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domingo, 21 de julio de 2019

Teresa, la judía
conversa

Antonio Parra Galindo
Teresa, la judía
conversa
Primera edición: junio 2015
© Derechos de edición reservados.
Editorial Círculo Rojo.
www.editorialcirculorojo.com
info@editorialcirculorojo.com
Colección Clásicos universales
© Antonio Parra Galindo
Edición: Editorial Círculo Rojo.
Maquetación: Juan Muñoz Céspedes.
Fotografía de cubierta:© - Fotolia.es
Diseño de portada: © Óscar Gil Raya
Producido por: Editorial Círculo Rojo.
ISBN: 978-84-9115-095-3
DEPÓSITO LEGAL:
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IMPRESO EN ESPAÑA – UNIÓN EUROPEA


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El quinto centenario de Santa Teresa está siendo ocasión propicia para que Antonio Parra Galindo publicara un texto sobre la ilustre carmelita, heroína epónima del carácter español, e hija de la raza que guardaba en un cajón.
La escritura tiene catorce años pero conserva plena frescura y aroma de actualidad.
A lo largo de los ocho capítulos y, tomando como referente la biografía de la santa que debemos a la pluma de Diego de Yepes, fraile jerónimo, va desglosando el autor sus colaciones. La obra reformadora de la bienaventurada monja abulense ha sido sin duda cosa de Dios, por más que fuese una personalidad controvertida en su tiempo.
Su canonización el año 1622, junto con Ignacio de Loyola, Felipe Neri, Francisco Xavier e Isidro Labrador, por el papa Gregorio XV, representó un acontecimiento de primera magnitud social, literaria, y patriótico/ religiosa. Su canonización – el triunfo de los convertidos de la hora undécima al catolicismo- puso a nuestros compatriotas en pie de guerra, a cuenta de las agrias disputas sobre el patronato, en las cuales los cristianos viejos se decantaban por Santiago el Hijo del Trueno, mientras los descendientes de los que se bautizaron, a última hora, tras la expulsión de los judíos 1492 y
PRÓLOGO
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de los moriscos 1609, proclamaban a la santa carmelita patrona de España.
Entre estos últimos figuraba Francisco de Quevedo cuya virulenta postura a favor del Apóstol le costaría la privanza del Conde Duque de Olivares, que era de los conversos; más tarde, su encarcelación en León. Allí permaneció “cinco años a la sombra” por mandato de don Baltasar de Guzmán.
Santa Teresa por su calidad de taumaturga fue objeto de veneración como una de las figuras más señeras del catolicismo hispano, y milagrosa protectora de la nación ibérica.
Al cupo de sus más fervientes devotos se adscribía el dictador Francisco Franco, otro hijo de la raza y que salvó, lo quieran muchos o no, a miles de sefarditas perseguidos durante el holocausto, dada su condición favorable al pueblo elegido, aunque nunca a la constitución de Israel como un estado.
Don Francisco Franco que no pegaba puntada sin hilo, ni tampoco un paso, nunca tomaba una decisión sin consultarlo previamente con el Sagrario de la capilla del Pardo donde guardaba el brazo incorrupto de la Santa.
La reliquia le servía de detente-bala o talismán protector contra los muchos peligros y trazas que acecharon en todo momento al general. Al modo que Don Juan de Austria no se separaba, durante sus campañas por mar y tierra, del Cristo de las Batallas. Todos sus soldados se encomendaban a esa imagen antes de la batalla.
He aquí, sin embargo, que a cuenta de dos santos de origen judío se enfrentaron las dos Españas. Es una dicotomía endémica en el carácter nacional.
Al final, se optó por una decisión salomónica nombrando intercesores de la patria a los dos en un compatronato, no bien dirigido ni digerido porque en parte la zanja sigue abierta, pero que funcionó en su momento. Esto, a pesar de todo, no es lo más importante. Lo que tiene relevancia es la parte mística de dicha confrontación. La España conversa se vuelve católica a machamartillo y se transforma en baluarte de la iglesia romana.
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El nuevo Carmelo fundado por Teresa, hito y mito de la gran España y casi un hecho insólito con respecto a las demás naciones, es una cúspide tan elevada como el Sinaí, el Monte Horeb o el Gólgota. Junto a la cruz y el paño marrón de los calzados del escudo de la Orden puso el letrero de “sólo Dios basta” que fue el lema de la Mística Doctora, la conversa, la “marrana” enamorada de Jesucristo.
Su devoción y su escapulario se extendieron por la península y por las repúblicas de habla castellana en América del Sur, donde, hasta hace poco, no faltaba nunca una imagen de la Virgen del Carmen o un retrato de la Santa a la cabecera de la cama o en el rincón de un salón. Según la tradición de origen carmelita la Virgen bajo la advocación de san Elías sacaba a las almas del Purgatorio.
Santa Teresa es popularísima entre el pueblo español, tanto como san Antonio por su fama de hacer favores. Porque ella también era del pueblo, toda una hija de la raza, que no paró de escribir, grafómana impenitente y de “sufrir y padecer”:
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“Vuestra soy, para Vos nací
¿Qué mandáis hacer de mí?
Dadme riqueza o pobreza
Dadme consuelo o desconsuelo
Dadme alegría o tristeza
Dadme infierno, dadme cielo
Vida dulce, sol sin velo
Pues del todo me rendí
¿Qué mandáis, señor, hacer de mí?
En medio de tribulaciones y persecuciones (con ese masoquismo tan judío y al propio tiempo tan español) sin cuento, las cuales, con la ayuda de la gracia, superó, practicó la ascética del dulce abandono.
Lo que cuenta verdaderamente es que, gracias a la contrarreforma de los españoles, el catolicismo no volvió a ser el mismo que el medieval o el de la época de hierro del pontificado. Los marranos aportan paradójicamente una visión mesiánica al mismo, saliendo
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en defensa de las ideas soberanas que inspiraron al Sacro Romano Imperio, en una fusión de Trono y Altar y en defensa del dogma trinitario bajo la tiara papal. Los carmelitas descalzos enseñan a los cristianos otra forma de dirigirse al Altísimo, otra manera de plegaria, íntima y personal, que es la esencia viva de la vida mística.
Es ese “sólo Dios basta” sin intermediarios, ese “vivo sin vivir en mí y tan alta dicha espero que muero porque no muero”. Es ese “nada te turbe, nada te espante” de los enternecedores romances y villancicos de la divina escritora.
Su comportamiento, si se quiere quijotesco y lleno de abnegación, observado con ojos humanos, pregona la forma de ser de un pueblo de talante abierto a la utopía.
Antonio Parra es autor aplicado, y estudioso que vive por y para la escritura, después de haber recorrido las Siete Partidas y de haber vivido en Inglaterra y USA, y quien, al igual que Teresa y muchos españoles que tratan de huir del tópico y la vulgaridad, ha sido perseguido y ninguneado por proclamar la verdad.
Dice que uno de los objetivos de su obra se refiere a “desfacer entuertos” puesto que de ningún modo desearía que el centenario de la Patrona de España y patrona de los escritores fuese manipulado a conveniencia por unos u otros. Cada cual quiere arrimar el ascua a su sardina.
Es Antonio, desde su infancia, devoto de santa Teresa y de la espiritualidad carmelitana. Años atrás, publicó otra biografía no autorizada de la hija más preclara que ha dado la Orden desde su arranque fundacional: Therèse de Lisieux. Su Lluvia de rosas, o infancia espiritual, escalerillas del amor, anuncian un modo de nuevo de santificación y de encuentro con Dios. Teresita de Lisieux ofrendó su corta vida en holocausto por aquellos que desconocen a Jesús, por la paz en el mundo, y la victoria sobre las invisibles fuerzas del mal.
Las dos santas carmelitas se alzan como dos faros de esperanza en medio de la tempestad. Quizá la solución a los problemas a los que se enfrenta a día de hoy la humanidad no los van a solucionar
los políticos ni los economistas ni siquiera los sociólogos ni los moralistas. Sino los santos, que aplacan, desde sus pabellones de oración y mortificación, la cólera de Dios, e impetran los favores de la divinidad. Es un reto a la esperanza, una llamada al amor y al arrepentimiento que el autor lanza en este libro. Que usted desde la primera página va a disfrutar, lector amigo, según creo yo.
BENJAMIN FUENTESOTO Y MEMBIBRE
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1) De cómo llegó a mis manos el manuscrito del Padre Yepes, confesor de Felipe II y de Santa Teresa de Ávila.- 2) Entusiasmos y cansancios de España.- 3) La cruz venció al candelabro y a la media luna.- 4) Esta recia española agrupa en una sola las tres almas que tuvo la catolicidad castellana.- 5) Hay que creer en el milagro.- 6) La vida bien vivida de una santa en el límite de una sensualidad mística.- 7) Ama y haz cuanto quieras. 8) El temple anarquista de su espiritualidad, capaz de hablar con Dios sin intermediarios.- 9) Ir por los caminos con Cristo, pegado a sus alpargatas, que entre los pucheros también anda el Señor.- 10) El justo no goza de vida tranquila.
Ayer domingo llegó a mis manos en Villalba un manuscrito o pergamino encuadernado en pasta española con algunos desconchones en la tapa, sin portada, pero voluminoso libro escrito por un confesor de la Santa. Es poco conocido y el contenido del texto puede revolucionar los estudios teresianos porque el autor, testigo de cargo, maneja elementos de primera mano, inéditos, tal vez olvidados sobre el asunto.
El estilo de la obra viene sazonado en una prosa escueta, sencilla y de rancio sabor castellano donde las palabras suenan altas, retumbando con concepto macizo y verbo ajustado.
CAPÍTULO I
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La hagiografía es importante porque está en sintonía con el ambiente, la época, los grandes temas y los problemas subyacentes. Bajo el manto de una inquietud religiosa late el descontento económico del que colgaba la bancarrota, la desigualdad social y el cansancio.
Así y todo, la España imperial era la primera potencia aun de Europa, sin que esta riqueza afectase al hombre de la calle, que veneraba a su Rey y vivía, al menos aparentemente, en las felicidades, seguridades, resignación y alegría que le proporcionaba su Fe.
Castilla se había constituido en baluarte de la catolicidad, mentora del papado y del culto cristiano (Iglesia exotérica, exterior o activa: el clero, los templos, los horarios de misa, frente a la Iglesia
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esotérica de la gracia y de los siete dones del Espíritu Santo: la iglesia contemplativa de los místicos, de los misioneros, los enfermos, los encarcelados, los perseguidos.)
Teresa de Cepeda y Ahumada va a alcanzar la cúspide de la mística con la híper-lucidez de su visión católica en medio de una Europa en llamas.
Los súbditos de la corona imperial acusaban el desgaste y el cansancio de las guerras religiosas, así como el titánico esfuerzo que supuso la evangelización de las Américas. Junto al cansancio y el escepticismo subyace también el entusiasmo. La sociedad, sin embargo, nunca fue más creyente que por entonces; confiaba en el milagro. Los espectáculos de mayor concurso eran: las comedias, las procesiones y las fiestas religiosas. Gran parte de los días del año eran feriados con motivo de algún triduo, el traslado de reliquias de un mártir o la dedicación de algún templo.
No se trabajaba en honor de algún santo local o universal. Por las Candelas había que correr el gallo. En Madrid el día de san Isidro se celebraba fiestas de toros y cañas… el dos de mayo en todas las aldeas plantaban el poste o mayo y la festividad de San Segundo en la ciudad natal de Teresa era solemnísima, según el antiguo misal mozárabe.
El público, por otro lado quizás menos amable, acudía en peso a los ajusticiamientos inquisitoriales como el de don Rodrigo Calderón al que dieron garrote en el rollo madrileño de la Plaza de la Cebada. Acto tremendo debía de ser un auto de fe con mucha chamusquina y coroza pero incentivaba el morbo popular y el miedo a la herejía.
A los gallos se les arrancaba la cabeza desde un caballo a galope, y los reos marchaban hacia el cadalso con las manos atadas, a lomos de un asno caratrás, cubierto el rostro con el capuz de los penitenciados por el Santo Oficio.
Jamás se conoció tanto brío genésico por estos reinos. ¿Quién podrá llamar pacata a esta sociedad con tantos orígenes raciales y aleaciones y cruces por demás? Pese a lo que digan muchos autores, aquí se supo tomar sabor a la vida, cada uno a su aire, “puesto
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que español soy hasta la gola y la libertad es española y con barras de Aragón”, se jactaba Gracián1.
Y hay algunos que como Juan de la Cruz y Teresa de Jesús subliman el denso voltaje sensual y lo transforman en poseía y en prosa mística, alteza de miras, visión de águila remontándose a las cumbres donde el alma se siente capaz de hablar de tú a tú a su Creador.
Su lectura en la cual me enfrasco una noche cálida de octubre, mes teresiano, mes de plenitud, puente de vísperas de todos los Santos con las cadenas radiales perdidas en sus circunloquios sobre la infidelidad matrimonial, como hecho consumado, en esta sociedad descristianizada y donde todo vale, me hace pensar en lo mucho que mudaron los tiempos entre la España del XVI y la del XXI.
Era Teresa de Jesús lo que se dice una hija de la Iglesia y como tal quiso morir. Se observa en ella toda esa castidad judía que uno se encuentra ahora al llegar a cualquier “kibutz” israelí donde la carne pesa y el cuerpo es un regalo de Dios, no para el placer sino para servirle mediante el trabajo.
El menoscabo a las cosas del mundo entronca con el lado arrebatado de los escritores masoréticos y los cabalistas. Lo llevaba en los genes Teresa. Era herencia de sus padres. En ella se detecta la ascendencia del candor, el optimismo escéptico de un pueblo viejo, afincado en la lectura del Libro de los Libros que siempre ha creído en el poder de la voluntad y en su destino.
Está llena también de las contradicciones e iteraciones bíblicas. Su existencia fue una búsqueda perenne de ese monte Carmelo, monte Sión, grabado en el alma judía a sangre y fuego, que siempre desea regresar al lugar donde Elías se enfrentó a los sacerdotes de Baal.
1 Baltasar Gracián (1601-1658) jesuita. Autor del Criticón, uno de los libros mejores del mundo a juzgar de los entendidos en literatura. Nada tiene que ver con fray Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, médico, matemático, autor místico, (1545-1614), quien fue el ideólogo de la descalcez. Este jesuita tuvo a Teresa por hija de confesión, y dictó los estatutos de la Orden de la Virgen del Carmelo, según las constituciones de san Alberto. Lo metieron preso por ciertas hablas de amancebamiento con una monja del convento de la Pajería que fundara la Madre. Ésta le profesaba mucho amor, y, después del éxtasis de Écija, juró obedecerle toda la vida. Yepes no cita a. Gracián ni una sola vez en su biografía.
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Teresa de Jesús fue peregrina. Anduvo muchos kilómetros de acá para allá, dando pasos inciertos por la Meseta y en eso quiso imitar a sus ancestros que fueron inquietos e itinerantes, como los profetas de la casa de Israel y el propio Jesús, siempre en ruta. A todas las horas con el pie en el estribo que le llevara por los pueblos de Galilea y la Decápolis.
Tanto su vida como sus escritos constituyen una perenne “aliya” que en lenguaje cabalístico es la ascensión del monte santo. Y no un “yored” o descenso. Lo contrario.
Se observará que la vida de Teresa constituye una subida.
Su rebeldía la conduce a una exaltación de la mujer pero no hay en ella ese feminismo radical que lleva al enfrentamiento y a la guerra de géneros. Al revés, encarna los valores y virtudes de la mujer española como madre y esposa, en este caso, Esposa de Cristo. Las mujeres representaron una parte importante en la vida del pueblo elegido: Ruth, Sara, Judith, Rebeca.
Nos hallamos en el nádir de todo lo que quede tejas arriba. Este es el mejor de los mundos posibles, insisten los críticos. Los conceptos que aparecen en esta semblanza biográfica, de bello trazo y mejor factura, recuerdan una historia de ciencia-ficción en la cual el hambre y la honra juegan al escondite, y hay intervenciones celestiales para cualquier apuro o coloquios con el Omnipotente. “Yo no quiero que tengas conversación con hombres sino con ángeles”, le comunica la voz misteriosa en uno de sus arrobos. Teresa lleva a su propio Dios pegado a las alpargatas, pero ni el lenguaje ni la mentalidad se entienden aparentemente al día de hoy, por más que estas secretas intimaciones fueran transmitidas en el más llano y castizo romance.
Cuando la aprietan demasiado sus detractores contra las cuerdas, invoca la autoridad divina que se ha puesto en comunicación con ella para decirla lo que se ha de hacer. La palabra de Dios por encima de la de los hombres.
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¿La sociedad española ha cambiado tanto, o siempre fue así? ¿Qué fue antes la palabra, o la idea? En cierto modo esta autora, con independencia de que se sea o no creyente en los valores que preconiza, nos invita al banquete de la palabra.
Escribiendo de mística nos enteramos al propio tiempo de pucheros y de recetas culinarias. De paso, nos da cumplida noticia del ambiente de la España en que vivió. De sus sueños y de sus zozobras a un paso de Dios y de la hechicería. Ya siendo monja es sacada del monasterio para someterse a un tratamiento curativo en un pueblo donde ejercía la santería una sorguina que había echado mal de ojo a un cura y tenía dominio sobre su voluntad bajo sortilegio.
Pero Teresa y Juan de la Cruz— no son cantores de un crepúsculo sino heraldos de la aurora de una nación llena de bríos—darán un vuelco a la situación. ¿Quién habló de decadencia? Amaba a Cristo con toda la fuerza de su alma y el atrevimiento de su carne ofrecida en holocausto y esta fuerza relación con su Dios no es más que una manifestación de pasión por la vida y de su horror por la muerte con su hilarante obscenidad.
El judío se abraza a la vida con tal fuerza que el martirio no está establecido en los cánones talmúdicos, salvo en estado de necesidad: la ley mosaica es una exaltación del mundo en que vivimos, habida cuenta de que las nociones que se tienen de la gehena, del seno de Abrahán y del limbo, son harto imprecisas y descabalgadas.
A la Santa le daban pavor los muertos, sobre todo, los muertos ambulantes. Sabía lo que quería. Por eso escribió sus obras de seguido sin tachaduras ni borrones. Sin una mala vacilación ni notas, al dictado de la misteriosa voz celestial que le intima desde el otro lado de la luz. A mano tenía un calepino o diccionario latino; sabía un poco de latín.
Es un milagro que una mujer, sin letras apenas y sin haber acudido a ningún aula universitaria, despliegue tan extraordinaria cordura verbal y alcance un estilo tan depurado, muy lejos de los planteamientos retóricos, teológicos y tautológicos con los que se manifiestan algunos dómines culteranos en su día, dando origen a
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una literatura religiosa que no hay por dónde cogerla o a devociones de mal gusto.
Teresa, alarife del Señor, con tesón de cantería literaria, como si se tratase de un picapedrero de la palabra, coloca ladrillos de oro, esculpe imágenes de ensueño para la posterioridad. Es escoltada, al rasguear su cálamo sobre el papel, por raleas angélicas, y, lega y bisoña en el arte de las letras, se nos revela como auténtica maestra de latinidad e inventora de la prosa castellana.
Redacta en estado de éxtasis, guiada por una mano que hace volar la pluma sobre el papel hasta alcanzar las cumbres más altas. Ciertamente, vivió una cultura de la muerte y donde lo póstumo se exaltaba en la desmedida con que actualmente se obvian velorios y ritos funerales. Así y todo, su vida y su obra fueron un canto a la vida de gracia antes de que bajara la marea del pesimismo que se ha de abatir sobre la nación española de forma implacable.
La mayoría de los autores dan por insegura una entrevista de la monja reformadora con Felipe II pero aquí, en esta biografía del P. Yepes, a cuya autoridad apelaron siempre los tratadistas de la descalcez, se da por hecho que hubiera un encuentro entrambos, en una visita de adiós que debió ocurrir en el verano o en el otoño de 1577. Los dos son recios, tienen carisma y con su estigma van a marcar los rumbos de nuestra historia, en lo espiritual y en lo político. Felipe II y Teresa de Cepeda demuestran casi una identidad visión católica del mundo. Gracias a esa mentalidad universalista, el espíritu teresiano parece encontrarse en rara sintonía con el del poderoso monarca. Se dice que, en la audiencia que tuvieron en El Escorial, le encareció Su Majestad “rogase por él”, pues dudaba que, con simples medios humanos, pudiera ser llevada adelante la tarea que tenía entre manos, gobernando a toda la esfera armilar sobre unos dominios donde no se ponía el sol, en católico y con parsimonia de monje. Y este mismo encarecimiento lo confiere en otra carta personal del Rey a Teresa: “Encargadle ruegue por mí a Nuestro Señor y por mis reinos”.
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A su augusta persona acude en lo más recio de sus tribulaciones, cuando el Tostado, un portugués de origen converso que llegó a alcanzar la mitra de Ávila, amenazaba con recluirla en la Encarnación en celda de confinamiento solitario a pan y agua. Al igual que el autor de esta amplia y documentada hagiografía, fray Diego de Yepes, fraile jerónimo, otro converso, al cual desterraron del priorato de Zamora a uno de la Rioja. En Soria sostiene una entrevista con Madre Teresa a la que comunica sus inquietudes; ella, que tenía don de introspección de conciencias, le anuncia que, pasada la tribulación, llegaría a ser rehabilitado en su Orden2. Nadie estaba seguro en la España de aquel entonces; incluso el propio primado Carranza, la mano derecha del monarca del que fue capellán, murió en prisión, como un apóstata, relapso de herejía, sin retractarse de sus ideas en favor del cambio en la Iglesia. Juan de Ávila purgó tres años de cárcel, lo mismo que Juan de la Cruz nueves meses en una exigua ergástula conventual de Toledo de la que huyó descolgándose por un ventanuco a través de una cuerda hecha con las sábanas de su yacija. Y, como pesaba poco aquel fraile, la cuerda, confeccionada con tiras de sabanas e hilos de una cobija, no quebró.
Sabemos que siempre andaba con tomos de tratados místicos de acá para allá y las artolas de su mula cargadas de relojes de arena para así mejor cumplir con la regla conventual. Aunque sean escasas las noticias de la vida de este autor, es más que probable que Diego de Yepes fuese de raíz conversa y tuviera que ver o fuese pariente del mismo san Juan de la Cruz, según nuestras conjeturas. Está escrito el manual, que a veces recuerda a un libro de maravillas por lo sabroso de su relato y la enjundia de su trabazón verbal, que no aburre ni cansa, (se lee todo de un tirón), a doble columna en xilografía y hay adornando las entradas hermosas capitulares. Un colofón con el ADMDG al final de sus cuatrocientas y pico páginas en tipografía del cuerpo catorce.
2 El don de profecía se manifiesta en otras múltiples circunstancias, al igual que la introspección de conciencias y la taumaturgia, fenómenos preternaturales con los que designa el Espíritu Santo a los elegidos
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La mayor parte y más principal de esta Vida y milagros está tomada de su misma fuente, y original, que es lo mismo que yo vi y experimenté en esta Virgen3.
Se trata de un testimonio de primera mano y de capital precisión. Fray Diego de Yepes, a despecho de la oscuridad conventual en la que discurre su carrera, escritor minusvalorado, por la riqueza de su lenguaje directo y claro, que convierte sus textos en algo animado, muy de hoy, parece ser que fue un eclesiástico importante sabedor de confidencias y de no pocos secretos de Estado; nació en la villa toledana de su nombre, ingresó en los jerónimos y llegó a ser prior del Escorial. Sabemos que estuvo penitenciado y desterrado en La Rioja. Esta merma no fue óbice para que ocupase uno de los cargos más codiciados: el de confesor regio. En el regazo de este monje piadoso y letrado reclinó sus cuitas nada menos que Felipe II. Al propio tiempo, fue testigo ocular de los transportes celestiales y mercedes de la Mística Doctora, en su capacidad de consultor suyo y guía espiritual durante catorce años. Ocupó la sede episcopal de Tarazona donde, curiosamente décadas adelante, iba a florecer otro misticismo tan señalado como el de la Venerable María de Ágreda. Allí había ido desterrado de su monasterio de Zamora en circunstancias poco aclaradas cuyo jaez hoy se desconocen y están reclamando ya el escrutinio del investigador.
¿Fue este obispo impulsor del movimiento de los “alumbrados”, corriente espiritual tan española que trasciende todo el siglo XVII hispano? ¿Promovió las campañas contra los protestantes como la Invencible y en cuanto teresianista tuvo alguna relación con los dexados, de Portugal, puesto que la idea motriz que impulsaba a los conversos era del todo exagerada y mesiánica: la sumisión de la tierra a la ley evangélica al amparo de un solo poder espiritual y temporal convergente en la tiara romana y el cetro imperial español? El sionismo no es más que una manifestación de este impulso
3 Al representar en mayúscula el sustantivo Virgen, quiere dar a entender que el culto que ha de rendirse al personaje ha de estar un punto más arriba que el de dulía, aunque sin llegar al de hiperdulía, tributado únicamente a la Madre de Dios, pero por ahí se anda. En Ávila, sus paisanos profesan a la Santa enorme devoción.
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en la era atómica. Israel se siente abocado a ser luz de las gentes. Por desgracia, su candelabro no luce ya al unísono con los rayos de la cruz. Por eso son peligrosos los tiempos de apostasía que vivimos, porque se ha renunciado a Cristo y porque la norma evangélica aparentemente no es regla de vidas y se ha transformado en algo tan difuso como solidaridad, derechos humanos, holocausto, orgullo gay, ecología, pateras, emigración masiva, lucha de clases y lucha de géneros, hedonismo, autodeterminación, partidos políticos, elecciones generales, tertulianos, telediarios salpimentados de moralina etc. A los que discrepan del sistema se les envía al mar de hielo para que sean víctimas de la conspiración del silencio o se les descalifica como “alentadores e incitadores al odio”.
Tiene su enjundia, o, desde luego, parece un contrasentido, que gran parte de los consejeros - Arias Montano, traductor de la Biblia y desengañado del mundo así como el cardenal Silíceo- del Rey Prudente fuesen alumbrados. Víctimas y victimarios pertenecían al mismo elenco, y por eso tal vez se dijo que aquí fustigadores y fustigados son siempre los mismos. ¡Misterioso país! Conjeturas a un lado, Soria entre Castilla y Aragón, la tierra de sor María de Agreda la religiosa concepcionista confidente de Felipe IV y del obispo Palafox el evangelizador de Méjico, una empresa ingente, misteriosa e inexplicable y en la que concurren milagros como el prodigio de la bilocación( Sor María fue vista catequizando a los aztecas de Puebla sin haber abandonado jamás las rejas de su convento) y por donde pasó en su huida, acogiéndose a altana en un monasterio cisterciense de Teruel, Antonio Pérez4, vio el resurgir de una importante corriente mística arraigada por largo tiempo en las parameras sorianas. También estuvo patrocinado por los Mendoza y la Casa de Medinaceli cuyo origen de todos es conocido.
Por supuesto que el prior de la Orden Jerónima, el instituto religioso más importante durante el poderío de la Austria, con grandes propiedades en los cinco reinos y al frente de un convento tenido por verdadera corte, no era un donnadie. Puede asegurarse que, gra4
El valido regio protegía a los judíos, sabido es.
