pagos fueron una invención cisterciense. Los
monjes trajeron esquejes de las viñas borgoñas y trasplantadas a los valles del
Duero produjeron ese mosto superior.
Cardaba— la data de su consagración remonta a
1142 — fue construida por musulmanes que fueron hechos prisioneros por Alfonso
VII el Emperador y conducidos a Castilla como mano de obra. Es por esto por lo
que en los valles de Sacramenia, Aldeasoña, Provanco y Peñafiel buena parte de
la población es de origen morisco (también judía pues la aljama de Fuentidueña
era la mayor en tierra Segovia) que se mezcló con la autóctona de ascendencia
romana o vaccea.
Son los aportillados de Sacramenia a los que
Alfonso X manumitió y les dio derecho a llevar armas y acudir a la guerra como
soldados.
Sabemos que el primer abad era borgoñón y se
llamaba Raimundo y que el último era un amigo del Empecinado que se tiró al
monte y murió peleando con los franceses. Se llamaba fray Elías. En 1835 son
enajenados los predios de Cardaba y los compra un labrador rico de Pecharromán.
Casi un siglo adelante 1925 el magnate Randolph Hearst los descubrió y decide
adquirirlos con la intención de transportarlo piedra a piedra a los USA por
cinco millones de pesetas. Los sillares marcados y ordenados fueron embarcados
y transportados en un carguero a Estados Unidos.
Ocurre la gran crisis del 29 y los negocios
de Hearst, el magnate que inspiró al Ciudadano Kane de Orson Wells, dio en
quiebra y el cargamento permanece olvidado en una dársena del puerto
neoyorquino. Unos estibadores al cabo de tres décadas descubren el contenedor y
las piedras van a parar a Miami (el ábside) mientras el claustro se queda en un
museo al norte de la Ciudad de los Rascacielos. En fin, todo un cúmulo de
vicisitudes dignas de un apasionante thriller
trama para ahormar una novela supositicia de fantaciencia.
De las piedras seculares emanó según cuentan
una maldición que ocasionó la ruina del magnate de los grandes rotativos.
Hearst había sido el culpable de que el gobierno yanqui declarara la guerra a
España, arrebatándonos el último florón del viejo imperio colonial. En
connivencia con el almirante Simpson urdió la estratagema burda de la voladura
del Maine. Murieron muchos de nuestros soldaditos como consecuencia del hambre
y del tifus después del bloqueo a la isla por la poderosa escuadra
norteamericana.
Aquellas piedras monacales clamaron revancha
contra el hundimiento del buque “Furor” mandado por Fernando Villamil el héroe
astur que un 3 de julio de 1898 levó anclas a sabiendas que esta temeraria
salida del puerto de Santiago firmaba su sentencia de muerte.
La ruina de aquel banquero judío, que en uno
de sus múltiples viajes a Europa quiso comprarlo todo, tuvo su origen en las
plegarias de aquellos buenos frailes y cuyos ecos retumbaban en las bóvedas y
los arcos del claustro pidiendo venganza contra la impiedad. El Altísimo escuchó
sus suplicas y la fortuna del creso magnate se fue al carajo. Por lo visto, Dios
castiga sin piedra ni palo.
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