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cias a su valimiento, tal vez se encauzase la reforma carmelitana con vara alta en la cancillería, mediante los buenos oficios cortesanos del fraile que depararon el husmeo del inquisidor en acecho, así como la cólera de los detractores y del nuncio papal.
La Santa — parece hecho incontestable— tenía buenas aldabas. Ante el cetro del Rey de Reyes en el cual fijaba nuestra monja sus esperanzas, hubo de achantarse la vara del corregidor. Con su mano izquierda sabía revolver Roma con Santiago. Nunca se volvía atrás ni se hacía de pencas.
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En Ávila sus paisanos quisieron tirarla al pilón, o empapelarla, y en Santa Cruz de Sevilla, calle de Armas, donde estuvieron instaladas al principio sus monjitas, se vio una mañana comparecer junto a las puertas del Carmen Descalzo a los corchetes del Santo Oficio, que andaban siempre en mula con gualdrapas rojas y la cruz verde de la inquisición zurcida a las ancas. Los cuadrilleros temibles cuya sola mención hacía temblar a tantos pobrecitos. Se decía entonces: “del Rey y la Inquisición, chitón”.
“No me entiendo con las gentes de Andalucía”, se lamenta la Madre en una de sus cartas, durante una rara ocasión en ella de desfallecimiento. Nunca pudo acostumbrarse a la calor de Andalucía, ni a aquellos sevillanos que, en plena misa, rompían a cantar y a bailar. El vino era más barato que el agua y había muchos borrachos por los mesones. Nunca paraba la bulla. Capeó el temporal como pudo y, escribiendo, se hacía compañía a sí misma aunque a la sombra de la Giralda todo fueron tribulaciones, de manera que en Sevilla escribió poco. Excepto algunos memoriales y pliegos de descargo contra las lenguas envidiosas y maldicientes que la acusaron de andar por amores con uno de sus capellanes. El único lugar donde todo marchó sobre ruedas en el negocio de sus fundaciones fue Palencia, “de la que no quiero dejar de decir loores” pero en Alba, en Segovia, en Medina, en Pastrana, en Ávila incluso (al principio no fue profetisa en su tierra), en Toledo, en Malagón, donde convirtieron para convento una vieja mezquita; en Villanueva de la Jara, en Soria, en Burgos, en Salamanca, en Valladolid, todo fueron sinsabores.
Parece ser que se repite siempre la misma película. Caridad cristiana y comprensión lo que se dice en estos burgos y villas podridas encontró poca. Pero se sentía trascendida por el cometido de una misión que cumplir y esa alteza de miras la impulsaba en momentos de desaliento, a los cuales califica en el “Libro de su Vida” de sequedades. Una luz ilumina, pues, sus escritos y hay una rienda que le lleva por el camino a remolque de arrieros, malsines, jorguines que veían el futuro, jovenados (5) sin experiencia que querían
5 Jovenados: religiosos sin experiencia que acaban de profesar
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profesar en la regla carmelita, canónigos engreídos, soldados con poco corazón, clérigos giróvagos, picaros y peraíles. Hubo de lidiar en su peregrinar con el hampa, hablando con Jesucristo y teniendo que vérselas a cada paso con la gente del bronce y con mesoneros mal encarados y malignos. Su existencia fue pura contradicción a lomos de una mula. Dios cabalgaba a las ancas, aunque, con frecuencia, el diablo hacía de lacayo disfrazado de frailón. Teresa nunca suelta la brida ni permite que se le desbocara su jumento ni sucumbió tampoco al huracán de pasiones. Ten fuerte, Teresa, que Cristo es tu mejor tentemozo. Así, el carro que te conducía al monte de la santidad jamás volcó ni hizo molino. El postillón que la llevaba conocía la ruta mejor que nadie.
Fue publicada la obra en dos tomos en 1602. Hubo una segunda reimpresión supervisada por fray Diego en 1614 y otra, que es la que supuestamente manejamos en 1776, con aumentos sobre ediciones anteriores. Alberga un propósito edificante “que encamine a servir a Dios, objeto principal que debe tenerse en la vida de los santos, por ser lo que más vale” y está dedicada al papa Paulo V6 al que comunica que quiere ser pregonero de su virtud en agradecimiento de sus favores. Se siente en todo momento no sólo devoto sino también testigo de cargo. Estamos ante el verdadero propulsor
6 Camilo Borghese Siena 1552, fue delegado apostólico de Clemente VIII en España para asuntos de fe, le llamaban el excelente cardenal, tuvo dificultades con Felipe II. Elegido el 16 de junio 1605 con el apoyo de los cardenales franceses. Tras su elevación al pontificado, estuvo sometido a las presiones de los reyes cristianos, a cuenta de las exigencias antiespañolas de Enrique IV de Francia que incluso llegó a prestar apoyo a los moriscos contra Felipe III. “Temo que me lo gobiernen, decía de él su padre Felipe II, que tenía mejor golpe de vista para percibir las maniobras conspiratorias de genoveses, venecianos y flamencos contra su trono. Llevó adelante el Papa Pablo los trabajos de la Capilla Sixtina y decoró el altar de la Confesión. Una de sus bulas, curiosamente, permite a los misioneros en China llevar birrete durante la celebración del santo sacrificio, pues para los chinos esta costumbre resultaba indecorosa y de ahí nace el birrete de los clérigos. En el conflicto que sostenían Francia y España por la hegemonía de la cristiandad, nombró cardenal al Duque de Lerma Francisco de Rojas Sandoval el 16 de mazo de 1618. Paulo V, pontificado fructífero, reinó quince años, siete meses y un día, y murió a los 79 de su edad el 28 de enero de 1621. Fue un Papa que favoreció a los jesuitas en quienes admiraba su exacta pulcritud y su sabiduría. Tuvo una mancha: condenar a Galileo, pero fue un pontífice de talla, muy parecido a Pio XII, alto majestuoso, no hubo ningún otro que aprobara tantas órdenes religiosas durante su mandato ni inscribiera a tantos bienaventurados en el catálogo de los santos.
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y mentor de los cultos teresianistas, que fraccionarían a España en dos durante años. Ya se ha hablado bastante de este pleito entre la descalcez de alpargata y el carmen de la mitigación o del paño, que volvió a escindir la nación en dos barbechos una vez más, y, como siempre, para no romper una gloriosa costumbre de enfrentamientos por tiquismiquis aparentemente de poca monta pero encubridores de esa dicotomía profunda que a muchos les hace pensar seamos un pueblo con el alma y con la mente partida en dos. Esquizoide atavismo fue el largo pleito del patronato entre santiaguistas y teresianos. Aquí por menos de nada se prepara la de válganos dios cuando surgen bandos. Santiaguistas y carmelitas descalzos a la greña anduvieron durante el valimiento del conde duque Olivares, que era de rama conversa, y con él tuvieron mano los judíos ocultos, por lo cual no vamos a insistir en ello. Baste decir que los primeros tuvieron como valedor a Quevedo y algunos representantes de la nobleza y de órdenes militares. Son los comerciantes y mercaderes marranos, sobre todo los del círculo de Medina, inventores de la letra de cambio y que practicaban un floreciente comercio con Inglaterra y los Países Bajos, los que secundan la otra opción reformista. Se trata de una visión enfrentada del mundo que esconde un afán en parte de vanagloria y en parte de venganza por las humillaciones sufridas durante siglos pero, estrictamente, subyace, dentro de la polémica de reformadores y conservadores, cristianos nuevos y cristianos viejos, oculto, un motivo económico. Yepes advierte que Teresa fue la mujer fuerte de la que habla el Libro de la Sabiduría, y salpica su tratado de acotaciones escriturarias. Sin estudio humano una flaca mujer sin arrimos, por ser todo el saber recibido de orden divino, escribió libros plagados de celestial doctrina. Gozó de favores del cielo y otros emolumentos, como visiones, revelados y hablas de Dios, pero, con mucho, fueron mayores sus trabajos y dificultades a los cuales con ánimo esforzado y con pecho más que de varón venció por Xto. Gozó de dones de profecía, de discreción de espíritus, introspección de conciencias y la gracia de hacer milagros, con la que, en vida y en muerte, estuvo galardonada. En su
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entusiasmo teresianista llega Yepes a decir que esta “virgen ocupa un sitio en la gloria inmediatamente después de Santa María”. Es un libro muy denso de conceptos y ameno a la vez. La dedicatoria está datada en Tarazona a uno de agosto de 1606.
En el prólogo aduciendo la referencia de “las personas graves y doctas que aprobaron el espíritu de la Santa Madre abadesa” se realiza un elogio de la virginidad monástica en una prosa castellana llena de sensualidad, casi voluptuosa, que hará a algunos interrogarse acerca de la materialidad de estos desposorios del alma consagrada a Dios. Muchos no lo entienden porque es una de las paradojas del camino de perfección en el que sus viadores se alimentan del maná escondido.
Esto suena algarabía, señala, citando a san Bernardo, para los no iniciados en esa ruta y Agustín les llama a los que no entienden tales arcanos hombres de ojos embotados incapaces de tasar nada que no tenga que ver con los sentidos. Es el problema de siempre: el milagro, la ruptura por Dios de las reglas del juego por sí mismo implantadas, entra en juego. Muchos no pueden aceptarlo porque va contra la razón. Pero los portentos existen y ahí están los santos para refrendarlo con sus ejemplos de virtudes colmadas, para escudriñar los escondidos secretos y ocultos misterios de la gracia. Es el texto un regalo estilístico desde principio a fin. La prosa de este autor resulta un manjar exquisito incluso para profanos en la materia o para los no creyentes. Porque explica la vida de una mujer de pocas letras la cual tuvo la dicha de mover la pluma bajo la inspiración directa del Espíritu Santo, de modo que sus escritos descubren penetrales insondables del poder infinito y de los arcanos de la divinidad. En Teresa de Jesús se produjeron procesos milagrosos como la conservación de su cuerpo incorrupto después de muerta, curaciones, visiones, predicciones y otros prodigios. Su fama, así como la noticia de su tránsito, conmovió a sus contemporáneos y en la España de fines del siglo XVI constituyó suceso sociológico y psicológico. Ávila y Alba de Tormes se pelearon por sus despojos mortales. Sucedería lo mismo entre Úbeda y Segovia. Ambas
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ciudades se disputaban la tenencia de las reliquias de Juan de la Cruz. La Mística constituye un género derivado de los libros de Caballería, al menos en España. Algunos santos se transforman en caballería andante donde la realidad se cruza con la fábula. Teresa viene a convertirse en Amazona del Dulce Nombre. Como mujer, guarda cierto paralelismo con el Caballero de la Triste Figura, a quien el amor de Jesús dio su acolada y, tras el toque de varas de la divina gracia, se echa a los caminos “para desfacer entuertos”, incoando en este caso la contrarreforma eclesiástica. La Reforma es camino de perfección.
Lo primero que hace la Fundadora, apasionada de la Eucaristía que negaban los protestantes, es colocar el Santísimo en cada uno de sus diecisiete conventos fundados por los reinos de Castilla y Andalucía. De esta manera vela las armas en pro de la religión, casi la única quimera que nos quedaba. ¡Qué grande!
Se atisba a lo largo de sus escritos— Teresa fue también grafómana y todo un punto de referencia para los que sentimos la pasión de la cuartilla blanca cada día —un cansancio de los asuntos mundanos, un distanciamiento con la realidad de su tiempo. Hasta el punto de que, siguiendo los pasos de don Quijote, vuelve a la aldea cansada de pelear. Se recoge. Tener presente este desacierto de lo profano que se torna en desistimiento de la idea imperial, según Menéndez y Pidal, nos serviría de linterna de luz para comprender las oscuridades de su psique. Sin embargo, no se ha desceñido todavía de la Tizona del Cid y sueña en la fundación de la ciudad de Dios, en el advenimiento de su reino. España se nos muestra lanzada a la aventura de la utopía. La monja carmelita sale al campo a desfacer entuertos y no encuentra gigantes ni molinos de viento. Lo que encuentra son arrieros desabridos, venteros mal encarados con habla de reniegos y que, como el agua estaba más cara que el vino, no dejaban de mano el pitorro de la alcarraza que regaba sus gargantas resecas con el chorro dionisíaco de ese vinillo alegre color corinto, de Andalucía o de la Mancha. A veces se atropa con ángeles y los santos de su devoción bajan desde la corte celestial a
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visitarla y consolarla, pero lo más que encontró fue villanía, hablillas, incomprensión de los suyos, sendas extraviadas, clérigos un tanto burlones, curas de misa y olla, algún que otro santo, jesuitas reformadores, jiferos y matarifes moriscos que todavía sacrificaban sus reses mirando hacia la Meca en corrales secretos y pasadizos que tenían por norte la alquibla y donde se prosternaban, zalameros de Alá, en la azalá quíntuple, día tras día, un poco como en la novela “La Gloria de don Ramiro” el escritor argentino que construye un retrato abulense de la España de las tres culturas. Conoce en su deambular por esos caminos a duquesas caprichosas, confesores rigurosos, maniáticos, obsesos y abusadores, reyes prudentes. Es víctima de burlas de tarde en tarde. Conoce el hambre y la sed, los hielos de Castilla y los soles andaluces abrasadores. Su pelleja corrió graves peligros en riadas y crecidas como la del Arlanzón en Burgos la del Tormes. ¡Qué vitalidad la suya!
La gente mira al cielo esperando favores e intercesiones. Algunos parece que lo logran pero ¿qué puede haber más allá del panegírico? Lo curioso del caso es que es una época que no se siente intranquilizada por el sexo, que entonces llamaban honra, o por la riqueza sino por el mas allá. Esta preocupación se plasma en una obra de Tirso de Molina “El condenado por desconfiado” que, a decir de Menéndez y Pidal, remonta sus orígenes a una fábula oriental muy antigua7 donde se aducen las razones del amor divino y el humano. El virtuoso ermitaño Paulo, que pasó su vida haciendo penitencia, y es tenido por santo, tiene un momento de debilidad, cuando bebe un vaso de vino, se emborracha, va a la ciudad y allí fuerza y mata a una mujer, mientras que Enrico, un verdadero malhechor que había pasado su existencia en salteamientos y latrocinios pero que cuida de su padre anciano con amor solícito, acaba sus días en la horca, pero comulga y confiesa y muere arrepentido. ¿Quién de los dos se salvará, quién se condenará? Es el drama que plantea Fray Gabriel Téllez. ¿Los rezos al ermitaño de qué le aprovecharon? Viene a ser
7 Calila e Dima, un apólogo escrito en sanscrito, que motiva la inspiración de las danzas de la muerte y de los bestiarios medievales.
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la tesis de este drama. “Seis doncellas he forzado. - se declara el facineroso protagonista-, falsos fingido y quimeras, hecho máquinas y enredos”. Sin embargo, Paulo, como se le apareció el demonio, y le dijo que los actos no son nada, que viviera a su albedrío, puesto que al final todo iba a dar igual, optó por la desbandada y un día confiesa a su pinche Pedrisco dejar la austeridad del claustro para abrazar las amenidades del siglo: “de estos altos robles los hábitos ahorquemos” y parten caballero y escudero, como Pólux y Castor, el leal Pedrisco a las ancas y en el mismo caballo, camino de Nápoles. El tema está tomado de una vieja leyenda de la caballería andante, y recordemos que Teresa es una romera de Dios que va por los caminos fundando casas de oración. Peregrina del amor de Dios. “Caballera” andante que quiere un mundo mejor.
Enrico se salvó porque amaba y Paulo, el devoto, se condenó porque su alma era toda ella un poso de odio, un sepulcro blanqueado comido por su propia hipocresía. El problema teológico que bosqueja Tirso, casi dando razón a los volterianos, los cuales alegan que la religión no ha traído más que disensiones, odios y guerras y que no hubiera menester de tantos ritos, que, por nuestro malhado, no sirvieron sino para contiendas y resquemores, es de brutal envergadura. El mercedario con su astucia característica no se desciñe un ápice de la línea ortodoxa pero en su “Condenado por desconfiando” viene a hacer sonar bocina de advertencia contra la beatería. En el fondo el problema le parece irresoluble lo mismo que el de la fidelidad de la mujer en quien tampoco confiaba demasiado Tirso de Molina. Anareto, el padre doliente de Enrico, le hace la siguiente recomendación a su hijo a la hora de tomar esposa: “Procurad no sea hermosa porque, cual marido, alcaide no seáis de una cárcel de hermosura, donde la afrenta es forzosa y con celos no le deis pena, que no hay mujer que no sea buena si ve que piensan que es mala”. Esta preocupación por la honra se encuentra también presente en los escritos de nuestra Santa aunque por pudor pasa de largo y lo aborda muy de pasada. Los inocentes galanteos de su juventud fueron a sus ojos pecados enormes por los que hace penitencia hasta la
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madurez y, ya, vetusta, derrama lágrimas de arrepentimiento por lo que fueron tan sólo pequeñas debilidades de la coquetería femenil y de su constitución física, hecha para agradar. Es posible que le quedaran marcas en sus mejillas. Esto le ocurrió a Iñigo de Loyola, quien de viejo presentaba dos surcos y arrugas en los carrillos, de tanto llorar a causa de los supuestos deslices de su barzonía.
Pedrisco, el fiel escudero del ermitaño: “yo he de ir contigo a las ancas en tu misma mula cuando cabalguemos al infierno”, se siente un desdichado a los que infaustos hados del destino dan carena. Aquí se juega con el espinoso asunto de la predestinación. Establece la teología luterana, que de poco te sirven tus esfuerzos, si naces apartado de Dios o, como dicen los árabes, tan fatalistas como ellos solos: marfuz. Todo está escrito. Al final de la obra aparece Paulo el santurrón “ceñido el cuerpo de fuego y en culebras cercado” mientras que el facineroso Enrico, y en sus días empedernido pecador pero que contaba con mejor estrella, se le ve ser transportado al cielo en volandas por escolta de ángeles desde el mismo patíbulo donde hacía cabriolas y se columpiaba su cuerpo mortal. El dramaturgo madrileño, que tenía tan buen conocimiento del alma humana y que estaba muy ras con ras con el sentido común del pueblo llano, pues no era un místico, hace un bosquejo del destino del hombre, abocado a una suerte que desconoce y que él no ha elegido, ni de fuerza, ni de grado: infierno o paraíso. ¿Por qué unos nos condenamos y otros nos salvamos? Es la misma pregunta que en su vida y obra se hace Teresa de Jesús. Las respuestas en el “Condenado” y en “Camino de Perfección” vienen a ser análogas pero nada puede ser demostrado por procedimiento matemático. Y digámoslo bien alto, para que nadie nos pueda argüir de negligencia o de falta de rigor: el bien y el mal se estabilizan en un mismo plano y a veces, de tan intrínsecamente unidos como están, hasta parecen compatibles.
Se maneja la hipótesis en la actualidad, y así lo estima la teología moderna, de que, supuestamente, la Misericordia Infinita, por no desconocer límites perdonará. Dios perdonará eternamente. Y
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la cólera divina al final se aplacará. Él sentirá piedad de nuestras flaquezas y nos perdonará, pero esa solución no era de recibo en el siglo XVI donde los límites entre el bien y el mal eran mucho más precisos que ahora, y sin tanto término medio.
¿Cuál es la raya que separa al aberrado del verdadero siervo o sierva de la religión? Magdalena de la Cruz, la vidente cordobesa, que decía que había llevado a Cristo en sus entrañas y que “estuvo preñada del Espíritu Santo” murió en la hoguera, y Teresa, canonizada, y objeto de veneración de un pueblo que se disputaba las reliquias de su cadáver incorrupto y perfumado. Es muy difícil delimitar los campos o discernir los hitos de separación en este continuo trapicheo de intercadencias e intercambios. Se buscan refrendos y apelativos de autoridad; no podía ser de otra forma en una sociedad que siempre pide ejecutorias de la hidalguía, obsesionada de la estirpe, la prosapia, la ortogenia, la honra y el buen parecer. Hace, entonces, una relación de los avales que certifican la buena conducta y ascendencia de la hija de Rodrigo Cepeda. Quiere demostrar en todo instante su buen linaje y que lo suyo es cosa de Dios, que así se lo manifiesta, por conducto de apariciones y hablas al oído, arrobamientos, etc.
El primero es Fray Domingo Bañez, catedrático jubilado de Prima en Salamanca, teólogo ilustre, que confesó a la Santa mucho tiempo, encargado de su oración fúnebre en Alba. El dominico medió a su favor con un sermón en la catedral abulense cuando toda la ciudad se volvió marejada de hostilidad y de murmuración contra la reforma carmelita. El segundo, otro dominico, Bartolomé Medina, quien se mostró refractario a admitir las dádivas que recibía reputándolas por supercherías, pero, luego de confesarla un día, cambió criterio. Diego de Covarrubias, obispo segoviano, Juan de las Cuevas, obispo de Ávila. Diego de Chaves, confesor que fue -uno de los muchos- del rey Felipe II y prior de Santo Tomás de Ávila, Fernando del Castillo, historiador de la orden dominicana, García de Toledo, comisario general de Indias, Pedro Fernández provincial del que es el dictamen que después de tratarla dijo que
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había entendido ser posible que las mujeres puedan seguir la perfección evangélica, de lo que con anterioridad a su encuentro con la Mística Doctora mucho dudaba. La misoginia era una corriente de pensamiento por aquellos días locos de viento cierzo. Así lo avalan los versos que transcribo de uno de los mayores, y no menor, por lo arrinconado y romántica vida que tuvo este monje giróvago, el cual huyó del monasterio cisterciense de Moreruela y se enroló en las banderas que peleaban por el emperador en Alemania contra los herejes y contra los turcos. Me refiero a Cristóbal de Castillejo, muerto en el sitio de Viena en 1556 peleando por la cristiandad.
¿Qué se espera de quien tuvo el diablo por maestro?
Y en otro pasaje suyo estampa ese desdén hacia el amor profano. Son quintillas donde late el menoscabo hacia la mujer de un amante despechado, glosando su desencanto a través un sorites escalonado en contundencia irrefutable que aprendían los estudiantes en las escuelas catedralicias durante el medievo:
“Quid levius vento? Fulmen/ Quid fulmine? Flamma? / Quid flamma? Mulier/ Quid muliere? Nihil.”(8)
En pocos pasajes de la literatura española se plasma el desengaño del amor carnal. Castillejo, otro hijo de la raza, fue aquel poeta zamorano que se opuso a la introducción en la lírica castellana del soneto al modo italianizante, fórmula renovadora propuesta por el gran Garcilaso de la Vega. De nuevo tenemos aquí otra vez los dos bandos entre tradicionalistas y modernizadores en pleno Renacimiento. Tanto la misoginia como el desasimiento de la idea imperial a cargo de este ex fraile y buen soldado de los tercios de Flandes formaron parte de la propuesta de su obra poética de la cual habla Menéndez y Pidal elogiosamente. He aquí, de muestra, algunas estrofas del imponderable Castillejo:
¿Quién te engañó, Castillejo, / Estando bien en España? / A venirte en Alemania/ Para dejar tu pellejo. / ¿En tierra ajena y extraña?/ No me engañara esperanza, / Ni apetito de favor. / Ni deseo
8 ¿Qué cosa es más leve que el viento? El rayo. ¿Y qué cosa pesa menos que el rayo? La llama. ¿Qué es más leve que la llama? La mujer. ¿Y después de la mujer? Nada
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de privanza; / Mas engañóme el amor; / Y este dio causa al yerro; porque amó/ A su rey demasiado, / Con lo cual se han engañado/ Otros muchos como yo.
Nietzsche habló del ser y la nada pero este poeta renacentista que se opuso a la introducción de las novedades italianizantes se refiere a la mujer como la pura nada, al polvo infinito.
¿Cuál cosa hay que ligera/ pasa el tiempo y no reposa?/ El rayo que sale fuera. ¿Y al rayo? Lo llama fiera. / ¿Y a la llama qué otra cosa?/ La mujer. Amor loco todo es viento porque amor y viento nunca tuvieron buen cimiento.
La tradición misógina y ascética arraigaba desde los primeros eremitas. Se huye de la mujer pues es la dueña del amor y el amor es la otra cara de la muerte. Eros y Tanatos cabalgan, compañeros, a lomos de un mismo caballo. Sin embargo, se trata no de la mujer real sino de su ficción. Locura fantasmagórica. Del diablo que se disfraza de los atributos femeninos.
Cuando Hilarión, Pacomio, Sabas, Antonio u otros solitarios resisten a la tentación de la joven representada como un jardín de deleites, parece que caen en la trampa de sus propias fantasías. Y la señora que les atormenta no es la de la maldición de Yahvé al expulsar a los primeros moradores del paraíso: “parirás los hijos con dolor y estarás sometida a tu marido”. Teresa sueña restituir a la mujer a su primitivo estado de gracia, mediante la abnegación, la castidad y el desprecio de todas las cosas del siglo. Al devolver a la regla carmelitana a su primigenio rigor, quiere que sus pupilas sean émulas de aquel san Hospicio todo comido de piojos. De Macario el bienaventurado que pasó su vida dentro de una charco de limo. Se fija en María la Egipcia tostada por el sol del Sinaí, o en santa Pelagia que nunca retiraba de su cueva los excrementos para oler mal en nombre de Dios y alcanzar su gracia, o la dulce Isabel de Hungría que se bebía el agua de los baldes en que se bañaba a los leprosos. Una exageración, una demasía a lo divino. Su meta se plantea alcanzar objetivos revolucionarios. Intentos mesiánicos, pero el mundo siempre será igual. Nunca pasa nada. La rienda de
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las pasiones tira hacia abajo y hay una fuerza de gravedad que nos ata a esta carne perdedora. Somos rastreros de miras. El hombre no cambia. Por ese lado resplandece la monja abulense como una pionera de la libertad de la mujer. La cortedad de Castillejo, que también tiene muy presente Teresa en su concepción del mundo, porque nunca se fía demasiado de las mujeres, se tercia en su caso con una androfobia al menos sospechosa, si no fuera porque, entre otras muchas cosas, se aprecia en su personalidad una recia inclinación hacia la persona del padre, don Álvaro al cual quería con todo el alma. El complejo edípico suele ser corriente entre las españolas. Señala el P. Efrén, otro de sus biógrafos, al respecto:
Había crecido en un grupo aplastante de mayoría masculina. Conocía al hombre como la palma de la mano y comprendía sus ambiciones y sus ensueños. Cuando oía a los ascetas del perfil de su padre que el hombre era un lobo, que devoraba a la mujer, acaso no podría por menos de sonreírse.
Para el padre ella era la niña de sus ojos y en el deseo de posesión va don Álvaro a reprenderla severamente por sus amistades y por sus lecturas. Empieza a manifestarse la rebeldía y la cosa acaba, cuando sabe de los pretendientes que rondaban la puerta de su hija y de una posible boda, de la cual no quería oír ni hablar, enviándola al Monasterio de María de Gracia, pasado el Mercado Chico, extra muros, en la hondonada donde queda hoy el Barrio de Santiago. Allí va a encontrar una persona, sor María Briceño, que será determinante en su vida, su conductora y guía, su “staretz”. A su lado, olvida los galanteos y lecturas y se entusiasma con la idea de dedicar su vida al claustro. El bueno de don Alonso responde al propósito que albergaba su hija predilecta con un rotundo “No en mis días”. Pero, si el padre es tozudo, la hija, que hereda el carácter tenaz del progenitor, pertenece a ese grupo de personas que difícilmente dan el brazo a torcer. Se vislumbra en ese tira y afloja padre e hija un poco de la cabezonería de que hará gala durante las fundaciones. Que fueron diecisiete como las 17 autonomías de la España actual. El 10+7 es número áureo, al cerrar un ciclo de perfección,
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como bien entienden los iniciados en la Kavala. Los santos son un prodigio de entereza y fuerza de la voluntad, con una salud mental a prueba de bomba.
La España despoblada contrasta con la infinidad de conventos, beaterios, casas de oración, centros de acogida para enfermos apestados. En Granada san Juan de Dios abre el primer lazareto para enfermos de la piel y por toda Andalucía surgen casas de “arrecogidas” para dar albergue a doncellas pobres o a mujeres de mala vida o, simplemente, para alejarlas de sus novios y maridos celosos que amenazaban con asesinarlas. Gran parte de los dramas del teatro del siglo de Oro acaban con el ingreso de la “culpable” en un convento. Al burlador no le pasa nada, marcha de rositas y el marido ha de aguantarse sus cuernos. Los monasterios de esta manera pasaban a cumplir una función para la cual no fueron hechos: la de aparcaderos de damas que tuvieron un desliz. Su ocultación evita la deshonra la cual es temida por los españoles, más que la propia muerte. Es el mito de don Juan que trata de evitar Teresa de Jesús por todos los medios. Milagrosamente hay que decir que en los cenobios descalzos de la Madre nunca se produjeron escándalos ni raptos o abusos.
Los conventos estaban llenos. Hasta últimos del siglo XVIII no hay datos sobre el número de profesas en los conventos españoles. El censo de 1787 computa 32454 monjas. En tiempos de santa Teresa puede que la cifra subiera a más del doble.
Y un Día de Difuntos del año 1535 abandona de incógnito el hogar paterno y se presenta en la portería del Monasterio de la Encarnación, acompañado de su hermano, Juan, que, desde allí, correría a pedir el hábito en los dominicos.
De los otros hermanos todos tomaron la carrera de Indias. Hernando, el mayor se embarcó con Cabeza de Vaca, Rodrigo murió en Buenos Aires y Lorenzo y Jerónimo de Cepeda harían fortuna en Perú. La milicia era el mejor medio de promoción en la escala social. Ningún nieto de quemado o descendiente de moro o judío era aceptado para el servicio, pero allá van leyes do quieren reyes. Si no se hubieran saltado esta norma a la torera, a lo mejor
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no hubiese habido colonización americana ni cristianización de los indios.
Por fin, don Álvaro hubo de transigir y dio la anuencia al monjío de su hija predilecta. Toma la decisión un Día de Ánimas. No hay que echar al olvido esta fecha, porque, a quien inauguraba una cultura de la muerte terrenal para ganar la vida eterna, en esa onomástica cuando la Iglesia honra la memoria de los santos desconocidos y de los que murieron en el Señor van a sucederla, coincidiendo con ese día de lutos terrenales cosas extrañas, tomas de hábito, decisiones trascendentes o simples sustos como el que le aconteció en Salamanca. Apariciones y obsesiones tuvo la Santa en fecha tan marcada como es el 2 de noviembre. Y macabras citas con el más allá. La vida de esta mujer está rodeada de esa aureola de noche de difuntos con resplandores de fuego fatuo y tañido de campanas en la distancia. Semeja en cierta forma, y a mano contraria, a la de don Juan de Mañara. Teresa tiene algo de burladora de Sevilla y de seductora. Es un don Juan de Mejía a lo divino, una enamorada de Cristo, para la trascendencia y para la eternidad. Ella, que temía tanto a la muerte, por ser tan vital, y pegada al terruño como ella sola, pues hacía honor al nombre de “theresios” que en griego significa plenitud, sensualidad. Sin embargo, renuncia a él, para seguir al Esposo, un marido que nunca es infiel ni defrauda. Jesús se le aparece y le habla casi todos los días en un idioma coloquial. Juan de Salinas, otro escéptico, también se volvió teresianista cuando fue a Toledo a predicar una cuaresma y “la anduvo examinando y haciendo grandes experiencias con ella y quedó tan aficionado y enterado de su santidad que, con ser hombre tan ocupado, la iba a confesar cada día” llegando a la conclusión de que más que mujer parecía varón y de los más barbados.
Sigue la lista con fray Diego de Yangües. Al principio sintió la doctora inclinación por los domínicos pero años adelante la báscula se va a inclinar del lado de la Compañía. No sabemos a qué se debió el cambio, aunque ella confiesa que, para esto de elegir director espiritual, era muy exigente. Otro, Pedro Ibáñez regente y rector
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del San Gregorio de Valladolid, el cual, tras oírla en el tribunal de la penitencia durante seis años, emite la sentencia de ser todo cosa de Dios. Larga es la nómina de personalidades eclesiásticas de su entorno a los que sedujo con su carácter inefable. Escuchar sus confesiones debió de ser para tales sacerdotes una verdadera gracia del Altísimo.
El encuentro con el franciscano Pedro de Alcántara va a ser providencial, puesto que fue él quien más le animó, cuando más recias eran en la Ciudad de los Cantos y de los Santos las contradicciones contra su persona y con mayor ahínco la denostaban. Se alega que por su parte el propio Pedro Alcántara, que era de un pueblo de Plasencia de la familia Barrantes, se animó más a seguir el camino de la virtud imitando a su confesanda. Aumentó así fray Pedro sus penitencias. Pedro y Teresa fueron dos vasos comunicantes y en el Libro de Su Vida ella se deshace en elogios hacia el gran penitente que alcanzaría luego los altares. Siguiendo el estadillo de sus directores espirituales, el famoso P. Gracián no sale por ninguna parte, en la biografía de Yepes, aunque haya alusiones de pasada a Juan de la Cruz, el cual aparece siempre cargado de “relojes” en sus viajes, pues quería cumplir exactamente con la regla, incluso durante los desplazamientos y largos e incómodos viajes. Quede, pues, este indicio, que yo traigo a colación, como dato importante para el estudio de la personalidad de la Santa a cargo de la posteridad investigadora. ¿Celos y envidias dentro del grupo? Otros confesores suyos, y de muy diversa índole, fueron los dominicos Mancio, y Vicente Varrón consultor del Santo Oficio, Felipe de Meneses, y el presentado9 padre Lunar, prior a su vez de Sto. Tomás de Ávila. Francisco de Ribera S.I empleó su vejez en escribir la biografía de la santa a quien trató. Otro jesuita es Enrique Enríquez10, auditor de su proceso de canonización. Rodríguez Araoz y Francisco de Borja la conocieron en Sevilla donde pasó fatigas y tribulaciones como queda plasmado en su Libro de las Fundaciones. Bartolomé Pérez
9 Entre los dominicos se entiende por presentado al fraile que ha tomado órdenes y se prepara para recibir título de maestro.
10 Apellido judío.
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rinde elogios al temple de esta mujer varonil. Gerónimo Ripalda, autor del catecismo que estudiaban los niños de la doctrina en las escuelas de España hasta hace pocas décadas, la trató cuatro años y dijo que en todo dejaba la Madre olor de santidad. Juan de Ávila elogia sus virtudes teologales. El Padre Salazar, rector de Cuenca, el Padre Santander, rector de Segovia y Paulo Hernández, consultor de la inquisición toledana, aprontan esta versión:
Grande es la madre Teresa de Jesús de tejas abaxo pero mucho mayor es de tejas arriba. Es mujer de gran espíritu y trato singular con Dios.
Cristóbal Colón, visitador del arzobispado de Valencia, cuando estuvo en la Ciudad del Turia11, aduce que, a través de la oración, tuvo conocimiento de muchas cosas. Allí conoció a fray Luis Beltrán, otrosí puesto a los altares, quien la secundara en sus afanes innovadores de la Regla y la augura una profecía: que su instituto, así que pase medio siglo, dará mucha gloria a la S.R.I. Otros clérigos y religiosos de fuste que se cruzaron en su camino y quedaron maravillados de su virtud, aduce el Padre Yepes, fueron Juan de Ávila. Que la acompañara a lomos de una mula hacanea en todos sus viajes, su valedor y escudero en el trajín en carro por las dos Castillas, Extremadura y Andalucía. Sólo una vez usó el coche o la carroza y fue a raíz del regreso de América de su hermano Lorenzo que manda una fuerte suma de dineros para su Obra. Luis de Granada, que se ocupó de biografiar a los dos, y fue su mentor espiritual, empezó otra semblanza de la Madre. Pero sin duda el más influente fue Pedro de Alcántara, quien la recomendó a los Mendoza, primero a don Álvaro de Mendoza obispo de la sede abulense y más tarde a la princesa de Éboli con la que no terminó del todo bien. Salieron tarifando ella y la de Éboli. Acabó la fundadora saliendo escandalizada del palacio de Pastrana. Y parece que tuvo sus más y sus menos no sólo con la bella dama del parche en el ojo sino con alguien de su entorno. La amante de Felipe II, y de
11 Se desconocía que la andariega monja hubiese estado nunca en la Ciudad del Turia. He aquí, pues, una información absolutamente novedosa.
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otros grandes de España – se dice que también de Escobedo y de don Juan de Austria- era caprichosa, de una moral laxa y tenía mal genio, a tenor con lo que se lee en “El Libro de Las Fundaciones”.
Francisco de Borja fue muy aficionado a ella y Julián de Ávila, su capellán, aporta el siguiente testimonio:
Yo traté, conversé, confesé y comulgué a la Santa madre al pie de veinte años poco más o menos y en todas las fundaciones que se le ofrecieron hasta que Dios la llevó, fui yo el que la acompañaba y servía. Tuvo la fe muy viva y la esperanza tan clara como se ha podido ver en los santos y la caridad tan ferviente que trabajos y contradicciones o desvíos ni otras cosas que sería muy largo de decir la resfriaban de su caridad... yo la daba de ordinario el Santísimo Sacramento cada día y la mayor parte quedaba arrobada.
Entre los obispos que la conocieron figura Teutonio de Berganza, arzobispo de Évora un portugués que extendió su obra por Portugal y tradujo algunos de sus libros. El canónigo de Toledo, Velázquez, luego obispo de Osma y más tarde de Santiago de Compostela, la recibía en su casa de rodillas. El obispo de Palencia, Álvaro de Mendoza, y el de Sevilla, Cristóbal de Rojas, otro converso, se pronunciaron devotísimos de su persona, al igual que el arzobispo de Burgos, Cristóbal Vela, y el arriba mentado, de Segovia, Diego de Covarrubias, así como su sobrino Juan Orozco de Covarrubias quien más tarde sería preconizado al solio de Guadix. Yepes aduce que el Beato Orozco, en su “Libro de la Verdadera y la Falaz Profecía” propone a Teresa como ejemplo de virtud a seguir. Se huelgan mucho de haberla confesado el Dr. Manso ob. Calahorra, Castro, de Segovia, Sierra de Palencia:
Los cuales engrandecen como es razón la excelencia y santidad de sus virtudes que en ella experimentaron y tocaron con las manos.
Y, entre los admiradores, se cuenta el autor de la biografía secreta de la Madre el cien veces aludido P. Yepes, a la sazón mitrado de Calahorra. Don Diego dice que su única diversión es cantar las alabanzas de Teresa y promulgar sus favores. Don Fernando de
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Toledo, Duque de Alba, dejó al morir, tres años después que ella, catorce mil ducados de renta para sufragar los gastos de la canonización y donó parte de su hacienda para fundar un monasterio de Descalzas en Consuegra. El arzobispo de Valencia Juan de Ribera, por más que no la conoció en carne mortal, se sentiría en todo identificado con su persona y con su obra, y fue uno de los grandes postulantes en pro de su subida a los altares. Lorenzo de Otadui, ob. de Ávila dio diez mil ducados para construir el monasterio de la Encarnación. Eran estos personajes, cuyos nombres inserto aquí, por así decirlo, los “famosos” de entonces. Merecían la atención pública no por sus conquistas sexuales o por sus desenlaces sino por sus arrobos místicos. A un lado y a otro del péndulo, España guarda esta inclinación hacia la demasía que con frecuencia desembocan en el esperpento. El teresianismo, en sus dos manifestaciones, la del cilicio de esparto y la del desenfreno sexual que hoy vivimos y en el que intervienen otras “teresas” bien distintas pero tan influyentes, gracias al poder de la publicidad y la propaganda, es un plato suculento de aberraciones mentales para ser estudiado por los clínicos sobre las contradicciones y dicotomías del carácter hispano. España es un país pendular. No nos gustan los comedios.

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1) Influencia teresiana en el jansenismo francés.- 2) Prosigue la relación de personalidades eclesiásticas y civiles que fueron avales de su reforma.- 3) Virgen incorrupta. Su cuerpo apareció en la fosa de Alba sin señales aparentes de putrefacción.- 4) Búsqueda de Eldorado y la influencia que tienen en la mentalidad española los libros de caballerías.- 5) Encontrar los remedios contra la herejía.- 6) Religión y superstición: lo que le acaeció con el cura de Becedas y su amuleto.- 7) Las mujeres morían jóvenes y de sobreparto como le ocurrió a la madre de la Santa, doña Beatriz de Ahumada, de quien quiso tomar el nombre, en vez del de su padre.- 8) Zangarrones, duendes y campanadas en la Noche de Ánimas: una vida romántica que se parece algo a la que plasma el drama del Tenorio.- 9) Haciendo higas a Belcebú.- 10) La saludadora del Barco de Ávila.
Sobre todo, y por encima de todos, fue su gran protector el rey Felipe II al que conmovían sus cartas lo mismo que a su hija la princesa Juana, a la cual invitó a profesar en las Descalzas Reales cuando pasó por Madrid, convento del que acabó de priora. El propio rey de Francia Enrique IV promovió fundaciones de la orden en aquel país, dotó al Carmelo Descalzo de París como revulsivo a la
CAPÍTULO II
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herejía protestante, uniendo esta orden religiosa a la de los Teatinos de San Lázaro y San Mauricio. París bien valdría una misa…
Biógrafos fueron Francisco Rivera S.I, fray Domingo Bañez, OP. El cual no consiguió dar a la estampa un tratado que compuso sobre la descalcez. El mentado Julián de Ávila avala la tesis de que la Madre tuvo una larga lista de ensalzamiento memorialista detrás de sí. En particular, el P. Fray Luis de León, agustino, que dejó a medio concluir una relación de la vida de Santa Teresa. Cuando había escrito cinco o seis pliegos murió, pero, aunque “no sacó a luz parto tan deseado, hizo un prólogo al Libro de su Vida que escribió la propia santa”.
Yepes, que escribe a fines a fines del XVI, refiere cómo el culto teresiano arraigó temprano entre los españoles con carácter apoteósico. Teresa fue santa por aclamación en 1621. En Tarragona hubo un concilio para pedir al papa reinante su canonización. Cundió su fama de milagros, que en algunas partes alcanzó parangones equiparables a los de la Virgen María, a causa de su incorrupción sepulcral y la fragancia que exhalaban sus restos. Castilla por ella se puso de los nervios, y Ávila su ciudad natal parecía medio enajenada ante la fama de sus éxtasis. Eran tiempos de toros y cañas y de portentos. Nuestro ejército dilataba sus energías por la faz de Europa frente a una fortuna adversa, mientras el pueblo se volvía un experto consumado en el arte de vivir con poco, amante del teatro y de los tinglados de la antigua farsa, entusiasmado con noticias de maravillas y apariciones. Había llegado tarde a la fe cristiana y transfunde sus nuevas idiosincrasias con sus raíces moriscas o hebreas. El catolicismo español se vuelve pasionista y había que exhibirlo y demostrarlo públicamente de manera visible en romerías y en procesiones de Semana Santa. Los españoles somos, por aquello de que no nos acusen de judíos, muy dados a las procesiones, sacando durante los disantos los cristos a la calle, quitándoselos, durante el triduo de Pasión, de las manos de los curas. El individualismo judaico, que concibe la relación con el Altísimo, como un pacto de amistad, abandona su concha y sale a la cancha. Perdón por el juego
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de palabras, mas yo creo que fue así. Entre los de origen beréber la nueva fe adquiere matices de sensualidad islámica: desfiles, disciplinantes, supersticiones, creencias fanáticas. El carácter hispano alcanza su nivel de marmita a presión. La sensibilidad estaba en flor de piel. Lo cual, mirado bajo el prisma de la actualidad candente en el turbulento otoño de 2015, con motivo del Quinto Centenario de Teresa de Cepeda y Ahumada, cuando el bagaje conceptual y todo ese conjunto de valores que pusieron a esta Sor Intrépida a los caminos polvorientos, se encuentra en entredicho y el edificio de la iglesia ruina amenaza, cobra singular relieve y aporta perspectiva a la celebración de este quinto centenario 1515-2015 del nacimiento de la Santa. Ella representa el triunfo de la verdadera fe, y la integración de los advenedizos a la casa común. España, crisol de razas y de culturas, pero siempre a los pies de la cruz, sería la única nación del orbe donde el cristianismo se impuso al judaísmo y a la creencia mahometana.
Ese sea acaso el mayor milagro de la vida de Teres y de los conversos. Era muy devota del Rey David cuya llevaba en un medalla de plata junto a una imagen de la Virgen de Gracia. Don Alonso, su amado padre, estuvo envuelto en un proceso inquisitorial por judaizante en la ciudad de Toledo.
Por encima de los noticiosos fenómenos preternaturales y gracias especiales que aureolaron su existencia y difundieron su fama, dicha transformación o reconversión es lo más admirable del nuevo rostro que adquiere el catolicismo entre nosotros. He aquí la nueva Judith que se rinde a los pies de Xto, habiendo descabezado a Holofernes. En ella se palpa el triunfo del espíritu sobre la carne flaca. Era la hora de Castilla en su momento más brillante. La nación en peso la colocó de intercesora y vio en ella al prototipo de la hembra de la raza, declarándola patrona de España. Ella, hija de conversos, que busca el arrimo de cristianos viejos y de familias godas de alcurnia y rancia prosapia: Alba, Medinaceli, Vela, Pita, Quesada, Guzmanes, Barrientos, Xandoval, Guevara. Topó con no pocos estorbos y mucho hubo de zarcear por las sendas y andu48
rriales de la Castilla profunda pero en todo momento, cuando se adivina el derrumbe final, siempre aparece tras los proscenios una mano que la saca de la boca del peligro. Teresa fue un portento de la fe, una joya, engastada en la sortija de su humor zumbón y muy a ras de tierra. Al final pudo salirse con la suya.
Hay, por una parte, la España reverente de fe ciega y la España descreída, que se pliega a la razón de la apariencia y del disimulo, pero todo en grado extremo. A los españoles no nos gusta la realidad, que nos cerca, a pesar de ser un pueblo tan realista y pragmático. Dicha peculiaridad se compadece con un idealismo desbaratado, dentro estamentos de una misma alma. Por ese camino se llega al esperpento, al cinismo del pícaro, y al heroísmo del soldado o del misionero que zarpan rumbo a las Indias, o al afán de la unión con el Criador que sembró el paisaje de las diversas regiones españoles de torres de iglesias y de espadañas de conventos. Probablemente, nuestra historia está repleta de contradicciones, y por eso quizás también nos metemos siempre cosas en la cabeza, que bordean la locura, siendo Sancho Panza tan realista y don Quijote tan poco cuerdo. Necesitamos obsesiones que desvirtúen los hechos terrazgueros de una vulgaridad irredenta. Pero otros pueblos son más vulgares aun y no lo dicen por boca de sus intelectuales tan atormentados o más que nosotros.”. Para hacer valedero el lema de “España es diferente”. Teresa viene a ser un paradigma del temple que reconcilia dos opuestos. Paradojas de la escopeta nacional que dispara por ambos agujeros. Frecuentemente el tiro sale por la culata. La opción contemplativa se convierte así en un cedazo por el que se cuelan las varias corrientes étnicas que conforman la Piel de Toro, que fue siempre crisol de razas, dividido en estamentos jerárquicos y en clases sociales. Castilla era un chorro de energía que salía de estampía a la búsqueda de Eldorado o que moría en Flandes por el Papa al que siempre contemplaron nuestros ojos como una divinidad en la tierra, a pesar de que muchos no le habían besado el pie ni lo habían visto. Los italianos, con estar más cerca, no se muestran al respecto tan exaltados. Pero nuestra patria necesitaba
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anticuerpos para combatir los virus de la herejía y encontrar la triaca que le sirviera de desinfectante contra el contagio de la ponzoña que envenenaba Europa. Por eso se erige en baluarte de la fe. No por los intereses materiales sino por los principios morales.
La historia de la vida de Teresa de Cepeda y Ahumada la aborda el P Yepes en 42 capítulos, que se abren con una hermosa calcomanía del retrato que hizo de ella Albiztrux en 1776 con este epígrafe “Berdadera (sic) efigie de la doctora mística Sta- Teresa de Jesús”. Es una crónica de locuras a cargo de una mujer que era todo ella sensatez, poder volitivo y equilibrio. Por debajo de todo este aparato y bambolla del mito teresiano late una intención secreta. Acaso el dedo de Dios, secundado por los dineros de los mercaderes de Medina, y toda un caudaloso registro de criptojudíos, se mueva en la sombra. El mentor económico principal fue su hermano Lorenzo el pirulero. El oro aportado por éste desde las Indias desempeña un papel importante en el establecimiento de los doce palomarcicos blancos por toda la geografía española que la Madre tuvo a bien fundar. Doce fundaciones fueron como los doce apóstoles, los doce planetas, las doce tribus de Israel. Cabalística cifra que nos hace presumir que por su familia la monja carmelita estaba familiarizada con el idioma criptográfico en el que se entendieron sus palabras. La Biblia está trufada de acrónimos y de siglas en un lenguaje poco lineal. Pidió siempre aclaraciones de los hermeneutas que interpreten la palabra de Dios.
Su hermano Rodrigo, compañero de juegos de infancia, de entre los nueve hermanos que tuvo Teresa, seguramente era a quien tenía más cariño. Rodrigo pasó a Indias y murió pronto en la conquista del Río de la Plata. Antes de partir había dejado a su hermana como albacea de todos sus bienes, pero Teresa, al profesar en la Encarnación, se los cede a su vez a María de Ahumada, la que vivía en Castellanos de la Cañada en cuya casa pasó un invierno, al caer mala. Los médicos la desahuciaron y quedó en manos de la curandera de Becedas. ¿Cuál era la naturaleza de su mal? Seguramente epilepsia. Teresa padecía de la enfermedad de los cesares: gota co50
ral. Apenas iniciados los primeros párrafos, obtenemos la admonición de que la moza abulense fue una verdadera enviada de Dios para contrarrestar los tiempos de herejía por los que atravesaba la iglesia. Se advierte el carácter mesiánico de su figura. El esquema ha seguido funcionando en la mentalidad de no pocos españoles que miran a esta mujer como un símbolo del destino en lo universal y las virtudes de la estirpe con un regreso a los principios, al cabo del largo peregrinar. Teresa era muy devota del Rey David y del Profeta Elías, santos mayores del calendario en el Antiguo Testamento. Elías, el que ha de venir, en carro de fuego tirado por leones, fue el pregonero del advenimiento del Bautista, el heraldo del Maestro de Justicia, desde la cima del monte Carmelo. Cerca, por tanto, del Sinaí se encuentra el origen de la orden del Escapulario, los antiguos templarios que esparcieron la devoción a la Virgen del Carmen por Occidente. Tomando las cosas ab ovo, el Monte Carmelo fundamenta la forma de vida cenobítica. Antón e Hilarión poblaron los desiertos de oratorios y casas de adoración. A los Padre de la Tebaida, a los encuevados de Siria y Anatolia imitan los primeros carmelitas en el diseño de las celdas individuales, la guarda de la lengua, la abstinencia de la carne, la concupiscencia de los ojos etc. El primer prior sería Caprasio hasta que la crueldad de Ahumar el mahometano acabó con estos enclaves de devoción. Algunos monjes quedaron en el monte Carmelo. Hay referencia de que Américo de Antioquía les favoreció hacia el año 1100 y nombró abad de aquel monte a san Alberto un año después de que Godofredo de Bouillon reconquistase Jerusalén para los cristianos un día del Carmen, el 15 de julio, de 1099 a la hora de tercia. La “Aelia Capitolina”12 o Jerusalén para los romanos cambia con frecuencia de manos y por ella pelearon las huestes de Ricardo Corazón de León, de san Luis y de Juan Sin Tierra. Empero, y quizá por nuestros pecados, se resiste a nuestras armas y vuelve a perderse ya definitivamente tras la batalla del monte Carmelo ganada
12 Es como llamaban los romanos a la Ciudad Santa después de su destrucción por Vespasiano el 70.
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por Saladino en 1192. Desde entonces a día de hoy estuvo en manos del turco. Ahora es feudo sionista. Sin embargo, a juzgar por la trama del pensamiento del panegirista y biógrafo había algunos que ponían en duda estas hablas con Dios, estos arrobos y misericordias divinas para con ella. La duda se presenta aquí, cuando uno menos se lo piensa. Vino al mundo reinando en España Juana la Loca bajo el pontificado de León X al comienzo de un día de finales del invierno el 28 de marzo. Era la fiesta de san Bertoldo, monje carmelita. Corría el año 1515. El autor se muestra refractario a descubrir el linaje de su encartada pero al fin afirma que era de noble cuna. Alonso de Cepeda casó de segundas con Beatriz de Ahumada que le diera nueve hijos. Murió a los treinta y tres años. Dice el P. Efrén de la Madre de Dios en su relación de la vida de Teresa de Jesús13:
El linaje de los Cepeda se remansó en Tordesillas y se bifurcó en dos ramas: la de Segovia y la de Toledo. El apellido revive en Toledo por doña Inés de Cepeda que casó con Juan Sánchez de Toledo, de estirpe judía. Los hijos decidieron sostituir el apellido14 por el de Sánchez de Cepeda para poder mirar cara a cara a la sociedad en que vivían. Juan Sánchez judaizó, apostatando de la religión católica, que había abrazado. Y como los Reyes Católicos habían implantado en 1483 el Tribunal de la Inquisición y los católicos apóstatas podían ser reconciliados, resonó en Toledo el pregón de los perdones en 1485 y don Juan acudió a reconciliarse con la Iglesia el 22 de junio. Le echaron de penitencia un sambenito con sus cruces, que tenía que llevar públicamente los viernes en procesión de iglesia en iglesia durante siete semanas. Se estableció como comerciante de paños y sedas abriendo una tienda en la cal toledana de Andrín (ahora reyes Católicos.
Después le vemos enfrascado en pleitos de hidalguía y, ya en Ávila, se dedica a casar a sus hijos con damas de linajuda estirpe.
13 Biblioteca de autores cristianos 1982
14 Es una costumbre muy corriente entre las familias de casta judía. El pueblo de Israel va por el mundo trocando los nombres.
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Alonso, el hijo mayor y padre de Teresa, casa con Catalina del Peso en 1505 y regaló a la novia ricas preseas (chócalos de oro, sortijas y manillas, gorguera y cofia de oro y una falda de ruán amarillo, ceñidor de tafetán y un monjil aceitunado), detalle por otro lado que apunta maneras. El dinero intenta comprar la alcurnia. La esposa murió a los dos años de gripe. Dos hijos le nacieron de este matrimonio: Juan Vázquez de Cepeda y María de Cepeda, la que casaría con Juan de Ovalle, constructor medinense, el que labró la primera casa de la Orden. Luego casó con una prima de la difunta que tenía posesiones en la aldea de Gotarrendura en la rica encartación de Las Morañas, que se apellidaba Ahumada y atendía por el nombre de Beatriz, de catorce años. El novio tenía veintinueve.
Del segundo matrimonio de don Alonso vendrían al mundo nueve varones y tres hembras. Teresa ocupaba el tercer lugar en la saga de doce. Doce hijos, doce tribus de Israel, doce hijos de Jacob, doce meses del año. Seguimos con el mundo de la Cábala, cruzando los pasillos del laberinto. Ella fue el molde de un enigma.
Teresa entre los once hermanos15 era la que más despierta. Y se inclinó desde pequeñita a cosas mayores, como un anticipo de su grave destino de mujer fuerte que le esperaba. Con su hermano Rodrigo ya jugaba a las ermitas, quería ser santa y un día se escapó con él a tierras de moros16 para recibir el martirio puesto que querían volar al cielo cuanto antes y el camino más seguro para llegar al paraíso era afirmar la fe con la propia sangre, un atavismo muslímico. Lo hemos visto en los calamitosos sucesos del once
15 Don Alonso aportó a su matrimonio dos hijos entenados o hijastros, fruto de su anterior casamiento.
16 Por aquellas fechas se hablaría en la ciudad de la frustrada campaña de Cisneros contra los piratas berberiscos de Argel. En el testamento de Isabel I se hacía referencia a que la estabilidad del reino dependería del control del Estrecho y el dominio del Norte de África. La gloriosa reina parece iluminada por inspiración profética precisamente hoy cuando la unidad nacional se cuartea y el moro por el Sur hostiga y cruza el agua en pateras. Muy pocos políticos en el 2001 quieren ver esta realidad. Los dos vástagos de don Alonso querían llegarse hasta Argel para verter su sangre por Xto. Puesto que su religión es la verdadera y no el Corán. Eso pensaba la fe católica a la sazón. En la actualidad no es tan segura esta firmeza o seguridad. A pesar de eso, no debiera tambalearse nuestro credo de Nicea.
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septiembre, cuando unos jinetes, que volaban a lomos de alazanes de hierro, se hicieron dardo ellos mismos para hostigar y derrumbar con la fuerza de sus arietes alados el muro del castillo de la acrópolis del dinero: El rascacielos neoyorquino de la Torres Gemelas, emblema de Wall Street, se vino abajo.
A los doce años, fecha en que pierde a la madre17, se opera un cambio en estos fervorines trascendentes de querer ser mártir de sangre y cuchillo. Postrada ante el altar de la Virgen, le pide con abundancia de lágrimas a la Señora que ocupase el lugar que había ocupado en su vida doña Beatriz. Verdaderamente puede decirse que María del Carmelo se convierte en madre en la tierra y en el cielo de Teresa de Jesús, después de quedar huérfana. El instinto femenino la impulsa a ser coqueta, un pecado venial que lloraría toda su vida, con aquella afición a los afeites, a las fiestas y a los saraos mundanos. Pero esto forma parte de su condición de mujer. Con las nubes de las pasiones se oscurecen las lumbres de la razón, dice el hagiógrafo. No habíamos llegado a los intríngulis de la novela psicológica aunque la Fundadora avilesa sería siempre una gran psicóloga.
Le tomó sabor a los libros de caballerías, la literatura rosa de entonces, aunque mucho más edificante claro es, juego inocente muy lejos de lo que nos dan ahora los programas de las televisoras. Como buena escritora siempre hubo en ella una profunda lectora. Debió de enamorarse del Palmerín de Inglaterra y de Lancelote del Lago. El Amadís de Gaula, obra de Gutierre de Montalvo un arevalense, que apareció en 1508 en su edición definitiva, puede haber pasado por las manos de la santa todavía adolescente. Tirante Lo Blanco con sus atrayentes descripciones del lujo de la corte bizantina y las Sergas de Esplandián, que aparecen en el retablo de San Dionisio de la catedral de Ávila, encandilaban con su prosa ahíta de embelecos y de hazañas en las que se exalta la lealtad y nobleza del amor puro a los lectores de la época. La epopeya de las Indias
17 Roma había sido saqueada dos años hacía por las tropas descontentas del Emperador, reclamando sus soldadas y Castilla acababa de pasar el trauma de una primera guerra civil, la de las Comunidades.
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quizá sea el apéndice real a aquellas ficciones literarias. No cabe duda que los movimientos místicos que aparecen como setas en otoño después del concilio de Trento, en lo que tuvieron de conato de dar albergue a un ideal genuino y altruista de relación con el Ser Supremo cara a cara, menoscabando la realidad lóbrega y aburrida de un mundo engañoso, se conecte de alguna forma con este alarde de imaginación, ese afán de huida. La fábula corteja a la ficción en el anhelo de los desposorios espirituales con Dios. Fue cuando don Duardos se esconde bajo el escapulario de una tonsura y la reina doña Labra toma hábito y entra en Religión, cansada de devaneos y de lances mundanos.
En su vida y en su obra resplandecen los rasgos de entrega y de nobleza de todo caballero andante, aparte de que debió de ser hembra de armas tomar. Recia, admirada, temida y deseada por todos. Teresa se nos muestra, hija de la raza, como cifra y compendio de las virtudes de la mujer castellana. ¿Quién no la amaba? Ella no tuvo la culpa de ser guapa. Sin embargo, a causa de estos inocentes devaneos al locutorio y la reja, no se cansó de llorar y hacer penitencia. No eran más que juego de niños, risillas, mejillas arreboladas de coloretes cuando entraba uno que la gustaba, cosas de la juventud, ciertas inclinaciones al visiteo. Todo muy inocente; eso sí. Debía de ser una muchacha muy guapa y sociable pues dice el cronista:
Viéndose ella querida de muchos escomenzó ella también a querer; y como era discreta y apacible, arríjase a no gustar de estar escondida y empezó a abrir los ojos al mundo y a apreciarse del aderezo, galas de moza, y de la curiosidad en ello con alguna demasía y exceso.
Seguramente esta afición a la lectura la tomó de su difunta madre. Beatriz de Ahumada gustaba de estos almanaques tan denostados por la hija pero que, verdad sea dicha, no eran una tontería sino que ayudaron a formar el espíritu noble y generoso de la castellana. La letra impresa incentiva la curiosidad, crea vistas interiores en el fondo del corazón así como el deseo de contemplarlos y verlos por
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sí misma. Allí nacería su talante soñador y tal vez las primeras lecturas aquilatarían el marfil de su estilo literario. Todos los poetas y escritores han de tener algo de contemplativos. Sin embargo, y pese a la candorosa apariencia del cuerpo delito:
… Con este vaso procuró el demonio darle a beber el veneno de la afición a las cosas del mundo que aunque parece sabrosa suele a muchos causar la muerte.
Pero, como tuvo siempre aborrecimiento a toda deshonestidad, eso le salvó, así como el miedo a perder la honra. Estamos ante una española, recia, de las de antaño. Se trataba de simples cosas inocentes: conversaciones, coqueteos. Sin embargo, algunos biógrafos apuntan la posibilidad de que Teresa fuera una mujer apasionada y que estuviera enamorada de un primo suyo que pide su mano. Tenía catorce años y don Alonso la recluye en el monasterio de Nuestra Señora de Gracia, que ha de abandonar al poco tiempo por motivos de salud. Otra vez al siglo. Parece ser que la liana psicológica que la ataba a su progenitor –un cordón umbilical fatídico- era tan rotunda que algunos frenólogos sospechan un complejo edípico en ella, pues su padre don Alonso la quería como la niña de sus ojos y ella a él. Por este motivo se opuso al ingreso en el monasterio carmelita de Encarnación con un rotundo “no, en mis días”. Mas, ella quería ser monjita consagrada a su Virgen favorita, por la que sentía una devoción especial y sin el consentimiento paterno ingresó en la Orden fundada por el profeta Elías una mañana de fines de verano, acompañada por Antonio de Ahumada, el primogénito de sus hermanos, renunciando al mundo con sus pompas y vanidades. Allí toma el hábito agustino el 2 de noviembre de 1533, Día de difuntos. Después de año y medio de estancia, enfermó gravemente. Dos más tarde, en la víspera de Todos los Santos de 1535 recaba el velo de las desposadas con Xto en el priorato de la Encarnación.
En tal fecha de la fiesta de los Santos, cuando, paradójicamente, se desarrolla la acción del drama del Tenorio, a Teresa le ocurrían cosas importantes: recibiría avisos del cielo, o mociones celestiales que determinarían el curso de su existencia en lo venidero. Otro
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día de Ánimas pasó pánico, a causa de una historia de supuestos fantasmas, según lo cuenta ella en uno de los capítulos de su autobiografía. Y eran los estudiantes que se disfrazaron de almas en pena, yendo por la casa envueltos en sábanas blancas, y arrastrando de los pies ruidos de cadenas.
Fue en Salamanca con ocasión de haber llegado a fundar en una casa llena de duendes y con el “miedo a los estudiantes que acechaban a dos pobres monjas desvalidas”, mientras, afuera, en todas los campanarios de las iglesias sonaban los toques a clamor durante la Noche de Difuntos. Estaban las dos pobres monjitas en aquel caserón vacío muertas de miedo y creyendo que se acercaban las ánimas a pedirles cuentas.
También la asustaban a la Madre los ratones. A la vista de cualquier múrido insignificante se subía a las sillas chillando. Sin embargo, no le daban miedo los leones ni tampoco el Nuncio.
Padece de desmayos y males al corazón que la dejan sin habla. Al poco de tomar el velo, empiezan a hacer acto presencia tanto la epilepsia como el mal de ijada que le afligieron toda su vida. Pero a sus males y dolamas nunca lo da importancia ni dramatiza cuanto le ocurre. Dotada de un sentido del humor cazurro sabe reírse hasta de su propia sombra. Las actas que narran la peripecia de esta singularísima personalidad hispana camino de la santidad son una secuela de aventuras ocultas en el mundo interior que remedan los libros de caballería los cuales ella tanto gustaba de repasar en la adolescencia. Una misteriosa fuerza guía su alma apercibiéndola hacia un objetivo de gloria que alcanza por senda de abrojos y de padecimientos. La salud no era buena y acaso padeciera de gota coral. En uno de sus ataques la dieron por muerta pues yació cuatro días de cuerpo presente, y, con la sepultura abierta, y esperando las exequias que le habían aparejado sus compañeras de la Encarnación, se salvó gracias a su padre que aplicó una candela a la nariz por ver si respiraba. Don Alonso había ejercido la medicina en Toledo y sospechaba que lo que tenía su hija predilecta era un como profundísimo. Pues tenía pulso la “difunta” u a grandes voces para
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que le oyeran todas las monjas que cantaban las letanías del oficio de los muertos:
—“Mi hija no está para enterrar”.
Por lo común, los hebreos castellanos durante la edad media eran médicos y cirujanos. Recuérdese que el abuelo había sufrido proceso el 1497 por judaizante de acuerdo con lo que revelan las actas de la Inquisición de Toledo. Fue condenado y más tarde habilitado pero toda la familia se desgaja: una rama salió para Ávila y otra para Tordesillas. Algunos primos quedaron en Toledo. Ya estaban en Talavera, cuando ella va desde la Encarnación en romería a Guadalupe a hacer una ofrenda a la Virgen por sus hermanos que emigraron a América. A sus parientes talaveranos visita y es por ellos muy agasajada. Allí profetiza a una de sus sobrinas que un día profesaría en el convento de Toledo. Por la Ciudad Imperial siente una predilección especial. Era lugar de sus amores. No se puede decir lo mismo de la ciudad de su nacencia, a la que aborrecía, aunque no tanto como a Segovia, la villa hermana, que se la atragantó desde el principio pues en ambos pueblos le tocó mucho que sufrir. La rivalidad de ambas ciudades gemelas, los dos altos cotarros de Castilla la Vieja, sigue al día de hoy, sobre todo cuando el Ávila y la gimnástica Segoviana se enfrentan en el derbi de rivalidad local. Algo vale que el día de San Segundo los canónigos del cabildo segoviano son invitados por el obispo abulense a merendar y estos ultimo hacen lo propio invitándoles a comer cochinillo en Segovia el Día de San Frutos.
—“Ni el polvo de las zapatillas”— llegó a decir de la Ciudad del Acueducto en una ocasión, cuando las malas lenguas la acusaban de que tenía a san Juan de la Cruz, su capellán y ayudante en tareas fundacionales y al que ella llamaba cariñosamente, a causa de la corta estatura del autor de “Llama de amor viva” medio frailico, por amante. A Teresa le salían novios por todas partes. Cumplió el propósito. Teresa a Segovia nunca volvió.
Al cabo de un año en La Encarnación, no le prueba ni el clima ni la comida ni el ambiente de la comunidad (las calzadas andaban
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a la greña unas con otras) vuelve a caer mala, y don Alonso ha de sacarla de nuevo pues su salud se agrava. Habían oído hablar de una famosa saludadora o curandera. Seguramente sería la Vidente del Barco de Ávila, la que trató al Emperador camino de Yuste y al que prometió cuando ya estaba casi al pie de la sepultura largos días y anunciándole que no dejaría este mundo “sin ver colmados sus deseos de ser coronado emperador en Jerusalén”. Murió el augusto personaje, que venía de vencida casi a los pocos meses, pero ello no era óbice para que esta pitonisa gozara de gran fama y dinero en el contorno, pues percibía fuertes cantidades de dinero por sus oráculos y consultas. Seguramente era una judía conversa de la calaña de Celestina, versada en las enseñanzas del Jeziráh18. No fue escaso en este tiempo el grado de virtud y de fe pero tampoco menguaba la superchería, las habas, la guija y los agüeros. Los curanderos, tanto o más que ahora, estaban de moda. Para curar el mal de ojo, profetizar el porvenir, y hacer limpiezas exhaustivas de las fuerzas negativas. Sus procedimientos quirúrgicos y las recetas eran asaz traumáticos, pues, en vez de sanar, ayudaban a morir a los enfermos que caían en sus redes. Prescribían rabos de lagartija, apósitos con pieles de conejos desollados vivos, electuarios basados en lechuga en pisto con picos de lechuza y uñas de jabalí y astas de rinoceronte, la “Viagra” de entonces, que es lo que se dio a Carlos V para remediar sus impotencias. La compostura de los huesos partidos era singularmente dolorosa a fuerza manipulaciones y estirones de los miembros lisiados. Caer en manos de estos matasanos era como sentarse en el potro del tormento, para, de remate, acabar descoyuntados. Porque si alguna vez curaban a alguien era más de resultas de la autosugestión que de los conocimientos mecánicos los tales galenos.
Se encaminaron hasta este lugar serrano Teresa y una monja de la Encarnación, Juana Suárez, que la cuidaba pero, al no ser temporada de floración, había que esperar a la primavera para obtener un tratamiento con las hierbas del campo. Deciden quedarse en la zona
18 Jeziráh: libro cabalístico que enseña a los iniciados a hacer milagros.
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durante la invernada en espera de que el clima de Gredos pudiera beneficiar a la enferma. Posan las dos monjitas y la criada en ca su hermana. La enferma en este tiempo entretiene sus ocios convalecientes leyendo el “Abecedario espiritual” del Padre Osuna, un libro iniciático para los que querían buscar a Dios dentro de sus conciencias. No hay que salir fuera sino entrar, abandonarse en sus manos, volver a la infancia espiritual, dejando todo de su omnipotente mano y que Él haga el gasto. No hay que ir muy lejos para encontrarlo, porque está dentro del alma, según la tesis del franciscano, sospechoso de iluminismo en su día. La perla escondida se encuentra en nuestra alcoba. Sólo hay que barrer un poco debajo de la zofra, como la mujer del Evangelio. Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.
En abril de 1539 se pusieron en marcha:
Lleváronme con harto cuidado de mi regalo mi padre y mi hermana y aquella monja mi amiga que había salido conmigo y era mucho lo que me quería.
La conducen a un pueblo de la sierra por nombre la Aldea de la Cañada a la espera de ser recibidos por la curandera de marras, experta en pócimas y otras hierbas que por poco la envenena, amén de descoyuntarla, con sus ungüentos a la pobre Teresa, por medio de plantas. Empeoró. Sin embargo, nunca hay mal que por bien no venga.
Entretiene la espera la enferma con la lectura de una serie de libros que un tío suyo residente en Beceras le proporcionó. Este personaje que hace las veces de rabí o maestro interior va determinar el giro de su espiritualidad. Entre los manuales aportados, se encuentra el “Abecedario de Osuna”19 que luego sería expurgado en el Índice de la Inquisición. Sería prohibido. El propio autor acabaría encausado, como sospechoso de iluminismo. En él aprendió la oración de recogimiento y de quietud. Hay otro libro importante en los inicios de su vida de oración que preconizaba igualmente le
19 Tomó Dios este libro por instrumento de sus misericordias. Hagamos hincapié que su autor tuvo conexiones con el molinismo y estuvo a punto de ser quemado ¿Cómo entender a los conversos?
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quietismo. Llevaba por título “La subida al monte Sión”. Lo firmaba otro franciscano, Bernardino de Laredo. Su filosofía copiada directamente de los manuales alemanes y del anónimo inglés del s. XIV abominaba de la oración vocal. Lo que hay que hacer es dejarse llevar, no hacer nada. Él nos guía. Por supuesto fray Bernardino tuvo problemas con el Santo Oficio. Este libro le fue proporcionado por otro converso devoto, Francisco de Salcedo, habitual del locutorio de la Encarnación, “caballero intachable y de vida santa”. Fue mandada recoger la edición por el inquisidor asturiano Fernando de Valdés. “¿Quién la mete a Teresa en tales invenciones? ¿Para qué esos extremos y novedades de tanta oración y contemplación y andar escondida en los rincones y desvanes de la casa?”Clamaba la voz del pueblo. Era el lenguaje del qué dirán, del congenial y convencional respeto humano. Sin embargo, la voz interior le insuflaba al oído: “No temas que yo te daré un libro vivo”. La primera visión la tuvo el Día de san Pedro de 1560, Cristo le mostró sus manos y, pocos días más tarde, vio su divino rostro “dejándola tan absorta que no cabía en sí”.
Hasta entonces nadie había hablado de esto. Las relaciones con Dios tenían un sentido coral y litúrgico pero la gran aportación de los convertidos de la fe mosaica es ese voluntarismo, capaz de enmarcar esas relaciones con el dulce Jesús, en trato de tú a tú. Ya no es necesario ir a la iglesia sino que orar puede hacerse desde cualquier parte. “Entre los pucheros también anda el Señor”. El planeamiento reviste toda una carga de profundidad contra la teología del sacerdocio y de los sacramentos, pero los conversos saben reconducir esta tensión hacia una renovación espiritual exuberante de matices barrocos que contrasta con la simplicidad del cristianismo medieval, más tajante pero más humano aun a costa de sacrificar la santificación personal a la de toda la comunidad. En el norte de Europa los discípulos de Lutero hablaban del “libre examen”. Algunos predicadores, en la cuerda floja, realizan en sus sermones verdaderos encajes de bolillos para no caer en la paranoia del heresiarca agustino.
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Acompañada de Juana Suárez, la lega que le servía de dama de compañía, anduvo por Castellanos de la Cañada hospedada en casa de una hermana suya a la que amaba mucho, María de Cepeda. Empieza a experimentar los sufrimientos y angustias (“pues Dios la apretaba”) de la vía de perfección. Los efluvios y don de lágrimas que conservó toda su vida se alternaban con las sequedades y ausencias, distracciones y falta de concentración. Es una contradanza de ascensos y resbalones, de entusiasmos y desganas, aunque, poco a poco, va cobrando vigor en sus pasos el peregrino espiritual y esa comezón de amar a Dios en los hermanos.
De este camino o peregrinación hablan todos los adheridos a esa unión espiritual desde los staretzi rusos y los santones de la mandra kármica hasta los sufíes y sunníes musulmanes. Unos y otros se expresan casi con un lenguaje perifrástico de idénticos términos: castillo interior, asperezas, desprendimiento, el mundo debajo de los pies, verse a uno extraño en su propio cuerpo, hablas cósmicas, arrobamientos, la nube que flota, danzas espirituales como la de los derviches que giran y giran sin cansarse horas y horas. Es una elevación a la cumbre, en alas de lo total: transfixiones y vulneraciones, unión con Dios, un vigor recibido de lo alto que la ayuda a soportar tormentos y tribulaciones de la cama áspera y el cilicio, por la cual ha de pasar, como si se tratase de un fielato de dolor, el alma antes de llegar a esa divina indiferencia en la que da todo igual. Les es lo mismo tanto la vida como la muerte. Es lo que se conoce como infancia espiritual, la nube encastillada, la ligadura espiritual a la que se accede después de la vía contemplativa y purgativa. La unitiva constituye el remate de la singladura, el supremo estadio y final de viaje. Al pie de veinte años duró el tiempo de sequedad. Dice que en su pecho se libraba una reñida batalla para desasirse de todo y alcanzar el abandono en Dios. Piloto de este periplo por las aguas de un océano desconocido (inmensidad de Dios) particular fue aquel pariente del pueblo escondido en las montañas de Gredos, adonde había huido en busca de cobijo cuando lo perseguía la Inquisición. Fue el que le prestara los libros de oración.
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Otro de sus hallazgos fue el descubrimiento de las obras de san Agustín. El tío suyo, Pedro Sánchez de Cepeda, hidalgo que vivía viudo en Hortigosa, hizo las veces de maestro de conciencia que le inicia en la ruta de la ascesis. Acaso fuese un rabí oculto que, oliendo la chamusquina con que el inquisidor amenazó a su padre, quemó las filacterias y tomó el olivo disfrazado de arriero porque los arrieros eran todos cristianos viejos. Pues salió este señor, como ya hemos dicho, de Toledo, a uña de caballo, huyendo de los cuadrilleros imperiales.
Ella muestra desde entonces una pasión contumaz hacia los libros. Hasta el extremo de que, sin su concurso, no sería capaz de entrar en trance. No surtió ningún efecto la terapia de pócimas y de sangrías a su desmedrado organismo, aplicada por aquella sorguina cuyo nombre no se señala; enflaqueció, estaba hética hasta lo increíble y muy postrada la moza. De su salud espiritual hay que apuntar que la experiencia sería positiva y determinante. Aquel cambio de aires en la sierra duró nueve meses, los suficientes para trabar conocimiento con aquel tío suyo, que debía de ser persona señalada y que gozaba de su retiro fuera de la gran trifulca teológica que agarrotaba a España. Imaginémoslo vuelto a sí mismo. Debía de ser que, siguiendo la máxima talmúdica de no poner la vida dada por Dios al tablero por cuestiones de escasa monta, adopta este cristiano nuevo una moral de conveniencia o acomodaticia, aparentando hipócritamente que es católico. Asi que París viene vale una misa. Y en el estragal de la casa del hidalgo, colgadas de las varas del humero, habría cecina, chorizos y longanizas, maniobra de despiste para esquivar la mirada de lo que se aguarda en los aposentos de adentro, las moradas, para decirlo en el idioma de la santa. Judío fino no bebe vino ni parte tocino.
Allí, en Becedas, conoció a un cura que debió de prendarse de ella en el confesionario y que no debía de ser tan buen maestro espiritual como su tío, siendo laico. Este hombre estaba hechizado y Teresa con sus oraciones le rompió el maleficio de resultas de llevar al cuello un amuleto que le había dado su barragana. Por orden de
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la monja lo tiró al río Adaja el sacerdote, y, como por ensalmo, se deshizo el sortilegio. Moriría al año siguiente reconciliado con la iglesia. La vidente y confesanda suya así se lo había anunciado. Le tenía aprecio sor Teresa a aquel cura y no le arguye a él de pecado sino que culpa a las “mujeres que suelen ser malas”. Surge aquí, por vez primera, el lado taumatúrgico. Dios la había conferido el don de hacer milagros. Uno de los rasgos de su santidad, por el que se la compara a Catalina de Siena, la cual era también de raíz conversa. Provenía de moriscos sicilianos. Hay notables coincidencias con la mística italiana y también con la alemana, santa Gertrudis. Las tres santas mujeres fueron visionarias.
De regreso a su convento en la Ciudad de los Santos y de las Piedras, desahuciada por los médicos, como arriba se dijo, estuvo a punto de ser inhumada pero cuando ya la cera de los cirios funerarios cubría su bello entrecejo, la difunta despierta de su sueño y pregunta a su querido padre que por qué la habían despertado. Durante este tránsito epiléptico20 y en estado de catalepsia con el rigor mortis y ese aspecto de difunto que dan a veces los que padecen gota coral el que llaman padecimiento de los cesares vio el túnel del que hablan muchas de las personas que tuvieron esa misma experiencia. Salió del coma y pidió le diesen de comer. El mal de corazón y las calenturas de las que se queja en sus escritos pudieran ser interpretadas como paciente del fuego sacro, mal de san Marcial o san Antón, una erisipela muy maligna y gangrenosa, común en aquella época. No pocos hospitales fueron fundados en España para acoger a los enfermos del temible fuego sacro.
De esa circunstancia deriva la primera visión. Se le apareció Jesucristo y le mostró los monasterios que habría de fundar y que salvarían muchas almas del infierno21. Padeció, a su decir.
20 Estando apretada del parasismo.
21 Estaba al parecer tan muerta que la hubieran enterrado, si su padre no lo estorbara muchas veces, porque conocía mucho el pulso y no podía creer que estuviese muerta. Y, cuando se preparaban todos para la inhumación, respondía: esta hija no está para enterrar. Al cabo de cuatro días volvió de su sentido y hallase con la cera en los ojos, y los de su padre y hermanos, llenos de lágrimas, que la lloraban ya como muerta.
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Incomportables tormentos tuvo, la lengua hecha pedazos y mordida a causa de los ataques, toda encogida y sin pasar alimento. La enfermedad duró desde el día de la Virgen de Agosto hasta la Pascua Florida y, durante la convalecencia, permaneció tullida tres años. A este período los denomina en su autobiografía la sequedad espiritual.
Todo lo llevó con paciencia. Quería soledad y oración pero en la enfermería con tanta publicidad no había aparejo dello, matiza. Entonces se le apareció el Señor atado a la columna procurando apartarla de las preocupaciones de vana conversación.
Para reinar en el cielo hay que despreciar el propio cuerpo. Sufrir y padecer. Con dolores de parto fueron edificados los muros de Jerusalén. He ahí una manifestación del inveterado masoquismo hebreo, cosa que los españoles de ahora mismo serían incapaces de comprender22. Como Dios sabe de nuestros gustos, hiere en la coyuntura donde más duele. Ella, sin embargo, deseaba la salud. Al punto la abogacía del glorioso San José va a ser el remedio.23 Le llama su ayo glorioso, el amigo que nunca la dejará, mientras viva, en la estacada. En el puerto de las siete revueltas que enmarca su camino tortuoso hacia el Calvario el santo varón, padre putativo del Salvador, será siempre el valedor que corre en todo instante en su auxilio.
Otra información (la aportan sus escritos dejándola caer al desgaire, y como quien no quiere la cosa) es el menoscabo en que eran tenidas las féminas a la sazón. Se las hacía de menos. Los caballeros las amaban, y protegían pero no las tenían demasiado en cuenta. Estaban al brasero, bien guardadas y tapadas, pero encerradas en
22 Acá todo es padecer, no lo que queremos sino lo que nos envían.
23 Nótese la importancia del culto josefino, una devoción que habían traído los conversos. El primer monasterio que funda la madre lo erige bajo su advocación. “Este padre y señor mío me sacó, con más bien que yo le sabía pedir, no me acuerdo hasta ahora de haberle suplicado cosa que la haya dexado de hacer. Es cosa que espanta pensar en las mercedes, que Dios me ha hecho, por medio de este bienaventurado: los peligros de que me ha librado así de cuerpo como de alma. Que a otros santos parece les dio Dios gracia para socorrer en una necesidad, este glorioso bienaventurado tengo por experiencia que socorre en todas.”
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el hogar, del cual no salían más que a misa. Durante la edad media el monacato femenino sufre el acoso del machismo. El convento tenía algo de harén y de cárcel de amor. En su visión del infierno se le mostró a la Santa cómo este lugar era el abrevadero donde caían las almas de monjas y monjes. La reforma carmelitana tiene por objeto evitar que esos centros de oración, donde antes se guardaba a las pecadoras públicas degenerasen en prostíbulos. Y lo consiguió.
Encontramos en la fundadora la plenitud de un feminismo incipiente de fervor católico que explica la razón por la cual las españolas empezaron a dejar la cocina tan sólo fuera camino de la iglesia. Todavía mantuvieron el velo pero ganaron consideración y aumentos como amas de gobierno. Unas cuantas alcanzan grados de bachilleras y van a la universidad. Teresa se convierte en paradigma de mujer de rompe y rasga representante del ordeno y mando a lo divino. La religión sólo era un pretexto para largar amarras, pues, bajo los auspicios del glorioso patriarca José que le concede todo, nunca niega nada, acaba saliéndose con la suya. Apuntamos aquí uno de los enigmas de este corazón encastillado en la virtud que suscita ternuras apasionadas, toda vez que espantos y prevenciones, por sus batallas contra el diablo, celoso de que le arrebatase sus presas, por sus milagros y curaciones extremas. En su personalidad conviven sin aspavientos la cordura doméstica y el fervor de andar por casa con la locura de las visiones y las levitaciones. Los rusos la llamarían una yurodivia24. Estaba anegada dentro de Jesucristo en quien ve no sólo el esposo sino un auténtico libertador. El gran Eleuterio de las mujeres subyugadas. Las simpatías y los odios que suscitaran los libros y la personalidad de la Mística Doctora, que nunca dejaron insensible a ningún hispano, prosiguen hasta la fecha. Sus mentores fueron los miembros de la nueva burguesía de orígenes oscuros, y los detractores la miran con recelo por la falta de alcurnia. Dos ideas irreconciliables alentaban bajo un mismo pecho.
Ella era una mujer de fe. Infatigablemente “tenía puesta la mano en la aldaba del corazón”. Sin embargo, el maligno que no descan24
Dementes del Señor
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sa, infatigable en sus mañas, trató de desbaratar su entereza por lo leve. A medida que fue ganando bríos en su convalecencia parece ser que, siendo una costumbre muy social en Ávila por tales calendas las visitas a los conventos25, Sor Teresa se aficionó a dar palique a sus muchos admiradores espirituales, tras la reja del locutorio, pero en una ocasión, al pasar por la portería del monasterio de la Encarnación, tuvo la visión imaginaria de Jesús atado a la columna llagado y con un brazo hecho girones que, al cruzar hacia el refectorio, la miró, haciéndola recapacitar en su actitud, y dice el biógrafo que estas distracciones inocuas en apariencia representaban los riesgos del pecado mortal porque el “alma iba de pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad y de ocasión en ocasión”. Tan fuerte fue la experiencia de tal visión que mandó pintar la representación de aquel Ecce Homo que figuraría muchos años junto al torno del convento de San José. Otra vez, durante la visita de un hombre, vio cómo venía detrás un ser monstruoso. Era el diablo que se había disfrazado de sapo. Lo tomó como un aviso del cielo y a partir de ahí dejó de dar vía suelta a sus antojos. Jamás olvidaría aquel beatífico encuentro con el Cristo de los Azotes.
Nunca cometió pecado mortal ni cayó en la impureza, conservando para siempre el galardón de la doncellez aunque en el corrillo de sus adoradores suscitara pasiones que nunca se podrían calificar de santas26. A pesar de lo cual, lloraría estas faltas leves como si fueran desacatos terribles durante sus días penitenciales, siguiendo el ejemplo de Magdalena, san Pablo, el Rey David, del que también fue ferviente devota, o María Egipciaca, san Martiniano y otros muchos padres del yermo.
En el Libro de Su Vida encarece y exagera estas culpas que debieron ser banales pero que repugnaban a su alma perfecta y llora
25 Los galanes de monjas eran una institución merodeadora de conventos durante la edad media y en esta costumbre se centra el argumento del Tenorio.
26 “La verdad es que de todas sus faltas y culpas no fueron más que alguna liviandad en las conversaciones y pláticas del tiempo que fue seglar y ahora, siendo monja, la tuvo también la mano poderosa del Señor, para que no le ofendiese gravemente ni se viese jamás en desgracia ni enemistad suya”.
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como gravísimos delitos insignificantes y expía con aspérrimas penitencias. Explica Yepes que solía llevar bajo la camisa un “cilicio” de hojalata que trucidaba sus carnes y, a causa de las disciplinas, tenía llagadas las espaldas. Imitando a algunos santos se arrojaba, el cuerpo desnudo, sobre una zarza, o se encamaba entre matas de ortigas. Un día se le apareció Nuestro Señor para encarecerle de no andar al locutorio: “no quiero tengas conversación con hombres sino con ángeles”. Así de claro y tajante.
El cúmulo de penitencias debió de exasperar a algunos de sus paisanos. No paraban de murmurar tachándola de mojigata y ponían el ejemplo de una tal Mari Díaz que en aquella ciudad gozaba a la sazón de fama de santa sin que se tuviere noticia alguna de arrobos y de visiones intelectuales. Algunos de los confesores a los que consulta no sabían distinguir si eran trazas diabólicas cuanto le ocurría o verdaderas inspiraciones de la gracia santificante. Sufre horrores al no poder recabar un parecer seguro. El provincial de los jesuitas, Francisco de Borja, de visita por aquellos días en la ciudad, le saca de dudas. Era un hombre principal “buen servidor de Dios”, letrado, como le gustaban a ella los guiadores de almas. Sin embargo, el mejor espolique que tuvo en esta escalada de la perfección era el propio Cristo que a solas la hablaba. Unas veces, se le aparecía atado a la columna y, otras, sin verle, escuchaba la Santa su voz y sentía su presencia.
Estando un día del glorioso san Pedro en oración vio cabe sí o por mejor decir sintió a N. Señor y veía que Su Majestad era quien la hablaba no porque le viese con los ojos corporales ni menos con visión imaginaria sino porque el mismo Señor le daba a entender que estaba allí pero sin mostrársele.
Con la llaneza, conque cuenta sus embelesos, incluso los más recalcitrantes, tendrían que rendirse a la veracidad. Es un corazón que habla, el de una pobre “mujercilla flaca y ruin y temerosa como yo” y no parece envuelto, habida cuenta de la cordura de la santa, en fantasmagorías y alucinaciones.
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Sus confesiones manifiestan sabiduría y familiaridad en el trato con Dios. Conque, unos días las visiones son imaginarias y, otras, reales como la que refiere en el capítulo XXIX de su “Vida” refiriendo su acorralamiento e incomprensión:
Vime estando en oración en un gran campo a solas, alrededor de mí mucha gente de diferentes maneras, que me tenían rodeada, todas parece que tenían armas en las manos para ofenderme, unas, otras, dagas, otras, lanzas, otras, espadas, otras, estoques muy largos. En fin yo no podía salir por ninguna parte sin que me pusiese a peligro de muerte y sola sin persona que hallase de mi parte. Estando mi espíritu en esa aflicción, que no sabía que hacer, alcé los ojos al cielo y vi a Cristo27 no en el cielo sino bien alto de mí en el aire que tendía mano hacia mí y desde allí me favorecía, de manera que ya nada temía a la otra gente, ni ellos, aunque quisieran, me podían hacer daño.
Nada podrá el mundo contra la virtud aunque parece que tengan todas las armas de su mano. Dios lo puede todo. Fue la peor persecución que tuvo y venía de parte de amigos y parientes en su ciudad natal, pero de Jesús también decían lo mismo en Nazaret sus paisanos. ¿No es este el hijo del carpintero? Esta idea de la divinidad socorriendo al pobre y al desvalido es una constante soteriológica de raíz profundamente cristiana y es la filosofía central del canto del Magnificat. El demonio quiso contrahacer tales visiones haciéndose pasar por el Señor, pero, por ciertas señas, colegía que la luz no era la misma ni la majestad aterradora que inspira el Salvador de los hombres pudiera alcanzarla el Pateta con sus mañas. Dichas declaraciones son una demostración apodíctica de las ardides malvadas del Príncipe de las Tinieblas con sus marcadas tendencias a seducir, pues se hacía pasar, en el paroxismo de la impostura, por sensato. Por eso le llaman separador y mentiroso: δίαbλος (el que enfrenta a unos con otros) Porque el ángel caído presume de lo que carece. Los santos poseen un olfato especial para advertir su presencia.
27 Lo vio en carne gloriosa
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Ella fue una de las pocas personas privilegiadas que han visto al Señor y tanto impresionó su imaginación que encargó a un pintor de cámara, Juan de la Peña Racionero, salmantino y amigo suyo, que plasmara aquella imagen en un cuadro.
Estas mercedes divinas, en que su Amado se le mostró en su naturaleza radiante, con el diablo intentando contrahacerlas, reconducirlas, o imitarlas, porque algo temía y quiso llevarse el gato al agua, duraron tres años. Al cabo se le apareció aquel famoso serafín, pequeño más que grande, que esgrimía un dardo de fuego con que horadaba las entrañas, penetrando con placer y al mismo tiempo con dolor. La descripción de esta visión tiene todavía intrigados a los estudiosos de la psique humana. Es evidente que hay en el retrato del serafín aspectos que ladean lo venéreo. En cualquier caso, el erotismo del relato con que se describe la visión del heraldo celestial y cómo la trata, parece innegable. Un confesor, esta vez jesuita, le ordenó, bajo pena de excomunión, de resistir a tales visiones por sospechar de demonio28. Y aquí tenemos a la pudorosa penitente, por su voto de obediencia, observante de las recomendaciones de su director y en cumplimiento de lo que su padre espiritual le ordena, que cuando ve acercarse el demonio a su aposento le hace una peineta. “Yo le daba higas en sintiéndolo venir”. Pero en ocasiones y como ella cumpliera a rajatabla los consejos del Padre rector—tremendo error— no era el tentador quien se acercaba sino su amado Jesús “que reía contento” viendo a la vidente afanada en hacer el signo del macho cabrío con los dedos.
Debía de sentir escrúpulos porque llegó a pensar que se estaba burlando de su mismo Dios y Señor con tales gestos, más propios de verdulera del Mercado Chico de los martes, que de monja recoleta de la Encarnación Calzada, pero ella se debía en, para, y por entero, a la obediencia. Le pedía, al verlo tan lastimado, que la perdonase, puesto que lo hacía en aras de sumisión a la voluntad de un superior, pues para ella el confesor era el representante de Dios en la tierra.
28 Le mandó que le diese higas y que se santiguase cuando se le representase un espectro.
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Y pudiendo su Majestad dar luz a los confesores para que conociesen que era él, el que tan amorosamente se aparecía y regalaba a su sierva, permitió que en esto se engañase, para que se entendiese que en esto eran hombres, y ella más que mujer, pues probada con tan rigurosos mandatos, obedecía como un ángel, no paró aquí su trabajo, que, como los confesores, habían aferrado en que era demonio, no se contentaron con las pruebas que habían hecho, sino que trataron también de quitarle la oración. Y de esto escribe la santa que se había enojado Cristo, y les dijo, que les dijese que aquello era tiranía.
Sintió la llamada y la siguió pero nunca pudo desceñirse del talante de la astucia. Sus reacciones aparentan candidez pero en todas ellas hay una intención secreta para defenderse de las imputaciones de superchería. Era tiempo de videntes y de pitonisas. Por doquier afloraban monjas extáticas y vulneradas, enajenaciones y raptos a cargo de la gente simple, que, sin conocer el Evangelio del todo, se apasionaba por todo lo relacionado con la teología. Ella pone, para guardarse las espaldas, en boca de Jesucristo, que se le aparece, algunos reparos a los confesores díscolos que la hostigan y maltratan o simplemente sospechan. La confesión auricular viene a ser una prolongación del brazo largo de la Inquisición, genial método de control de las conciencias. Consigue con sus añagazas burlarlos o encandilarlos. Aquí se manifiesta el talante libérrimo e independiente de esta mujer que acaba casi siempre saliéndose con la suya. Era muy santa pero también muy lista. Siempre da muestras de su ingenio y de sentido común, nunca de torpeza, y tal vez esto prueba que Dios estaba con ella. Argüida de embustera, y menudeando las críticas contra su persona, no merma por ello su deseo de sumirse en el inmenso mar del amor. Orquesta la huida hacia delante. Teresa se desentiende, se ensimisma, no hace ni caso.
Para vencer al príncipe de las tinieblas, a menudo embutido en un roquete de clérigo que se sienta en el fielato de pecados y penitencias, “traía siempre conmigo una cruz”. En ella aparecieron un
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día misteriosamente tres gemas preciosas, para maravilla y embeleso de algunos lapidarios que no pudieron explicar este desacato a la luz de la razón y lo atribuyeron a práctica diabólica. Ella ganaba la partida al tentador al grito de “vade retro”. Cristo en persona le había regalado una cruz de su divina pasión con un engaste de perlas preciosas.
Las dudas se prolongaron durante casi tres lustros; al cabo de este tiempo de prueba, durante el cual el Maestro de Justicia acendraría su virtud como el oro en crisol de platero, aflojaron las dudas y embelecos. Cesaron las hablas, Ávila se volvió muda después de los trastornos que conmovieron a la villa con motivo de sus trances, remitió la general hostilidad que habían suscitado sus intentos de reformas. Le quedaban otros muchos bancos de pruebas, sobre todo Sevilla, donde la tribulación fue aun mayor, porque allí estuvo a punto de seguir los peldaños del cadalso, émula de otra veora famosa, Magdalena de la Cruz, que quemaron por impostora. La santa siempre siente escalofríos al recordar los ardores del sol andaluz que estuvieron a punto de abrasarla y de perecer su reforma. Por el momento, entre sus paisanos, enmudeció el vilipendio de los detractores, “subió la luz a su lugar, que deshizo la niebla, declarase la verdad” y Teresa no volvió a ser importunada. A partir de ahí comienza un trienio glorioso de celestiales dádivas (levitaciones, arrobamientos, visiones intelectuales e imaginarias, transfixiones) Se le aparece Cristo en persona, varios ángeles, la mayor parte de los profetas, san Martín y san Andrés y a santo Domingo de Guzmán al que vio en una cueva de los desmontes sobre el Eresma, y que todavía hoy se conserva como sede de una universidad segoviana muy cerca de la cuesta abajo del convento descalzo que fundara ella en Segovia y donde santa Teresa bajaba a oír misa. Gozó de la presencia de estos seres extraterrestres con evidencia que llaman los teólogos “atestiguante”, que es un grado menor que el que se permite a los bienaventurados que rodean al Padre en cuerpo glorioso. Subió con san Pablo al tercer cielo, y así nos lo dice; describe a la Trinidad representada por un hermoso mancebo, unas veces, y, otras, como
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una paloma, pero no como las de la tierra, sino mucho más blanca, y con tres joyas preciosas refulgiendo, al batir de sus alas.
Explica cómo puede ser esto con la parábola del agua que siendo de naturaleza pesada y material al contacto con el fuego se vuelve nube. Así el alma que ve a Dios se transforma, tiende a levitar, a perder los estribos y soltar las amarras que la constriñen a la materia, y empieza a subir a una atalaya desde donde se descubren las laderas del principio y del fin. La personalidad se desdobla, los cabellos se erizan, el aliento pierde huelgo, las canillas parece que se parten, el corazón de ternura se esponja y las piernas flaquean bajo el dominio de la celestial embriaguez.
Los raptos le dejan sin sentido y duran horas, hasta días enteros. El propio Padre Yepes asistió a algunos de ellos y así lo hace constar en su biografía. La madre fue izada de repente hasta la altura de una de las ventanas del coro, tras recibir la comunión y quedó en transporte; su cuerpo se mecía como partículas de polvo en suspensión bajo la caricia del sol oblicuo que penetra en una sala, o plumas en las alas del viento. La frenología es aun ciencia en mantillas y puede que esta quiebra momentánea de las leyes de gravitación universal pueda ser explicada por alguna causa psíquica aun sin descubrir. Hay conductos de la mente, (y en el cerebro humano todo es químico), que yacen oscuros. No se ha descubierto todavía la causa por la cual los sonámbulos son capaces de andar kilómetros sin perderse o los beodos aciertan en el camino de retorno al hogar teniendo enajenados todos los sentidos. ¿Tuvo que ver la gota coral que padeció desde niña con estos trastornos y elevaciones?

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1) Una frágil salud de hierro. Los éxtasis mejoraban su condición.- 2) El diablo termina por cansarse, en su afán de dar a la Santa carena. Sin embargo, en su ciudad natal la ponen motes; la llaman maga, jorguina, histérica.- 3) Quibla coránica. Moriscos y marranos siguen practicando en secreto sus creencias.- 4) El cisma luterano.- 5) Símbolos y picotazos del águila calva de las Rocosas.- 6) Telequinesia. Familiaridad con ángeles y con santos. Comunicados con el más allá. Estuvo junto a su hermano Rodrigo confortándole en los últimos momentos mientras agonizaba en Buenos Aires a causa de la flecha de un ataque indio ¿por un prodigio de bilocación?- 7) Llevó a Jesucristo esculpido en los senos.- 8) Expurgos y milagros.- 9) Los clérigos al principio pusieron en duda sus locuciones con el cielo.- 10) De lo que le aconteció durante una sermón en la iglesia de los dominicos de Santo Tomás de Ávila.
Por aquellos días, la noticia de todos estos sucesos pasmosos que ocurrieron en el convento de La Encarnación tuvo a la ciudad en vilo. Fervores y recriminaciones se alternaron, dividiendo a los abulenses en dos bandos. Más tarde también España quedaría seccionada en dos facciones por causa de esta santa como hemos visto en la gran polémica sobre el compatronato, piedra de escándalo de
CAPITULO III
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la católica nación durante el s. XVII, hasta el punto de que ella misma pidió al Señor que no le granjease aquellas mercedes que ponían su nombre en entredicho. Ella no quería ser centro de atenciones. Parece ser que sus plegarias encontraron acogida allá en lo alto y no volvió a experimentarlos con la misma frecuencia e intensidad de antes. Sólo lo sintió por una cosa, pues dice que durante los raptos cesaban al punto todos los dolores de su cuerpo. Está demostrado que, cada vez los tenía, su salud mejoraba. Cuando desparecieron las visiones, volvieron los achaques. Entre el vulgo, unos la adoraban, otros condenábanla por hechicera y farsante y algunos la compararon con alguna de las hechiceras, ensalmadoras, videntes tan populares en la época de Felipe II. Con lo que, habiendo cesado los arrebatos espectaculares, el vulgo, que es de habitual condición murmuradora, empezó a dejarla en paz. Y esto es lo mejor que le puede ocurrir a un verdadero místico, siempre en guardia contra la publicidad. A la Madre le gustaban poco las cosas de la tierra, lugar de destierro pues, como aseguraba ella, el paso del alma por este mundo no es más que una mala noche en una mala posada, y, de posadas incómodas y de posaderos malsines, ella sabía un rato, a efectos de su trajín andariego por tantos andurriales. Al fin obtuvo señorío sobre los diablos y las cosas del mundo “que no se me daba dello más que de las moscas”. Volvió a las soledades claustrales y se convirtió en ese pájaro solitario sobre el tejado que cantara el Rey Poeta: “Vigilavi, factus sum sicut pásser in tecto”29, para gozar de esa forma más del Esposo a sus anchas.
Todo cuanto cuenta y cómo lo cuenta responde a ese concepto especial que han tenido los hispanos, nacidos en un solar que ha sido caleidoscopio de razas, de cristianismo táctil, humanado, sensual, con todo el recargamiento barroco en su espiritualidad exuberante, de retablos que estallan y se retuercen en columnas salomónicas y enramadas de parras de corinto, de nazarenos compungidos, vírgenes traspasadas de siete cuchillos, portando en andas, angelitos que vuelan, y toda una cargazón y granazón simbólica de la prosa mística que es como un estallido.
29 Quedé vigilante como pájaro encaramado en el tejado.
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Dios entrará por los sentidos, apela a los ojos a los oídos y al tacto. Es un Dios sensual y encarnado. Nunca conseguirán entenderlo los musulmanes ni los judíos que no se atreven a pronunciar el nombre de la divinidad porque les da espanto. Se trata de una forma de concebir la religión más visceral que racional, donde el dogma se vuelve espectáculo y auto sacramental, para confutar el error, para arrancar las malas hierbas que crecían en este jardín espiritual de la Piel de Toro y para ahogar los resabios del fanatismo sarraceno o alzarse sobre la ostentación exhibicionista del converso, que tuvo que aparentar y abjurar de su vieja Ley en público, por más que de puertas adentro la siguiera practicando. Poco sabemos lo que ocurría dentro de los patios, pero las longanizas colgaban en el estragal y las santas imágenes velan sobre los arcos cimbrados de las portadas. Mientras, ladinos, decían aquellos cristianos nuevos, para su capote, que las imágenes no eran más que trozos de piedra o escayola y las cruces dos leños entrecruzados Se da la circunstancia de una doble fe, se impone el doble juego. Una doble personalidad. Bajo este caparazón de acomodo con la boca chica a las verdades y mandamientos de la santa Madre Iglesia –con la grande algunos se carcajean o pretenden volverse más papistas que el Papa- subyace una obsesión por los dineros de San Pedro, las anatas, estipendios, las donaciones por encomendar a los difuntos, el diezmo y la primicia y las rentas que hicieron posible esa plenitud.
Los sarracenos que solían morar en las casuchas en torno a la iglesia de Santiago, reducto morisco en la Ávila coetánea a estos hechos, seguirían practicando en secreto sus ritos: cuatro prosternaciones diurnas y la llamada al azalá en que el almuédano convocaba a los creyentes a la oración del “izdán”. Su voz quedaría ahogada por el tañido de las vibraciones del bronce en los campanarios cristianos convocando a vísperas Con todo y eso, los fieles al Profeta, que programaba un código de vida más fácil porque demandaba menos renuncias y prometía y permitía el deleite, el paraíso de Alá para los fieles y el infierno y la muerte eterna para el infiel, seguirían aferrados a sus viejas prácticas. Es un credo el suyo más fácil
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de aguantar, halaga los sentidos e incluso deja algunos cabos sueltos a la hora de pactar con los bajos instintos. De origen selenita es la mentalidad del Corán en cuyas páginas la luz del sol parece que se refracta y rinde pleitesía a la parcialidad. Eligieron por día santo el viernes que era el dedicado a Venus en la antigüedad. Por eso el moro puede resultar lascivo, vengativo e incluso perverso. Dentro de los patios sonarían las recitaciones anhelosas de suras alcoránicas como una aceptación del destino inexorable con miradas para la quibla medinense. Cumpliendo al pie de la letra los preceptos funerarios, seguirían orientando sus tumbas hacia el naciente y enterrando a sus muertos de medio lado. No admite réplicas. Es un lo tomas o lo dejas. Si no crees en Alá, eres un perro. Como no le adores, te paso a cuchillo. Y sus sacerdotes en las mezquitas rezan inclinados ante el libro sagrado de Mahoma, puesto debajo de un repostero verde del que cuelga una espada. Y en los cuernos de su luna apunta algo siniestro.
Con todo, no se explica el fácil arraigo que obtuvo y la súbita propagación en muy poco tiempo por la Ecúmene (mundo conocido) arrebatándole clientela al cristianismo y espacio vital. Hay quién ve en esta excepcional divulgación del credo muslímico una punición divina por los pecados y desavenencias de los visigodos enzarzados en querellas, un castigo que vino de arriba para los arrianos, lascivos, litigantes, murmuradores y envidiosos, y recontrajodidos. Y, a pesar de todo, bajo esta complicada parafernalia late - y aquí viene otro de los enigmas- un anhelo de evasión de la realidad, en menoscabo de las cosas del mundo, que son perecederas. Y el enigma puede explicarse por una serie de claves biorrítimicas. España, en estado de éxtasis, un fenómeno psíquico que parece una desconexión con la inteligencia, se había convertido en símbolo de la victoria de la cruz, cuando sobreviene el cisma luterano. El triunfo sobre el elemento semita había costado ríos de sangre desde Guadalete a Santa Fe, varas y varas de tela para los crespones de luto, mares de lágrimas. Ocho siglos de pelea. La reconquista es un tiempo enardecido. En ninguna otra época ni en nación alguna se
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había producido un triunfo tan rotundo de la cruz sobre la media luna. Esto no se lo perdonarán a nuestra España los que aspiran a un gobierno mundial. No olvidarán que aquí sufrieron una derrota las Fuerzas Invisibles. España aplastó los candelabros bajo el casco de los caballos de sus guerreros. Hicieron trizas los triángulos y mandiles de la masonería
El águila calva de la Unión norteamericana es calco simbólico del águila caudal castellana, la que vio el evangelista en Patmos cuando escribía el Apocalipsis; el ave genial, multípara y nutricia de pueblos, que campea en el escudo de los Reyes Católicos, ostentando en el pecho los escudos de los siete reinos y debajo, cabe un flanco, el yugo de la labor y las flechas del poderío. Los americanos mimetizaron la enseña imperial castellana. Se ha suprimido en el lábaro estadounidense el yugo que unce a una empresa común, sustituyendo al amor por el miedo, como si dijéramos. Al águila calva de las Rocosas se la alargaron las garras que aprieta en sus zarpas como si fueran misiles en su aljaba, mientras el pico es más curvo y pugnaz, apéndice de un animal carnívoro con ojos que amenazan y fulminan como los del basilisco. Son dos formas diferentes de concebir el señorío. Mientras el ave rapaz de Patmos acoge a los pueblos bajo sus alas, el águila masónica de Jefferson los devora, pero también el águila calva de las Rocosas caerá un día abatida a los pies de su ballestero correspondiente.
La hija de los Cepeda viene al mundo sólo unos meses más tarde de fallecer Fernando de Aragón, artífice de la unidad patria, en el seno de una familia de sangre nueva, pero que siente en sus venas la pulsión de ese ardor mesiánico de Israel, injerto a la cepa hispana. Ese fue un poco nuestro triunfo de gloria y nuestra gala y ahí reside una de las claves para explicar el mito teresianista: que las tres culturas en la personalidad de esta humilde monja, tan debatida en su tiempo, se transfundan y adunen. Nunca pudo sonar con más propiedad que aquí el dicho de “ex pluribus unum”. Cuando yo muera todo lo atraeré hacia mí que dijo Cristo. Ese es el sueño. Y, —atención— la enajenación de todo un pueblo fuera de sí y
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adorando al verdadero Mejías, Jesús de Nazaret, que mejoró la ley de Moisés y de Mahoma, supuso un esfuerzo tamaño, que deparó nuestra decadencia. Mi reino no es de este mundo. Ahora de lo que se trata es de invertir todo ese orden sustituyendo el empeño de sueño mesiánico en la tierra que simboliza el águila de Patmos, elegida como representación de España, por la pesadilla en que viven nuestro país: los hombres y mujeres de bien. Su hermanastra el águila calva de las Rocosas nos amenaza. ¿Querrá consumar la tarea que empezó la masonería en 1898? Sus revoloteos en semicírculo ceñido sobre la geografía patria, disgregada por las autonomías y por la resurrección forzosa de lenguas regionales –regurgitación, más bien- olvidadas, que, en lugar de unir, separan, avisan de un ataque contra el orden católico. Quiere también esta ave rapaz a la SRI entre sus garras. Nos tenían ganas. Ya está visto. Por el momento es intensiva su labor de zapa en las cavas vaticanas. Nunca perdonarán tampoco a Teresa. Las visiones, una suerte de entrada en el mándala, el círculo blanco de los hindúes y en ese estado sobreviene el crepúsculo del pensamiento, y al que se extasía ya todo le da igual porque alcanzó las cumbres de la indiferencia, desasimiento, desapego, que tuvo la Santa a los no iniciados, les sonarán a extraña algarabía, porque estas cosas, al querer entablar una apologética de vivencias místicas, equivalen a un hacer la higa a la razón. Ellos dicen que vivimos en el mejor de los mundos posibles y más allá de lo que se ve se extiende el campo de la duda. Es decir: no hay nada. No entienden el lenguaje divino, como explica San Juan de Ávila en una carta personal a Teresa de Jesús:
No tienen razón los que por sólo esto descreen estas cosas, porque son muy altas y parece cosa increíble abajarse la majestad infinita a comunicación amorosa con una de sus criaturas. Y así he visto a muchos escandalizados de Dios en sus criaturas, y como están muy lejos, no piensan hace Dios con otros lo que con ellos no hace.
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Sin embargo, ella se interna en un inmenso laberinto de fenómenos paranormales, que constituyen casi una vivencia cotidiana, contada con la naturalidad y despejo que le fueron propios, como lo pudiera hacerlo un ama de casa que hace inventario de sus existencias en la alacena o parla de las enfermedades de sus críos. Esa era Teresa: una española que no se parece al resto, siendo toda ella tan españolaza, tan maternal, tan divina y tan humana y las cosas que dice son tan sabrosas que “no saben al entendimiento de mujer, que de ordinario suelen ser cosas rateras de poco tomo y sustancia”, agrega Yepes.
En este tiempo se consuma el matrimonio espiritual y ella navega a velas desplegadas por el océano del Verbo humanado, al que
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trata con la familiaridad de un buen marido. Cristo se le aparece en persona y le muestra un día el infierno y otro el purgatorio30. La meditación sobre los pasos de la Pasión representa para ella una fuente de delirios. ¿Realidad objetiva o proyección formal de nuestra personalidad atávica? Teresa en sus visiones corporales llega incluso a tocar con las manos los clavos y las espinas, palpa al tacto el haz de azotes o vérbera (látigos de clavos en las extremidades) conque fue flagelado el Salvador. Observa cómo comparece entre salivajos y abucheos en el pretorio. Experimenta cuantas sensaciones que tuvo aquella tarde del primer Viernes Santo en el Gólgota, escucha los diálogos de los soldados y ve al centurión nervioso, porque se hace tarde, y entiende las blasfemias en hebreo que pronunciaron los sayones. Percibe el clamor de la turba envalentonada y descreída, para, acto seguido, acudir a consolar a José Arimatea, que presencia las escenas del brutal deicidio desde lejos. Luego, en otra secuencia de milagros, cuenta con el privilegio de ver a Cristo resucitado y a los apóstoles los conoce por el nombre y por el rostro y pudo saber, mediante telequinesis mística, cómo era la fisonomía corporal de muchos santos. Entre ellos les había hermosos, guapos, feos, de aspecto horrible y “del montón”. Eran hombres y mujeres como los demás pero superdotados en voluntad para lleva a cabo su compromiso con lo que manda la escritura en grado heroico.
Hablaba por conducto del don de lenguas (glosolalia) recién otorgado con todos ellos, en arameo, en francés, en alemán, en griego o en italiano. Leía el Nuevo Testamento y hablaba en latín sin haberlo estudiado, sólo por encima. Desfilaron por su retina los diez mil mártires de la Legión Tebana. Pudo comunicarse con sus padres, don Alonso y doña Beatriz de Ahumada, que estaban en el cielo, y con su hermano Rodrigo - otro portento de bilocación-, al que ayudara a bien morir, estando a su lado en el lecho de muerte, cuando el valiente soldado don Rodrigo de Cepeda y Ahumada,
30 Hasta Catalina de Siena ningún padre de la Iglesia habla de este lugar cuya existencia se incorpora a la doctrina católica teniendo que vencer algún que otro obstáculo. Entre los ortodoxos nunca se menciona al Purgatorio.
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miembro de la expedición de Garay, expiraba en Buenos Aires, víctima de una flecha enherbolada disparada por un indio. ¡Cuánta fe!
Vivía en la amistad del Criador que invitaba a Teresa a su casa. Y a la Trinidad, siguiendo este orden de gracias particulares, pudo diquelarla. Se le apareció en forma de bello mancebo que le regaló su túnica llena de perlas, una de las cuales fue a parar a don Rodrigo Álvarez de Toledo, Duque de Alba, que la portó a manera de escapulario o detente bala en Flandes, durante sus campañas31.
El rocío celestial se desparramó por su vida y era como si llevase a Xto esculpido en sus senos. Teresa no queda libre de algunas demasías en que incurrieron no pocos alumbrados de aquella centuria que se jactaban de amar a Dios en el delirio del paroxismo de los desposorios místicos como si a un verdadero galán se tratara, hasta el punto de sentir celos de la Virgen María o de María Magdalena a la cual cumplió el honor de acariciar su cuerpo y de ungir sus pies. Eran celos piadosos, claro está, pero no por eso se desciñe toda esta atmósfera de un cálido vapor caliginoso, que causa extrañeza a un cristiano de nuestra época donde los sentimientos religiosos tienen resonancias diferentes o van por otros cauces.
Por ejemplo, cuesta entender bien aquello del purgatorio o el de las llamas del infierno, tema inagotable de los predicadores del siglo XVI, ora católicos, ora protestantes. Entonces se tenía a la divinidad acotada, para consumo propio, en uso exclusivo, encerrado en el Sagrario donde se reservaba el derecho de admisión. Ahora la horma es más intelectual, se siente de otro modo la presencia del Salvador en la historia aunque sin llegar al “enjesusamiento” de los reformistas que tuvieron sus precursores en los caterinati (32) y los jesnatos, movimientos místicos italianos del s. XIII. Algunos de ellos parecían locos a lo divino y proferían gritos entusiastas que hacía exclamar a algunas novicias en el coro “quiero tener un hijo tuyo” y en algunos conventos se sentían los jadeos del orgas31
La Casa de Alba es la gran mentora de la reforma descalza y secundó y pagó con dineros la rápida canonización de Teresa en 1621 contribuyendo entre los españoles a difundir el culto teresiano
32 alumbrados italianos que seguían a ka estigmatizada dominica santa Catalina de Siena
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mo místico y a otras, dominadas por pujos de celotipia espiritual, exclamaban ante una talla de la Virgen: “Tú eres su madre, yo soy su esposa”. Todo esto nos suena extraño, excesivo y de mal gusto al día de hoy. No se olvide, empero, que este es un tiempo donde la religión se mascaba e incluso las fregonas se ocupaban de disputas teológicas. Ella miraba para una de las santas mujeres con cierta prevención hasta que un día expresamente mandó a decirla Jesucristo en una de sus comunicaciones:
—A ésta la tuve de amiga cuando moré en la tierra, pero a ti te tengo de amiga viviendo en el cielo. Soy todo tuyo y tú toda mía. Yo me llamo Jesús de Teresa.
La colación o explicación de tales arrebatos parece que fue expurgada del Libro de Su Vida. Aun así, el Padre Yepes da cuenta de ellos, y comenta que el 24 de julio, fiesta de la famosa penitente, María Magdalena, siempre solía Teresa recibir gracias especiales.
A exabrupto suenan tales mociones a oídos contemporáneos, poco afinados para familiarizarse con estos agudos de la algarabía celeste. Por ello, se comprende el escandaloso impacto que debieron de provocar entre sus contemporáneos, puesto que, ya va dicho, la linea de frontera entre la aberración y la corrección se delimita mediante un muy delgado muro. A no ser por los buenos oficios de algunos prelados como Pedro de Alcántara, o del provincial de los dominicos, García de Toledo, o de san Juan de Ávila que supervisa algunas de estas visiones, o del Inquisidor Salazar, que fue lenible juez para con su persona, o el jesuita confesor suyo que la avala, o la ilustre Guiomar de Ulloa, de linajuda y piadosa casta, que la encubre, es muy probable que Teresa hubiese caído al otro lado de la cerca, o que no hubiese subido nunca a los altares, convirtiéndose en una de tantas “veoras” como había en aquellas décadas prodigiosas e iluministas de la centuria decimosexta española. Dios estaba con ella, a pesar de estos excesos. La obra de las fundaciones así lo demuestra. Fue un tejer y destejer el hilo de Ariadna, con la rueca siempre a punto, el crucifijo a mano para acometer la batalla contra una serie de dificultades de carácter diabólico y en
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cuya resolución vuelve a verse la intervención divina. Es durante la fundación de su primer monasterio cuando ha de vérselas con mayores resistencias,venidas de sus conterráneos. Se cumplió el axioma de ¿quién es tu enemigo?... el de tu oficio. Y que nadie es profeta en su tierra. Fueron los curas y los frailes (casi un centenar de instituciones religiosas había en Ávila en 1538 con una población de cerca de cinco mil personas consagradas) en comandita con un sector del pueblo los que trajeron a la Santa por la calle de la amargura. Cuando propuso a sus hermanas de la Encarnación la idea de volver a la pureza primigenia de la orden establecida por san Alberto en 1171, siguiendo el modelo de Hilarión y de Basilio, con una regla durísima que fue mitigada por Inocencio IV en 1431, algunas hermanas casi la tiran de los pelos. Iban diciendo por ahí que si estaba loca.
—Tiene ganas de figurar y recaudar las rentas de la fundación.
—Mira la beata ésta con sus arrobos.
—Eres embustera e hipócrita, tú, mosquita muerta.
Hubo de sufrir especies y puyas de esa índole. Teresa nunca perdía la calma. Una vez fue a escuchar un sermón pronunciado por un dominico en Santo Tomás. El predicador se despachó a su gusto y miraba con ojos fulminantes hacia ella, lanzando invectivas y andanadas contra aquellos que dicen ver a Dios y a la Virgen. Fingen raptos con ánimo de figurar. Traicionadas, por su soberbia, marginadas, serán anatema para la santa romana iglesia. “No se salvarán por muchos rosarios que recen. Sus súplicas serán en vano. No les servirán sus rezos de nada. Caridad es lo que han falta. Amor a los hermanos”. Suele acontecer que estos murmuradores farisaicos reclaman del otro una caridad que nunca practican ellos mismos, viendo sólo la paja en el ojo ajeno. El bueno del dominico parecía estarse predicando a sí mismo. Subía al púlpito para escucharse y, recomendando la caridad y el amor fraterno y otras virtudes de las que hablaba, seguramente no las ponía en práctica.
Una hermana de la Santa que la acompañaba a aquella novena se revolvía en su banqueta, cerca del hachero, enfurecida por las
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andanadas contra la profesa lanzadas por el fraile déspota, por no increpar al predicador, se levantó y salió de la iglesia. Sin embargo, la aludida escuchaba con atención y compostura, como si las invectivas y anatemas que lanzaba aquel energúmeno no fuesen con ella, aceptando con humildad el mortificante varapalo. La soberbia e impertinencia es mal arraigado que arranca de muy atrás y suele encaramarse a los púlpitos. Es liendre de las sacristías y polilla de los monasterios. También se cuela el viento diabólico por las rendijas de los confesionarios. Con el mismo tesón hoy que ayer y, para escándalo de fieles cristianos. Se percibe un cierto abuso de poder, falta de tacto en estos priostes echacuervos que más que ejercer su ministerio ostentan una poltrona. Peroran y catequizan sin ton ni son, émulos de Fray Gerundio de Campazas, parecen jatibes o imanes -los moros no sólo trajeron a España las jotas sino también los púlpitos a la religión- fundamentalistas... pero no del verdadero fervor cristiano sino que predican los derechos humanos, la filantropía y un materialismo táctico que ordena dar cobijo a los millones de desplazados de las guerras que organizan las fuerzas oscuras en paises como la desgarrada Siria que fue la primera nación catecúmena. Estos pobrecitos son las víctimas sacrificiales de las contiendas de Obama, en su apoyo incondicional al estado sionista. Hay en estos oradores una falta de decoro y una insolencia que tiene poco que ver, no sólo, con la doctrina sino con sus conveniencias, y, encaramados en el estrado, vociferan jupiterinas sentencias echando mano de la sociología y de los derechos humanos, que les hace semejantes a Zeus, tronitonante desde el Olimpo. Se empeñan en demostrar saberlo todo. ¡Si serán ignorantes!
A quien esto escribe, que es de siempre muy devoto del Rosario, le ocurrió una experiencia tan pesada como tuvo la Madre en 1571- esto era en la primavera del 2000- cuando un párroco que yo tenía por persona piadosa empezó a despacharse a su gusto contra el rosario:
—Aunque reces veinte rosarios al día no te vale nada- decía don Aniceto un cura de la nueva ola aunque ya no tan joven.
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Y yo quieto.
Él no rezaba ninguno porque lo había suprimido del culto por las tardes. Cerraba la iglesia. Decía que eso del rosario era cosa de beatas. Mucho me mortificó con su petulancia aquel cura, que jamás vestía de talar, y andaba por el pueblo con la boina, calzaba zuecos, como un labrantín más, y en las fiestas y romerías tomaba vasos de sidra y bailaba con las mozas. Por lo visto éste era el nuevo estilo del Concilio.
Un domingo de cuaresma dedicó más de cinco minutos de su homilía a ponerme como un trapo. ¡Trágame tierra! Yo no sabía cómo reaccionar, para dónde mirar, o dónde poner mis manos. Aquel Orlando furioso debía de haberse enterado a través de las mujercillas que le hacen corro, y don Aniceto por aquí y don Anselmo por allá, que dicen tiene buen cartel entre las vecinas y poco respeto por la mujer del prójimo, y declaró su disgusto al enterarse de que hay “uno por ahí que reparte rosarios de cuerda con sartas blancas que relucen por la noche que va a eso de las apariciones del Escorial” y eso no está aprobado por el obispo, no son benditos esos rosarios. Yo los suelo repartir entre los enfermos, y allí, donde barrunto algún peligro o añagaza del enemigo del género humano, pongo los dieces de esta sarta de cuentas maravillosas que tanto bien deparó para la humanidad. Le debió de molestar al Aniceto por creer que atentaba contra sus competencias de padrinazgo espiritual entre su grey y por eso echaba sapos aquella mañana en misa de doce. ¡Vaya por dios!
Estuve en un tris que no me levanto y abandono la asamblea en medio del Santo Sacrificio. Una fuerza me retuvo, aunque, al salir, me mojé bien los dedos y la frente en la pila del agua bendita, para espantar los malos pensamientos. Su dejadez o el poco tacto de estos nuevos predicadores de vereda echan a los feligreses de la iglesia. El maligno odia la práctica devota del Santo Rosario que salvó a la catolicidad de tantos peligros y que en muchas iglesias ya no se reza. Don Aniceto era medio tonto.
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Al igual que entonces, ahora, corren tiempos recios. El siglo XXI está pidiendo una reforma de raíz, acaso un nuevo concilio que ataje la desmesura y postración en que se encuentra la verdadera religión bajo la amenaza de sus enemigos seculares como el laicismo, la secularización y la falta de sacerdotes... Uno no puede por menos de añorar mejores tiempos cuando los fieles cristianos creíamos que nuestra religión, aunque fuésemos tibios creyentes, era la verdadera. Madre Teresa, estás de actualidad. Apiádate de la SRI e intercede por ella ante el Altísimo. Vela por tu España a la que como patrona celestial, proteges. Padeciste en tu propia carne las mismas dolencias que hoy soportamos. Estuviste sola y sin
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arrimos, pero Él estaba a la mira, velando por ti. Te guardaba. Esta protección de la divina Providencia es la que nos infunde, a muchos esperanza en esta hora difícil. Quizá tengamos que huir como tú al desierto carmelitano para encontrarnos con el rostro de Cristo. En dicha huida estuvo la clave del éxito de la Descalcez.
El demonio enredaba y la Encarnación estaba en pie de guerra contra la sor reformista. Corrían tiempos recios, insistimos, y el provincial Salazar deshoja la margarita sobre si conceder licencia de abrir una sucursal del Carmelo ciñéndose a las capitulaciones sinaíticas, o permitir una regla más relajada. María Ocampo, su sobrina, recién ingresada en el noviciado, estaba dispuesta a acompañarla en la empresa fundacional. Guiomar de Ulloa, dama principal, promete dineros. Luego se volverá atrás, cuando su confesor la niega la a absolución por andar en amistad con la monja rebelde.
Pero sigue escuchando la voz interior y ante la duda de a quién obedecer, si Dios, si a los hombres, se decide por la primera de las opciones. Guarda silencio y se somete a la obediencia de Salazar. Todo se vuelve inconvenientes y pegas. Incluso, un sobrinillo suyo, hijo de su hermana Juana y de nombre Gonzalo, recién llegado de Alba para rehabilitar una casa recién comprada para fundar, es enterrado entre los escombros del muro cuando están revocando la fachada y parte de los cimientos ceden. Lo sacan ya muerto. La madre grita desesperada y su padre, el cuñado de Teresa que es el que hace las obras, un albañil, experimentado, que había colocado las alidadas y rafas de ladrillo con buena mano, pega voces y culpa a Teresa de ser la responsable de la muerte del pequeño. Juan de Ovalle, ese era su nombre, que había venido expresamente desde Alba de Tormes, ostentaba el alarifazgo mayor para los duques. Ya era difícil que rafia por él entablada se viniese abajo. Esta claro que los diablos enredaban. Ella toma al chiquillo en los brazos, se aparta a una alcoba a rezar y al punto sale con él de la mano. El muerto había resucitado. Al poco rato empezó a jugar y hacer niñerías, según precisa el P. Yepes en su conmovedor relato. Esta anécdota no viene en otras biografías de Teresa. El fraile jerónimo en su
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biografía aduce, en cambio, que era imposible que la pared pudiera caerse, habiendo sida erigida por tapiador tan experto. Tuvo que haber intervención diabólica, pero Dios, dignándose enviar un signo a la incrédula ciudad de Ávila, demostró su cariño por la atribulada carmelita, a la que acusaban sus paisanos de ser víctima de alucinaciones patológicas. Lo que es obra de Dios perdura y perduró de forma inexplicable a ojos mundanos la obra de la santa reformista. Corrían rumores por el pueblo de que estaba embrujada y de que sus hablas con Dios y con los santos no estaban deparando sino mala suerte. Yacía al pie de la cruz de la murmuración y la calumnia, sin arrimos, pero el Señor suele andar a la mira en tales casos y sale en defensa de los débiles y humildes.
Voces tan autorizadas como las de san Luis Beltrán y san Juan de Ávila dieron sus avales y salvoconductos, certificando que los trances inexplicables no eran obra diabólica, sino signo divino, pero, en aquellos tiempos en que se cometían tantos desmanes en las calles y se hacían tantas ofensas a la religión, el que una frágil mujer se dispusiera a reformar su orden representaba una abominación para las mentes biempensantes. Mientras tanto, el Señor actuaba por otros conductos e intervino fortuitamente en la crisis de la manera más insospechada. Había fallecido en Toledo uno de los hombres más ricos de Castilla, Arias Pardo, protector eximio de la Orden y el provincial, Ángel de Salazar, le pidió a título de obediencia que acudiese allí para aliviar los duelos de su desconsolada viuda, doña Luisa de la Cerda. Es así como abandona Ávila, que estaba soliviantada contra su persona. La noticia del milagro que obró para justificarse a sí misma fue interpretada no bajo la mira de lo sobrenatural sino como un accidente y la pobre Teresa estaba afligidísima y sin saber qué determinación tomar. La mañana de Nochebuena de 1571 llega a la Ciudad del Tajo acompañada de una de sus beguinas como dama de compañía. Son recibidas ambas religiosas con no pocas atenciones. Sin embargo, la privanza que parece gozar de doña Luisa la hace ser envidiada por otros cortesanos de la casa ducal. No le gusta aquella atmósfera y piensa en la
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frase del Evangelio sobre la riqueza, el camello y el hilo de aguja. Los grandes señores no viven en libertad sino que son esclavos de sus cosas y parecen prisioneros de un círculo vicioso.
El mismo sentimiento de aversión asaltaría su alma noble y despreciativa para con las cosas del mundo en otra casa similar, la de los Duques de Medinaceli. Nunca pudo aguantar los caprichos de la princesa de Éboli. En Toledo conoce a otra colega, la beata María de Jesús, que abre sus ojos. A su parecer, la primitiva regla de san Alberto permitía a los primeros monasterios que fundaron los cruzados en Palestina ser establecidos sin renta ni dote. Es el eureka que le viene a sacar de atascos porque estaba fuera de sí buscando fondos y ése había sido el elemento de discordia que tuvo con el cabildo abulense. Los curas siempre le ponen pegas. Ocurrió en Medina donde los agustinos, miembros de la primera regla en la que ingresó a los veinte años, casi estuvieron a punto de apedrearla. Salvo en contadas ocasiones, como en Palencia, donde percibió una atmósfera de liberalidad y de falta de interés que le recordaba el desprendimiento de las cosas del mundo, sus monasterios tuvieron unos comienzos discutidos. También el dinero es necesario tanto para hacer la guerra — ya lo decía Napoleón— como para fundar conventos. Teresa cinco siglos después de su venida al mundo ha triunfado y su vida y su obra son algo más que una película de Concha Velasco. He ahí otro gran caballo de batalla. Hasta para inscribir a alguien en la nómina de los santos y ver su nombre en los altares se necesitan grandes desembolsos pues hay que pagar curiales. La formula mágica de Teresa para pechar con tales dificultades era el dios proveerá, y la fue bien. Se fiaba más de sus plegarias que de la bolsa. Además, iba sola por los caminos sin cuenta corriente ni tarjeta de crédito. Pero tenía una Visa poderosa en la cartera: la oración. Yepes expresa los reparos a la empresa quijotesca que ella encaraba, al dejar sus palomarcillos sin renta ni dote, esperando que el maná cayera del cielo, magistralmente, con el siguiente párrafo:
Comunicó con algunas personas graves su parecer y casi entre sus confesores y letrados no halló quien lo aprobase. Decíanle
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que era desatino, que estaba la caridad muy resfriada y diferente de otros tiempos, que habría pocas que la siguiesen en sus deseos, y que les costaría mucho procurar su sustento; que para gente cuya profesión es oración sería grave daño, porque los cuidados cuando son demasiados fácilmente ahogan el espíritu.
La cordura de Sancho Panza viene a recordar que los santos y las guerras sólo salen adelante con doblones. Por lo visto, los conventos y oratorios pobres y sin independencia económica degeneraban hasta convertirse en casas de mala nota. A la santa la convencían aquellas razones pero, cuando se prosternaba ante el sagrario, allí sonaban otras respuestas. El propio Xto le pedía que no tuviera más reparo y que fundase. Que desoyese los juiciosos desatinos de la impróvida razón. ¿Al fin y al cabo no estaba ella tasada como una loca a causa por Jesús? Únicamente del el cielo recababa la luz de inspiración y hallaba consuelo. Al contrario, “consideraba que la renta era madrasta de la penitencia, la sobornadora de regalos, y enemiga de la templanza, y veía los daños que en los monasterios han nacido de la superfluidad y abundancia: que sin duda eran a su parecer mayores que los que había engendrado la pobreza”. Escribe esto a raíz de las dificultades que encontró en Pastrana con la Princesa de Éboli. Sus concepciones sobre el monacato femenino eran revolucionarias. Hasta entonces, todos los conventos habían surgido de una donación, generalmente para encomendar a perpetuidad el alma de alguien rico, poderoso e importante. Los “palomares” teresianos surgen en primer lugar para la santificación de aquellas mujeres que tomen el escapulario del Carmen. En segundo lugar, para liberarlas de su condición de meros objetos para la transmisión de la especie como madres y esposas (santa Teresa en la vanguardia del feminismo opugnó la “cosificación” y esclavitud del sexo débil) sometidas a un marido que a veces no las trata con el decoro que debiera. Tercero: para pedir por los vivos, aplacando la cólera divina y atrayendo la clemencia y la bonanza del altísimo. Oración impetratoria, expiatoria, suplicante y gratificante… los conventos carmelitas son pararrayos que pararán golpes y derra93
marán favores a los necesitados sobre todo de orden espiritual. Son pequeñas antesalas del cielo dentro de nuestra tierra pecadora a la cual los humanos con nuestros crímenes transformamos en avernos. Esa fue su visión.
Fr. Pedro Ibáñez, presentado de la Orden Dominica, su antiguo valedor, aduciendo un pliego de cargos teológicos, ahora se llama a parte, y le disuade de su intención de fundar sin renta. Pedro de Alcántara, otro simpatizante, por aquellos días fue a posar en la misma casa de donde era huésped la Madre: en cá la señora marquesa, doña Luisa de la Cerda33. Fray Pedro alabó la opción. Le escribe una enjundiosa carta, maciza de sentencias y de razonamientos, a Toledo, en que la exhorta a seguir las indicaciones de la llamada interior, olvidándose de los hueros consejos de los letrados que tendrán mucha ciencia, pero poco amor de Dios. Y, entre otras cosas, dice:
El consejo de Dios no puede dejar de ser bueno, ni es dificultoso de guardar, sino es a los incrédulos, y a los que fían poco de Él, y a los que se guían de la prudencia humana. Porque quien dio el consejo dará el remedio... si V.M. quiere seguir el consejo de Xto de mayor perfección, sígalo; porque no se dio más a hombres que a mujeres, y hará que le vaya muy bien. Y, si quiere tomar el consejo de letrados sin espíritu, busque harta renta, a ver si le valen ellos. Que, si vemos faltas en monasterios pobres, es porque son pobres contra su voluntad, que yo no alabo simplemente la pobreza, sino la sufrida por amor a Cristo Señor nuestro, y mucho más la deseada y procurada con amor34...
33 En los palacios de la gente encumbrada era costumbre en determinadas ocasiones tener bufones de cámara y llamar a curas y monjas con fama de santos en caso de muerte o de enfermedad.
34 La relevancia de esta edición del Libro II de la vida de la bienaventurada Madre Teresa de Jesús tiene el aliciente de incluir este texto fechado en Ávila el 14 de abril de 1562. Precisamente san Pedro de Alcántara era aquél que había profetizado que la obra por ella comenzada daría mucha gloria a Dios.

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1) Suprimidas las ejecutorias de hidalguía.- 2) Un día de san Bartolomé de 1562. - 3) Quijotesco ideal: España por el rey, por el papa y por la utopía.- 4) Rufianes y místicos.- 5) Carros y carretas en un destino andariego.- 6) “La queremos y la amamos; Te Deum laudamus”.- 7) Tejer y destejer su pleita.- 8) El peral milagroso de Villanueva de la Jara.- 9) Recado de escribir por penitencia y le salieron a la Santa unos libros maravillosos.-10) Dos ciudades a palos por su causa.
El día de san Bartolomé de 1562, un 24 de agosto castellano anegado de brisas, olía a pan y a tamo de las rastrojizas, el verano ya de vencida. De mañanita una campana empezó a sonar, la de un convento recién labrado y estrenado, uniéndose al coro de voces de bronce que alegraban las alboradas de la villa; unas pocas gentes se habían congregado en el conventillo de San José para la toma de hábito de cuatro monjitas, todas pobres, huérfanas, sin dote: María de la Paz, Ursula de los Santos, María de Ávila, hermana de san Juan de Ávila, el Apóstol de Andalucía y Antonia de Enao, la portugueña.
Todas ellas deseaban seguir camino de perfección, habitando en riguroso encerramiento, detrás de la reja y entre cuatro paredes,
CAPÍTULO IV
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según la regla del Profeta Elías, dando puerta a los consuelos humanos, poniendo dique a los halagos de la carne y viviendo sólo para Dios. Las cuatro postulantes eran de raíz conversa, de origen oscuro. Doña Teresa de Ahumada, nombre al que respondía en sus primeros votos en la Encarnación, apeó su título de doña para ser Teresa a secas. No era meramente la reforma de una regla relajada lo que allí estaba en juego sino una verdadera metamorfosis de la estructura mental de los españoles. Ya no se les pedirá credenciales de linaje, certificando ser de sangre limpia, para ingresar en un noviciado como hasta entonces. El carmen descalzo al igual que los jesuitas no exige a sus candidatos al sacerdocio o a la profesión religiosa las consabidas ejecutorias de hidalguía. Se hablará de conversos (este sustantivo es un poco la clave de la historia que venimos contando) en sus centros pero nunca de freiras ni de beguinas. La ceremonia tuvo lugar de forma casi clandestina como las velaciones de segundas, y los funerales pobres, para no suscitar demasiadas sospechas en el vecindario. Teresa de Ahumada la sierva de Dios otra vez se había salido con la suya, dándoles higa a los diablos que tanto entorpecieron la llegada de aquel día. Su rostro aparecía radiante, como habitado por una luz celestial. Pese a sus 47 años era una mujer bien parecida, ojos negros bajo unas cejas bien definidas, buen talle, porte gentil, labios gruesos y dientes en su sitio, esbelta aunque algo metida en carnes pues siempre tuvo una tendencia a engordar, nadie diría que hubiera estado tan enferma en su juventud.
Pocos habían visto hasta entonces en Ávila madre abadesa ni monjitas tan guapas. Pero ya no se llamará madre abadesa sino priora. Al consagrarse al claustro, las cuatro jóvenes recibieron nombres de ángeles. A la puerta de San José habían de dejar cuanto les había pertenecido en el siglo, hasta el apellido nativo. Antonia sustituyó el de Enao, por el de Espíritu Santo; de la Paz, por la Cruz; sin embargo, sor Ursula de los Santos quedó como estaba. La hermanita de san Juan de Ávila empezó a atender por el de María de San José. Terminaba de este modo una lucha de clases que tenía
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por aquellas fechas puesto cerco a los muros de conventos y abadías. En adelante no habría ya distinciones entre cristianos viejos y nuevos ni entre doncellas pobres ni nobles novicias que llegaban al velo avaladas por una buena dote. El 1562, cuando Pío IV aprueba la orden carmelita descalza, resultó ser un año fatídico para la cristiandad. El turco se había apoderado de Chipre arrasando villas y aldeas, violando mujeres y matando niños y ancianos. A los pocos mancebos que sobrevivieron la matanza se los llevaron después de castrarlos a los serrallos de Estambul para eunucos. Alá es grande… y cruel.
El único monasterio católico que había en la isla siguió la misma suerte que los cenobios de rito griego. Era de la estricta observancia carmelita de la regla otorgada por san Alberto de Jerusalén. El papa Eugenio IV había mitigado sus constituciones que, como más abajo veremos, eran durísimas pero el chipriota se mantuvo aferrado a la antigua fórmula de santificación, hasta acabar pasto de las llamas de la morisma incendiaria.
Todos vieron en tales coincidencias y ocurrencias un signo enviado desde arriba como garantía de que la Orden no se extinguiera. Las cuatro profesas de san José recababan la antorcha y seguían una tradición de estricta observancia que había durado cuatro siglos. Sólo el Omnipotente puede hacer estas cosas. Que un exiguo palomar blanco convertido en casa de oración, gracias a la pericia de un maestro albañil, su cuñado, Juan de Ovalle, fuera eslabón de enganche a la vieja tradición contemplativa, acaso formaba parte del enigma carmelitano a través de los siglos. El oriente cristiano de Hilarión, Macario y Pagnufio y el occidente de san Agustín, san Bernardo y san Benito, entraban en contacto por medio de san Alberto, aquel noble inglés que se alistó en las cruzadas y murió, penitente, de obispo de Jerusalén. Carmelitas, templarios y cistercienses nacen de la misma rama: la conquista de la Ciudad de Dios mediante el deseo de soledad y de una vida apartada de los desengaños y vanidades del mundo. Sin embargo, como todo lo que es humano comporta imperfección, degaste, con el paso de los
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años, el ideal fue decayendo lo mismo que su fervor y los institutos fundados con entusiasmo fueron desbaratados por la rutina de la vida de comunidad. Los templarios desaparecieron, diz que víctimas del anhelo de riquezas, y de contubernios con la magia; otros se inclinaron por caminos laxos y su lujo, el desentendimiento de la clausura35, hace que en el siglo XIV, por ejemplo, Chaucer desgrane carcajadas en sus Cuentos de Cantorbery a costa de los carmelitas de Londres, casa instituida por Simón Stock, que habitaban en un monasterio puesto a todo tren cerca de Whitechapel y cuya conducta era motivo de no pocos escándalos. François Villon dedica a estos religiosos algunas de sus sonoras bufonadas en “Le Ballade des Pendus” (el canto de los ahorcados). En Francia, Reino Unido, Alemania y norte de Europa las reformas desamortizadoras de Enrique VIII, de Calvino y de Melachton significaron el cierre de la mayor parte de los monasterios de mala nota, en buena parte porque muchos habían dado en casas de perversión y de libertinaje. Es a la luz de estas consideraciones que se ha de encandilar el afán de la religiosa abulense de convertir los muros carmelitas en pared inexpugnable, echar con más fuerza el pestillo, parar la galantería del locutorio, colocar el almaizar36 o toca sobre el rostro de sus pupilas, quienes, al recibir el cordón de san Elías y de san Eliseo, se comprometían a una existencia apartada, cárcel en vida para ganar el cielo. Abrazaban a la hermana pobreza y se sometían a la rigurosa obediencia de la prelada. Comprometiéndose a una existencia de escasez y de apreturas en el congosto claustral, donde la fetidez y los piojos van a ser compañeros de cama. Estos molestos anima35
Bonifacio VIII, por una constitución aprobada en la sesión XV del Concilio de Trento, había mandado la clausura para las religiosas consagradas bajo la profesión de tres votos, pero dicha clausura no se observaba en tiempos de Pió V, que es el que aprueba la reforma carmelita. El pontífice mandó, so pena de excomunión mayor, no se permitiese salir del claustro a las religiosas, excepto en casos de incendio, lepra y peste. La bula “Regularum personarum” prohíbe a su vez la entrada y el visiteo de monjas en conventos masculinos. Tampoco los frailes podían poner pie dentro de la clausura monjil sin una autorización del obispo.
36 El almaizar es la toca morisca, algo diferente al griñón que con que cubrían el rostro las cristianas. Según Teresa, a la vista de cualquier hombre las religiosas tendrían la obligación de cubrirse la cara con dicha prenda...
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litos serían una de las primeras preocupaciones de la Santa. Tuvo que hacer un milagro san José para librar a las primeras carmelitas de este flagelo.
España va a comportarse de un modo diferente al resto de los cristianos septentrionales, postulando la contrarreforma. Fue una idea descabellada y quijotesca, si se examina el proyecto con los ojos de la razón, mas, a la luz del dictamen del espíritu, quizás sí que se acierte a entender el concepto por el que lucharon Teresa de Jesús, Iñigo de Loyola, José de Calasanz. Partiendo del supuesto de que la verdad y el error son incompatibles y de que no caben conciliaciones que valgan, sin embargo, si observamos la naturaleza de los hechos objetivos, y, sobre todo, en materias tan abstrusas como la teología, se da una intercadencia de contrarios. Lo que repugna a los hombres es grato al corazón de Dios.
Además, no es justo derramar sangre en su nombre. Por desgracia los seres humanos transforman la religión en banderín de enganche, porque ven en ella únicamente una prolongación de su seguridad, de sus propios deseos, algo que justifica sus propias acciones y la concepción del mundo autóctona, y del que se derivan ciertos planteamientos dinámicos o pretextos para convocar yihad, a pesar de que el quinto mandamiento sea el de no matar, cuyas cláusulas ni moros ni judíos, tampoco por desgracia los cristianos, respetaron.
En demostración de lo afirmado, un repaso a la historia o un vistazo a los titulares de la actualidad llenarían de melancolía a cualquier persona avisada. ¿Por qué permitió Dios los saqueos de los cruzados que encontraron una contrarréplica en la debelación otomana de 1562? Con ese código críptico se escriben las paradojas de nuestros anales, dominio del capricho, la casualidad o el absurdo. Unos nacen, otros mueren, y es preciso que el grano se hunda en la arena si quiere granar espiga. El Carmelo se renovaba bajo los auspicios de la expiación propiciatoria de la cruz, para pedir perdón por los pecados de los herejes que, allende los Pirineos, quemaban catedrales y dejaban convertidos en solares cabildos y ermitas. Era
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la furia de Armagedón. Había estallado el odio fratricida. En esa tormenta de cólera el inconformismo, la insumisión, la soberbia o la estupidez jugaron bazas definitivas. Renace el fantasma de la iconoclasia y España manda a sus hijos a pelear a las guerras de los Países Bajos. El duque de Alba Fernando Álvarez de Toledo salía siempre a campaña llevando bajo la loriga un escapulario que le había confeccionado la Santa37.
Con respecto a las guerras de religión, Teresa nunca pudo entender el pensamiento ni la actitud de aquellas pobres almas descarriadas que profanaban los sagrarios y que, irremisiblemente, se condenaban. Por tal causa sufría pesadillas cada noche, al ver caer de cabeza tantas almas de herejes en el infierno. Esta visión del infierno la describe con acuidad y poder literario en varios de sus libros.
Sin embargo, en el ambiente en que vivía tales asuntos, veniales, para los protestantes, sobre la autoridad pontificia, la transustanciación, el culto a las imágenes, a este lado de los Pirineos constituían anatema. Y muchos estaban dispuestos a morir en defensa de sus creencias. Era devota de las Cuarenta Horas y manda erigir los monasterios para desagraviar las afrentas que se hacían en tierras protestantes. La primera ceremonia que se lleva a cabo al fundar un convento es hacer la reserva y colocar el. Hecha la Exposición del sacramento y la adoración de su custodia, con el canto del “Pange lingua”, se sueltan dos palomas mensajeras de la paz. Pero sobre todo la descalcez carmelitana tiene por hecho primordial de su regla la adoración eucarística, en expiación por los pecados e injurias que recibía Jesús sacramentado en los reinos cristianos. A lo largo de la jornada, las hermanas se prosternaban por turnos de una hora ante el Tabernáculo.
37 Los holandeses se habían rebelado contra la Iglesia y contra su monarca legítimo Felipe II. Pío V fue el primer papa que introdujo las medallas benditas, rosarios y los escapularios y concedió gracias especiales a sus portadores. Al mismo tiempo premió al Duque de Alba con la entrega de una espada (stocco) y un sombrero ancho cubierto de adornos (barettone.) Todos estos objetos habían sido bendecidos la noche de Navidad.
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Comen a su Dios, son unos antropófagos, dirán los moros escandalizados de ver comulgar a los cristianos, mientras en el norte se desnudaban los altares y se cerraban, por inservibles, los sagrarios, o echaban a la hoguera las custodias buriladas en oro. Los erasmistas alegaban que adorar una cruz es fetichismo, como convertir a dios en un palo y para colmo estaba el aquelarre del culto a las reliquias. Con las astillas de la cruz traídas desde Jerusalén se podía llenar un bosque bien arbolado. Una mayoría del clero no guardaba el celibato. Las abadías eran propiedades cargadas de riqueza. Tales escándalos darían pábulo a la reforma anglicana, calvinista o luterana. El agustino de Erfurt se alzó contra las Indulgencias y otras prácticas simoniacas de mayor o menor calado. Los obispos pasaban por ello sobre ascuas. La Capilla Sixtina fue labrada en razón de las limosnas que dejaron los sufragios por las Ánimas Benditas. La doctrina del Purgatorio nació de las visiones, un poco discutibles, de los “caterinati” de la Orden Tercera dominica y los jesnatos, fundados por Colombini de Siena, movimiento jesuitino que empezó predicando el desasimiento de las cosas terrenales y acabó fascinado por el becerro de oro. Las noticias que llegan de Alemania sobre profanaciones y mofas convierten a España en un perpetuo auto sacramental. La nación en peso se coloca de rodillas en acto de desagravio por las profanaciones de las que tiene noticia, y, ensimismada en sus iglesias, recanta y retracta de su pasado moruno o hebraico, para, posteriormente, sacar su fe a las calles en procesiones, convirtiendo la alegoría del dogma en algo sensible y palpable. Es el Dios humanado, la segunda persona de la Trinidad. Se le puede hablar de tú a tú, nos está esperando dentro del sagrario. El catolicismo converso carácter intimista y coloquial.
El convento de San José abrió sus puertas con sus inquilinas entonando el “Pange, lingua, gloriossi corporis mysterium” secuencia escrita por Sto. Tomás de Aquino antes de la reserva, y el “Tantum, ergo, Sacramentum” tras la bendición llenando la humilde capilla de vaharadas de incienso. Eran tan pobres las monjas que carecían de casullas y ornamentos para el culto y hubo que encar102
gar misales prestados a Toro. Pero la mañana era de una singular belleza tranquila con esa luz castellana con bríos de totalidad que desciende sobre los peñascos y parece que los transforma en flamas los días veraniegos. Ávila de los cantos. Hasta los berrocales que hay en las cuestas que derivan hacia la ribera del Adaja escoltada por una guardia de chopos parecían cantar el “Tantum ergo”, en calidad de éxtasis. No había muchos asistentes a la profesión de las cuatro mozas; todas, con excepción de Ursula de los Santos, que había sido una mujer atractiva, eran casi unas niñas. La entrega de los primeros velos se desarrolla en un ambiente clandestino, se hace casi a escondidas para no soliviantar los ánimos. A despecho de las dificultades, el Espíritu Santo se había salido con la suya, hágase su voluntad, por cuantas higas hubo de hacer la Madre, antes de aquel instante, un momento de bonanza en medio de la tempestad. Afuera rugía la marabunta, corrían tiempos recios. Los estrelleros detectaban señales apocalípticas, menudeaban las predicciones, los horóscopos y calendarios son de esta época, los augurios apuntando a una Segunda Venida. El Renacimiento descubrió la ciencia positiva y a los clásicos olvidados pero fue por igual responsable de un resurgir de la brujería. Por un lado volvía a rebullir el islam con la fuerza arrasadora que le es propia, fucilazo de medias lunas y de cimitarras; su influencia se hacía notar en Andalucía que fue la región de España que llegó la última a la fe católica. Quizá por ello no le gustó Sevilla ¿Detectaría Teresa este atisbo morisco indeleble que se atisba nada más descender Despeñaperros? En Córdoba y en Sevilla fue donde peor lo pasó. En la primera ciudad, emporio de la alumbrada Magdalena de la Cruz, la Inquisición tramó echarla el guante, en la segunda comprueba, para su disgusto, que en las iglesias son excesivos, cantan y bailan y dicen donaires a las macarenas, y a las mujeres que acuden al templo para ser vistas por sus galanes, más que a rezar. En el sur el sol pega más fuerte. Todo se vuelve descomunal. Allí gusta la hipérbole. Es riqueza Andalucía y es también pobreza en demasía.
La bestia es inexorable en sus planteamientos estratégicos, suele hacer la tenaza al embestir: el norte estaba copado por Calvino y
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otros heresiarcas y por el sur y por el este acechaba la morisma. Sólo al oeste quedaba Portugal. Los tercios de don Fernando de Toledo, mentor teresiano, cruzaban los Pirineos y, para detener la furia de las armas ofensivas del enemigo, se echaban al cuello un escapulario por defensa, que les bordaran a los soldados las hijas de Sta. Teresa, pero a los niños holandeses y belgas se les asustaba diciendo que viene el coco; ya está aquí el Duque de Alba. Guillermo de Orange tampoco era manco. No nos lo perdonan desde entonces. Nos están pasando factura a todas horas. El antihispanismo no es ni mucho menos un cuento chino sino algo real arraigado con mucha fuerza y cargado de prejuicios dentro de las esferas intelectualoides dirigidos por la masonería y el “NaziZionismo” la forma actual de tiranía totalitaria a escala global.
Todo era, sí, una quimera, pero los pueblos, que no se alimentan de sueños perecen, y la España quijotesca se batió por un ideal y por una religión que consideraba la verdadera. Que fue vehemente, y respondió a la provocación de la herejía con las armas en la mano, no hay que dudarlo pero esos bríos han formado parte de nuestra grandeza y, contra lo que se crean muchos malvados, éste es un solar liberal porque los inquisidores no tenían patente de corso para quemar con tanta alacridad como piensan algunos historiadores ingleses ni ninguna otra nación ha tenido esa rara habilidad que posee la literatura española para la compunción crítica y debeladora de su realidad, al socaire del género picaresco.
La mística es la sobrehaz del “Buscón” sin detrimento de que a causa dello, pues los extremos se tocan, presenten puntos de contacto. Los alumbrados se entregan a la evasión de ese mundo que les es hostil e ingrato al que denuestan, siendo así que es el que les da de comer, mientras Lázaro de Tormes, Guzmán de Alfarache, El Estebanillo, El Buscón, La Niña de los Embustes, hacen inmersión pública en él y nos lo muestran tal cual es: crudo, recio, a veces divertido y favorable donde caben ciertos gozos pasajeros. El místico, más exigente, busca lo inacabable y tal vez lo inalcanzable.
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La novela picaresca es una versión relajada del tratado de Mística, sólo que al revés, mediante los ayunos, la resignación y la paciencia ante las desdichas y la mala suerte. Con sus convulsiones y espasmos el siglo XVI, en su aliento innovador, dando rotundos vuelcos la rueda de la fortuna, mucho va a tener que ver con el XXI. Haciendo valer la promesa de “estaré con vosotros hasta la Parusía”, el Jesús de Teresa, cuando todo se daba por perdido y los batallones de la infantería española se batían en retirada, después de la derrota de Rocroi, hizo florecer por la geografía patria aquellas humildes espadañas de las capillas carmelitas que se alzaban implorantes como lirios inmaculados, de sacrificio orante y expiación, para aplacar los pecados de los herejes que a la Santa le “partían el corazón”.
No había mucha gente en la ceremonia inaugural pero había venido Guiomar de Ulloa con un brial negro que lucía la pechera de brocado, el terciopelo realzaba la augusta belleza de su noble rostro. Estaba el maestro Daza, un clérigo que, por sus penitencias y ayunos, recordaba más un haz de sarmientos que el bulto de un ser humano. Los asistentes a la ceremonia de la profesión en San José no creyeron ver a un hombre sino a un espectro. Parecía un aparecido, todo hecho de raíces de olivo; venía acompañado por dos padres de la Compañía con un aire grave e inexpresivo bajo el gorro bisunto y la sotana ajustada por un ceñidor, ellos no usaban escapularios ni cordón ni estaban obligados a coro como el resto de las órdenes religiosas. Las innovaciones ignacianas representarían una verdadera revolución, y, a la legua se veía que, juntos pero no revueltos, ellos no querían ser frailes, eran a la vez activos y contemplativos, muy letrados e inquisitivos, iban por el mundo asistidos de su prudencia y sin fiarse de nadie. Bien cierto que esto les volvía algo orgullosos y distantes. En Roma empezaron a llamarles guardias de corps del dogma católico al frente de las vanguardias del Papa siempre en primera línea, como buenos soldados de elite. Cerca del presbiterio estaba la viuda de Arias Pardo, doña Luisa de la Cerda, de la Casa de Medinaceli, amiga y devota de Teresa.
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Todos se apretaban en la iglesia de muy exiguas proporciones. Sonaron los compases del “Veni, Creator”, las cuatro candidatas al velo negro y al manto blanco de la Virgen del Carmen se prosternaron. Fue un momento muy solemne cuando las novicias descubrieron sus testas, todas eran rubias, y las presentaron en ofrenda a Jesucristo. Significaba que antes de recibir el don renunciaban a toda vanidad incluso la instintiva de sus cuerpos de mujeres hechos para agradar, concebir y parir. Igual que la oveja reclina su cabeza ante la toza del matarife, ellas la ladearon ante un diácono que traía un estolón y unas tijeras, las rapó al cero en un esquilo demoledor y a la vez conmovedor, en medio de un silencio impresionante. Sólo se escuchaba el abrir y cerrar de las palancas de la podadera, alguna lágrima ahogada de los padres de las nuevas oblatas a Xto y el piar de las golondrinas sobre la ventana de la bóveda de luneto. Por el techo del lado de la epístola aparecía una gotera.
La tonsura es reclamo de la Iglesia a los que pretenden ingreso en su servicio. Más de alguno de los presentes a la vista de la escena recordaría con emoción el viejo romance que todos los que ya peinamos canas escuchamos cantar allá por la infancia en el corro o al juego de la comba por las calles y ciudades españolas y que interpreta el etnólogo Joaquín Díaz en alguno de sus más brillantes repertorios; era un hermoso canto de rueda:
“Yo me quería casar con un mocito barbero/ Mas, mis padres me querían monjita de monasterio/. Una tarde de verano me sacaron de paseo/ Al revolver de una esquina había un convento abierto, / Salieron todas las monjas, todas vestidas de negro/ Con un cirio en la mano que parecía un entierro/. Me sentaron en una silla y me cortaron el pelo/. Juntando sus blancas manos me rezaron un credo/. Zarcillitos de mi oreja, anillitos de mis dedos/ Lo que más sentía yo era mi mata de pelo... Era mi mata de pelo”.
Se percibiría entonces esa atmósfera mitad de júbilo y de tristeza que embarga las bodas y las profesiones religiosas, que son también verdaderos desposorios. Sonaron epitalamios y cantos de pedida. Acabada la liturgia, y, aunque el convento era pobre y la ceremonia
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se había realizado medio a escondidas, habría un pequeño agasajo en el que se serviría un poco de mazapán, alcorzas, y repostería hecha al horno por las novicias; para acompañar, algo de aloja. Asistirían las linajudas doña Guiomar de Ulloa38 y doña Luisa de la Cerda, los clérigos y los parientes de Teresa, que eran muy pobres y cargados de familia. Luego una campana anunciaría a la ciudad, como en todos los monasterios carmelitas, que Prima había sido dicha y sus moradores podrían hablar hasta la hora de Completas. Por ese cabo, las estipulaciones son algo más suaves que la de los cartujos pero, en contrapartida, se hayan obligados a ayunar a pan y agua excepto los domingos, desde la Fiesta de la Cruz, el 14 de septiembre, hasta Pascua de Flores. Bajo la Regla de san Alberto y san Elías también les constriñe la pobreza. No podrán tener cosa propia sino en común y su clausura, más rigurosa, les impide salir de su celda sin permiso del prior incluso para pasear. La campaneta avisaba que en San José se iba a volver a la vieja observancia de la Tebaida oriental. Los padres del yermo seguro que desde la Gloria sonreirían ante la intrepidez de su devota discípula, abonada a la renuncia, entregando sus vidas en oblada para que fueran un motete que nunca cesa de expiación e impetración; son los misterios del Cuerpo Místico y la interpolación de los tres estamentos eclesiales: militante, purgante y triunfante. El mundo estaba mal, corrían tiempos recios. Como siempre. Pero en estos monasterios se advierte la presencia de un pararrayos capaz de aplacar la cólera divina.
Acto seguido, todo el concurso se diseminó por las callejas intramuros de la Ciudad de las Murallas, angostillos y pasadizos. El aire parecía de cristal y pocos transeúntes se veía deambular, pero, como de costumbre, las tabernas estaban concurridas y los figones y posadas henchidas de una población trashumante. Era día de la Virgen de Agosto. Gran fiesta con el verano ya en declinación. Las mañanas empezaban a ser frías en Castilla. Agosto, frío en rostro. El sol se alzaba sobre el pináculo de Gredos, era casi el mediodía
38 Guiomar, al enviudar, profesaría en le Carmelo, y perseveró, contra la norma habitual en esta clase de damas linajudas. La Madre era refractaria a darles el hábito. La princesa de Éboli quiso profesar –fue ocasión de no pocas zozobras para la Santa– sin que cuajara en su vocación la veleidosa duquesa.
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y volvían reatas de carros de la era cargados de costales de cereal camino de sus pósitos o para guardar en los sobrados de las casas solariegas; la trilla estaba a punto de concluir, había sido un buen año de trigo. Unos arrieros bajaban hablando entre sí con grandes voces por la costanilla de Sonsoles, chiscaban sus trallas sobre los lomos de las caballerías de tiro y, al sonoro coloquio de los trajinantes en palabras bien dichas y como clavadas que dejaban en el aire un poso de moderación, ponía contrapunto el cantar de los cubos de los ejes de las carretas del país, alegres como un himno de resurrección.
Su presencia era un anticipo de lo que habría de venir porque Teresa sería una abonada a estos incómodos vehículos a los que se subiría para ir y venir en sus fundaciones. Sus huesos molidos se acostumbrarían al traqueteo de las ruedas y una vez en Córdoba tuvieron que bajarse todas y aserrar los pezones del cigüeñal para pasar la puente. En Sevilla se llevó al carro la corriente del Guadalquivir y acabaron varando en un arenal salvándose toda la dotación de puro milagro, otro prodigio celestial que obró el Señor en honor de Teresa.
Las golondrinas, alegres y dicharacheras, impregnaban el infinito de quiebros con sus revoloteos recortados. En la explanada cabe la ribera del río Adaja un grupo de soldados hacía la instrucción y realizaba evoluciones de esgrima sobre el pasto, algunos cargaban sus mochilas a punto de partir para Flandes, limpiando con grasa los sables y los mosquetes. Muchos de aquellos soldados del Rey bajo las ordenes de un capitán moreno, enteco, de buena voz de mando, un almete morisco y almilla de cuero, jubón y gorgueras, polainas, botas espoleadas, chambergo y valona de gala, los bigotes enhiestos y el aire a la vez valeroso y desafiante con maneras de donjuán, no regresaría a su tierra natal. Ni volvería a ver la luz de aquella ciudad. No hay otra en el mundo como la que dora el paisaje berroqueño de la ciudad más alta de la península ibérica. Pero los añafileros, honra y fama de los Tercios de Don Juan de Austria, seguían, como si nada, atacando sus tonadas marciales en preparación del desfile de despedida al redoble del tambor y el estruendo rimbombante de la caja.
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Ajenos a su suerte, los soldados bisoños de la última leva reían y jugaban bajo la vigilancia de los veteranos de piel curtida, y todos decían piropos a las mujeres que pasaban, sin importarles la edad ni el estado. Estaban entretenidos y descansando antes del alarde. Al fin y al cabo morirían por la religión defendiendo las banderas del emperador. Era una compañía entera con sus vistosos uniformes, el ala del almete de acero en media luna, ajustado talabarte sobre el coleto para ceñir la espada con pomo de ataujía tapando los pechos encendidos, las barbas puntiagudas, las trusas de colores a juego, el tahalí terciado y las bragas bien atacadas. Unos sacaban brillo al talabarte, otros embetunaban las botas. Se sabría por sus ademanes que eran gente recia y avezada a las fatigas y deleites de la aventura y la guerra. En los corros se jugaba a los naipes y hablaban los veteranos de las mancebías de Amberes y de soldadas. Del rumor de las conversaciones envalentonadas salían porfías y votos a bríos. La guarnición era mixta. Entre los españoles había suizos, alemanes, algún croata. El ordenanza del comandante era un calabrés por nombre Ciutti.
Entretanto y, pasada la puente, los arrieros, alcanzada la cima de la otra ladera, se detuvieron al cabo cerca de los Cuatro Postes. Se apeó el mayoral que inspeccionaba a la reata, a humo de pajas aunque con buen golpe de vista a fuerza de la costumbre y toda una vida entre carromatos y galeras onerarias, cerciorando la consistencia de los tentemozos y riostras, pegaba golpes sobre las teleras y comprobaba la solidez de las varas, pues era un largo camino hasta Salamanca y después Lisboa, que era entonces la capital de aquestos reinos, la primera ciudad 39española, e impartió la voz de mando:
— ¡So!
Toda la comitiva se detuvo. El sol había cruzado la vertical y en San Vicente sonaban avemarías, era la hora de yantar. En lo alto de la casa torreada de los Andrade había posado una caudatrémula buscando el alivio al bochorno del día. No lejos de allí, entre los rastrojos, cantaba una collalba. De la campiña regostada y seca venía un olor a almizcle entreverado con los efluvios del hinojo y el cantueso. Recio perfume. Antes de abandonar la ciudad era menester tomar pan y ha39
Villa por villa, Madrid en Castilla; ciudad por ciudad, Lisboa en Portugal, y tanto, por tanto, Medina del Campo (adagio popular)
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cer la parva colación de un poco de queso y cebolla, algún nabo. Los tientos a la bota a todos les vendrían bien, pues el vino abundó hogaño. Se había echado la tarde encima y hacía bastante calor. Luego, los recueros durmieron el mosto, trasegado en siesta, sobre los haces de una parva que hallaron a mano, cobrando así fuerzas para el camino bajo un calor agostero cuando el disco del astro mayor estaba en sus comedios torrando las trojes. El aire ardía. Parecía que tiraban fuego de arriba. Castilla se iba a sumir en calentura mística toda ella. Y hacía mucho calor. En el convento de Nuestra Señora de Gracia una tornera por nombre Margarita echaba una cabezada sobre un arcón antes de llamar a la comunidad al canto de Nona. Se había corrido la voz de que Teresa, que fue postulanta en aquel centro de Agustinos, estaba causando un verdadero cisma con los del paño. ¿Cisma o reformación? Verdaderamente, estaba dando la vuelta la tortilla; mucho habían cambiado los tiempos. Los goznes del torno giraron con pesadez lúgubre y detrás en el zaguán se escuchó la voz de un hombre cansado que se acercaba a la portería a pedir una limosna por el amor de Dios.
—Ave María Purísima.
—Sin pecado concebida—, maquinalmente le contestó sor Margarita, despertando de su siesta a escondidas
—Estas no son horas, hermano—, llaman a coro. Venga más tarde. Está cerrada la oficina.
Y el pedigüeño, un soldado bajo las banderas del Emperador, lisiado de una herida que recibió de un arcabuzazo en Namur, se alejó bufando maldiciendo su infortunio, a la tornera que dormitaba y a la madre que la parió.
—Por vida de Marte. No hay razones con el egoísmo de curas y monjas. Siempre la misma canción guerrera.
— Viene a deshora, se nos acabó el caldo, ya no hay sopa boba. A mí que he servido al rey y al Papa y, defendiendo sus estandartes, perdí una pierna ahora se me da con la puerta en los hocicos, malhayan los camándulas. ¿Dónde te has escondido, dulce Jesús? ¿Dónde estás que en tu nombre me despachan? Dios le ampare, vuelva otro día, y así en cada lugar—, exclamó el pobre mendigo con gesto contrariado e iracundo.
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Siempre, lo mismo; pero España aquella fiesta de san Bartolo era un horno como barruntando la tormenta que se avecinaba en los Países Bajos. Unos transigían con los erasmistas, otros se amoldaban a la nueva situación o cambiaban de bando como el rey de Francia musitando que París bien vale una misa y otros predicaban el integrismo. Allí mismo se había desencadenado una guerra civil entre dos bandos: el de las botas y chapines, y el de las alpargatas esparteras.
¿Y a todo esto la caridad donde la ponemos? ¿En qué arca se esconde la tela de la tolerancia, la compasión, la piedad? Fuego en el aire, llama en las casas, y los corazones eran un ascua en el tórrido verano de un siglo de sequías e inundaciones. Había subido el termómetro, hacía mucho calor. Lo hacía, lo hacía, era lo suyo.
Por aquella tierra siempre se habló de ardores del Día de san Lorenzo con sus noches cuajadas de meteoritos que llaman “lágrimas” y del fuego del Día de san Bartolo, y, en mitad de la canícula, cuatro monjas habían tomado el hábito.
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Los soldados de un regimiento de asiento que se preparaba para ir a la guerra en la explanada de la ribera que recuerda a la ciudad que Ávila no fue en su antigüedad más que un campamento romano, haciendo el petate, recogieron sus mochilas. El cabo de la compañía dio orden de marcha. Los músicos tocaron los pífanos y, entre sonidos de tambores, el grupo se perdió por un recodo del camino que serpentea por la ribera del Adaja.
— ¿Dónde van los soldaditos?
—Son las banderas del Rey Nuestro Señor. Encamínanse a Francia.
Una cuadrilla de muleros que iban de recua tomó dirección opuesta la ruta de Aragón, camino de otros reinos. La Ciudad de los Cantos y de los Santos se había convertido en lugar de paso; era villa de acarreo. Pero no era ya una de tantas entre las villas y ciudades castellanas. Aquel quince de agosto había ocurrido dentro de sus murallas un hecho importante.
Anochecía ya. Iban sonando lentas, voz cabal del bronce, las campanas de los carillones y el reloj de los conventos y cabildos catedrales, medidores exactos de los rezos, los cantos, las genuflexiones. Las hermosas invocaciones repetidas durante siglos en los templos oscuros donde el viento soplaba la melancolía del oficio de Vísperas, devanaban en febril tarea de levigación las motas de arena símbolo de los minutos y segundos resbaladizos por donde la vida se escapa corriendo hacia la muerte. Tempus fugit. A enemigo que huye puente de plata, pero este enemigo que hiere a cada hora y mata con la última estocada, sin sangre, y con espada de arrugas, nunca volverá. El tiempo es un dios que castiga sin piedra ni palo. Las hojas del almanaque se desleían poco a poco. San Juan de la Cruz tenía esa manía de las horas canónicas cuando salía de viaje. Siempre llevaba consigo un reloj de arena para todas y cada una de las estipulaciones del régimen de comunidad. El que se somete a la vida de campaña no puede pasar sin el toque de corneta. Pues lo mismo el monje sin campana ni “relox”. Para cumplir con las ordenanzas de la Regla.
El alhamel mayor fue el que primero bebió y luego le siguió toda la caterva en tragos largos y victoriosos. Trallazos y estrépito de fustas. Indiferencia y vino al pie de los Cuatro Postes, el monumento que
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recuerda a la salida de la monumental urbe castellana, el triunfo de las armas cristianas sobre las mahometanas, cerca de cuatrocientos años atrás. Yantados ya, y, habiendo echado una cabezada sobre el poyal del alfamar de camino, volvieron a enganchar y desparecieron entre una nube de polvo allá por donde se bifurca la senda iluminada y por los búcaros de cristal del aire se perfila en la lejanía el lomo de los montes de Gredos.
Nosotros no los veremos pero algún día volverán, si es que el vino no hace de las suyas y reciben un cuchillazo jifero40 de la chafra de cualquier matarife, cliente habitual de este tipo de establecimientos durante el medievo, en alguna venta de la ruta, o les vienen encima salteadores, o mueren pateados por alguna de sus acémilas, o le come el beriberi, o sucumben a la fiebre amarilla o al Fuego de san Antón.
El pueblo llano no lo pasaba bien, pero comía mejor que muchos hidalgos. El único camino que les quedaba a los pobres para su manumisión de la gregaria leva era la iglesia y el ejército o la escuadra. “Iglesia, Mar o Casa Real”. Y ello no sólo en España, que era el país más rico de Europa, sino en todos los rincones de la cristiandad. En Francia, Inglaterra y nada se diga de Irlanda, donde las cosechas de patata no estaban aseguradas jamás. En aquella época, la pobreza era vergonzante y casi general. África y América del Norte estaban en la edad de piedra. La irrupción del islam en el espacio, sujeto al yugo de Roma, sobre todo en la zona de Anatolia, Alejandría y Cartago, había representado un paso atrás en la senda del progreso.
Dejémosles, sin embargo, partir a los arrieros y volvamos a la ciudad. Hoy es un gran día, pero apenas se nota esta trascendencia. Todo sigue igual. Por la Travesía de san Segundo que desemboca en Muerte y Vida subía, muy acezado y cachazudo a la catedral a las Vísperas, un voluminoso canónigo moviendo su gran panza; abajo, por Las Losillas se paseaba meditabundo y como ensimismado en su ropilla un viejo hidalgo fruncido el ceño, el aire de melancolías, como no queriendo saber nada de nadie. Era alto, huesudo, debía de comer poco pero con sus paseos daba cuartos al pregonero, habiéndose espolvoreado los
40 Los jiferos solían descuartizar su res, orientándose hacia La Meca, por la quibla coránica. Era un oficio desempeñado en Castilla por hebreos y moriscos y su menester tenía algo de ritual. Para desangrarla, colgaban la pieza de un arnés con la intención de purificar de sangre los tejidos y hacer que la carne fuera trufa o “kosher”.
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hirsutos bigotes con migas de pan, para que todo el mundo en general conociera que acababa de hacer refección. Un tullido, mientras tanto, contaba sus hazañas allá por Mastrique y pedía limosna y compasión para sus heridas que le habían inferido luteranos, recitando la oración del Justo Juez. Este otro veterano de las guerras de Flandes- y había muchos en la ciudad al ser Ávila zona de reclutamiento de las levas imperiales- mostraba sus lamentables muñones tostados por el sol e imploraba la caridad de los viandantes con voz apenada y acuosa. De tarde en tarde pasaba por el atrio de Santo Tomás alguna señora de gran empaque y dejaba caer un ochavo. ¡Ay de los viejos soldados que padecieron en lucha por la patria, es mérito que pocos reconocen! Pero la vida sigue. Cerca de la casa fortaleza de los Aboín, hilaban comadres y en las eras de Abanto unos mozalbetes competían con partidas de aluche, el viejo deporte mozárabe, una manifestación de la lucha grecorromana. Y, por mejor pasar la tarde, se arrancaban por seguidillas los aperadores que aguantaban la canícula sobre el trillo.
El Adaja en su cauce de la hondonada discurría semiseco. Pronto, cuando el día fuese de vencida, empezarían las ranas a croar a la hora en que los gañanes volviesen de segar y las mozas fueran a llenar el cántaro a los caños de la fuente principal. En un portalón del alfoz de Santiago se vio pasar rauda la sombra de una tapada morisca. Iba a hacer un jofor en nombre de Alá. Aquel año de 1562 pontificaba en Roma Pio IV41, reinaba en España el católico y pru41
Juan Ángel de Medicis nació en Milán 31 marzo 1499 y tras graduarse en Bolonia llegó a Roma el 27 de diciembre de 1527 el año del saco, el mismo día y a misma hora en que 32 años adelante sería preconizado para la cátedra de san Pedro. Peleó en Hungría con las tropas italianas contra los protestantes y fue enviado como plenipotenciario papal para negociar con los turcos en Polonia. Fue elegido sucesor de Paulo IV por aclamación el día de nochebuena, con la venia de los cardenales Sforza, Farnesio y Caraffa. Se trata, por consiguiente, de un Médicis que había nacido el día de la Pascua, fue electo el de Navidad y coronado en la Epifanía en una corte pontificia llena de intrigas donde eran frecuente los parricidios y los envenenamientos y con la perenne guerra entre España y Francia sobre el horizonte. Nombró cardenal a su sobrino Carlos Borromeo a los 23 años, por lo que recibió acusaciones de nepotismo. Tuvo muchos problemas con el embajador del monarca español en el Vaticano, Claudio Vigil de Quiñones, que quería que su rey tuviera prelación sobre el francés, pero el papa Medicis era anglófilo y ambas partes litigaban sobre cuál de los dos reyes era más cristiano y más católico. A Pío IV le cupo el honor de ver terminado el concilio de Trento al cabo de XXV sesiones y 18 años de deliberaciones y discusiones. Fue víctima de una conjuración y a punto estuvo de morir asesinado por una familia rival, murió de tercianas el 10 de diciembre de 1565 a los 66 años. A él se debe la introducción en el Vaticano del índice de los libres prohibidos, estableció un ptochropium (hospicio de peregrinos) para pobres y, a instancias de su sobrino Carlos Borromeo, fundó un convento para mujeres arrepentidas que habían ejercido la prostitución y que se llamaba casa Pía, ptrocropio y xenodokio. Popularmente, las Oblatas.
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dentísimo rey Felipe II, era general de la orden carmelita fray Juan Bautista Rubeo de Ravena. Ávila augusta seguía como ensimismada, hoy igual que ayer, señora de la piedra blanca y gris en un tono de cromatismo que combinaba el malva con la jerapellina, jorfe amurallado, bastión inexpugnable, tolmo de devoción en medio del paisaje serrano, más cerca de Dios por su altitud que ninguna otra de España, recoleta en sus muradas de cubos enigmáticos y poternas de eximia traza, sin desceñirse jamás de la fíbula líquida del Adaja, meandro de serenidades, o pulso de inmortalidades. Dios, Dios. ¿Dónde está Dios? En el aire. En la linfa. En el mirar de una doncella. En el llanto de un niño. Si lo queréis encontrar, puede que lo encontréis cerca de Ávila. Como una saeta de fuego a punto de ser disparada al aire lamiendo el matacán de las murallas.
Teresa, a buen paso y echado el velo sobre la frente, cruzó la Candelada y, bordeando la catedral en cuya puerta cimbrada montaban guardia dos atlantes, luciendo en el pecho sus escamas y una adarga que a primera vista recuerda la alzada de una verga humana, se dirigió a su antiguo cenobio. Entró antes a hacer una santiguada. Dentro de la penumbra del templo catedralicio resonaba la melopea del cabildo y ella se arrodilló ante el altar de san Marcial y pidió a la Virgen que la amparara. Luego, a través de los soportales, orilla de la plaza porticada, descendería otra vez a la Encarnación, su alma máter. Nuevas batallas del espíritu en lontananza. No era la hija de un guerrero como Bernardo de Claraval ni estuvo en las mesnadas mercenarias del Duque de Nájera, al igual que Ignacio de Loyola. Su padre lo más probable que fuese un tendero o un cirujano, que había apeado del apellido el cognomen de Sánchez trocándolo por el de Cepeda para despistar a los sabuesos inquisitoriales en la caza de brujas. Se le acusaba de criptojudío y de pobreza de linaje. Pero las circunstancias de la vida la habían convertido en una amazona divina.
Los aires marciales y misioneros dominan su existencia de cruzada, una titánica pelea contra el mal. Corrían tiempos recios, vientos de guerra. A los diez años justos de la apertura de San José tuvo
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lugar, a instancias de Catalina de Medicis, sobrina del papa reinante, la terrible Noche de san Bartolomé. Teresa, caballera andante de la palabra, trata de convertirse en una Juana de Arco a la hispana sin otras prevenciones o parafernalias que los rezos de sus monjas. Quería cambiar el mundo y estaba segura de luchar por una causa que no era equivocada. Era una mujer alta, algo entrada en carnes, la piel muy blanca, poseía una hermosa voz y unos ojos vivos y penetrantes, y una disposición de lunares en la comisura de los labios embellecía un rostro, que fue muy galán en la mocedad, y a la vejez de una distinción enorme. Aquel día de agosto no fue más que una tregua en la guerra civil que había desencadenado su opción de apretar la regla a sus hermanas de la Encarnación. Sobre el cielo de un azul sin nubes se formaron nuevas borrascas y no faltaba quien murmuraba no con cierta sorna y su ápice de razón:
—Mas conventos... Aquí lo que sobran son rezos y nos falta bien común: hospitales, fábricas, tenerías y telares, médicos para combatir enfermedades, refugios, orfanatos. No nacen niños y muchas se meten monjas porque temen morir de sobreparto, como le ocurrió a doña Beatriz de Ahumada. La pobre tuvo once hijos. Su vida se limitó a una larga estancia en el paritorio. ¿Y eso Dios no lo ve? Buena vida la de las monjas.
—Aquí lo que necesitamos son armerías para no tener que pagar a precio de oro las dagas que nos suministran los genoveses y los venecianos. Todo el oro que traen los cargamentos de Indias se nos va en pagar estas condenadas guerras contra los herejes. Sobran monasterios y alcabalas y falta gente de labor.
Las críticas al ocio expansivo de los castellanos se escuchaban por doquier. Surgieron bandos como en el evangelio; unos a favor de Marta y otros de María. La encausada, como hay gente para todo y de gustos no hay nada escrito, fue blanco de invectivas. Los dichos y habladurías que corrían por la ciudad la señalaban de embustera e iluminada, pero ella ya de antemano (y Teresa era terca) había optado por la opción del amor contemplativo, aunque manda a sus monjas, y esa es una prueba más de las muchas contradic116
ciones que siembran su personalidad, que trabajen de mano, y que nunca estén ociosas.
España en el acmé de su esplendor se hallaba en bancarrota y a merced de los usureros de afuera. El papa romano trataba al monarca español con indiferencia. Era un Medicis. La pobre Teresa, lega en las viejas intrigas de la corte pontificia, desconocía que los pastores de aquella santa iglesia llevaban a veces vidas depravadas, y que para acabar con sus rivales no vacilaban en utilizar el veneno. Hubo uno, Eneas Picolomini, que había escrito una novela pornográfica. Cuando le coronaron Papa, Pio II (1444) mandó destruir todos los ejemplares de su Historia de dos amantes. Claro que aquél era el siglo del amor.
Había nuestra santa tratado de defender la independencia económica de sus fundaciones, para que no dependiesen de nadie, pero en Malagón y en Salamanca tuvo que aceptar la donación pro ánima según la costumbre medieval donde las familias pudientes dejaban su herencia a los frailes para que custodiasen de por vida el lugar de su enterramiento y dijesen misas gregorianas a perpetuidad sobre la tumba de los que hicieron las mandas.
A cambio, las comunidades enclaustradas podrían vivir con cierto desahogo. Sin embargo, eran menos independientes. La limosna de las Ánimas Benditas sirvió no ya meramente para lograr la remisión de almas del purgatorio sino para sacar de apuros a los monasterios. Paz por territorios. Plegarias por ofrendas. ¿Se podrá comprar la vida eterna?
Tales extravagancias formaban parte de su carácter a veces severo, otras, entusiasta y en muchos casos, sardónico, echando toda la ironía castellana en el asador, lleno de cambios bruscos. No quiere monjas muy instruidas pero a sus confesores los prefería letrados. No se fía tampoco de la condición femenina pues “muchas mujeres juntas son harto trabajo” y en la Encarnación estuvieron a punto de tirarla del moño unas desaprensivas, pero con halagos y promesas las trajo a su causa y cambiaron de parecer o, cuando menos, dejaron de incordiar.
— ¿Queréis a Teresa por abadesa?
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—La queremos y la amamos. Te Deum laudamus.
Esto decían unas, mientras otras gritaban como posesas, en contra de su bordón. A las del jovenado, no es que entrasen en trance, es que les daban vahídos. ¿Quién podrá contar los incidentes de una batalla campal dentro de un convento? La reforma teresiana recortaba algunos de los privilegios y derechos adquiridos. Y en eso son muy contumaces, y numantinos, en la defensa de sus fueros, de sus usos y costumbres, los españoles. Dios es conciencia pero hay que ir a Él con tiento y mano izquierda.
A veces no dudó en utilizar la violencia, si quiera verbal, o procedimientos tan expeditivos como el de su garrote de abadesa, lo esgrimió contra un galán inoportuno que rondaba la reja de las carmelitas del paño y traía muy alborotado el gallinero con sus locuras. No volvió a portar por el locutorio. Prefería que sus postulantes fuesen profesas, que no hubiese legas ni freilas, ni señoras de mucho viso, ni bachilleras, ni melancólicas. Un santo triste, dicen los manuales de ascética, es un triste santo. La santa las ponía de patitas en la calle sin contemplaciones porque era de armas y tomar. Ella era la vera efigie de la reciedumbre. Hay en su espiritualidad síntomas de un combate agonístico, acérrimo que luchaba contra sí misma para mantener a raya a los instintos. Esto no deja de ser un contrasentido para una religión que predica la mansedumbre y el perdón de las ofensas, y no la venganza de los enemigos, o alcanzar triunfos materiales en esta vida. Es aquí donde brota lo más puro de su alma judía. ¿Y quién que no se haya abismado en la lectura de los salmos, que son materia prima de la oración pública de la Iglesia, un préstamo de la Vieja Alianza a la Nueva, que no haya sentido estos mismo escrúpulos? La iglesia de Jesús hace sus suplicas por cartapacio, poniendo en labios de sus monjes plegarias que brotaron del corazón arrepentido de un judío pecador como fue el rey David o de un patriarca en desgracia como fue Job. Teresa venía de la recitación y del manejo constante de estas plegarias de la ley antigua. De niña debió de escuchar recitar la “Shemá”42 a su abuelo
42 Oración rabínica a la aurora y al ocaso
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que no había recibido de grado el bautismo y seguía practicando de incógnito los preceptos mosaicos.
“Una monja de Toledo apretada de melancolías y muy tocada (echaronla) del convento por melancólica y fue a dar cuenta al Santo Oficio de que las reformadas se confesaban unas con otras”.
Anduvo renuente a aceptar en su compañía a señoronas arrepentidas como la princesa de Éboli y a bachilleras43 y cultas latiniparlas. Otra contradicción. Ella era una intelectual a lo divino y muy ilustrada en cuestiones del Antiguo Testamento y de los Salmos, como demuestran sus escritos. Por inclinación innata y por atavismos de raza, pues en sus genes bullía el espíritu del Pueblo del Libro.
De un lado quiere que la pobreza de los centros que funda sea total, y se obstina contra los ordinarios de las diócesis por las que peregrina haciendo antesala y pidiendo audiencia ante las cátedras de los mitrados, y de no pocos de sus confesores, para suplicar que los descalzos no gozasen de una renta fija y que vivieran de la caridad y de su sudor, pero, para evitar que la pobreza en la cual han de sumergir su existencia sus carmelitas fuese vergonzante, se ve obligada a aceptar donaciones. Las doce fundaciones se hicieron, a excepción del primer convento de San José, con mandas y herencias pías. Había defendido con uñas y dientes la autarquía económica, propugnando entre sus pupilas que no comiesen a expensas de otros. Sin embargo, como en el caso de Ignacio de Loyola al que financiaron los sefardíes huidos a Ámsterdam y a Londres, son los ricos comerciantes de Medina del Campo, los que van a apostar por el instituto que surge de la nada como reacción a los Padres de la Mitigación o calzados.
Encarece el trabajo de manos, con tal que sea humilde y no pomposo. La aguja, la rueca y la azadilla para sallar patatas del poco de huerta y, sobre todo, para no estar nunca ociosas, al ser la ociosi43
En Toledo rechazó a una postulante muy piadosa que decía leer todos los días el Antiguo Testamento. “Guárdese su biblia, que aquí todas somos mujeres poco instruidas, no entendemos más que de la aguja, la rueca y la azadilla”. Con estos exabruptos oscurantistas ahuyentaba a la Inquisición.
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dad la puerta de ingreso a la tentación. Pues, como dice Casiano, el monje ocupado sólo recibe el asalto de un demonio, mientras el holgazán será vulnerable a todas las embestidas de las potencias infernales. Se cuenta que Pablo el Ermitaño tenía su cueva llena de cestos y espuertas de mimbres que entretejía todo el año y, como no había quien se las comprara, la noche de San Silvestre las quemaba. Teresa se aferró a las recomendaciones del “ora et labora” benedictino; las manualidades son la sal que preserva de corrupción nuestra vida. Pero, utilizándolo como medio no como fin ya que, según acota el Eclesiastés, el trabajo está hecho para el hombre, y no el hombre para el trabajo. “Era tan amiga del trabajo de manos que cuando sus prelados le mandaban escribir algún libro, lo sentía porque esta ocupación la alejaba del bastidor”.
En todos los conventos la dieta era vegetariana y comían de lo que daba la tierra. “Todo lo que no fuese Dios le era amargura, llegó a no comer más que hojas de las parras, de este modo trujo la carne sujeta al espíritu”. Los libros que escribió, por imposición de la obediencia, nunca por su vanagloria44, denotan una familiaridad de trato y de intimidad con la trascendencia, aun en las cosas más menudas, de una “flaca mujer y sin estudios”, que ya quisieran para sí los mejores memorialistas ingleses. Por sus confesiones conocemos detalles de la cotidianidad de entonces. Así: “La túnica interior gruesa la trocaron por una jerga; con la jerga criaron piojos, y hubo que volver a la estameña”.
En Villanueva de la Jara, un año de grandes hambres 1579, las madres tenían un peral que por milagro estuvo dando peras abundantísimas todo el año. Lo desfrutaban y al día siguiente, misteriosamente, el arbolejo ostentaba cargazón sorprendente de peras que denominan muslo de dama en el país, y tanto que servía para satisfacer las necesidades del monasterio y luego de la abundancia de banastas recogidas se repartían entre el pueblo para remediar el hambre de los lugareños y curar a los enfermos, que, probado el
44 A los consagrados a la vida monástica no se les permitía firmasen sus escritos. Por eso la mayor parte de la literatura que se escribe en los conventos es anónima como corresponde a personas que han renunciado a los halagos de la honra, están muertos para el mundo,
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fruto del frondoso peral milagroso, al punto sanaron de sus dolencias.
Y con las albaquías o restos de las repletas maconas en Villanueva de la Jara se fabricaba la mermelada en la que fue insigne aquella villa manchega. Y en otro convento al año siguiente, que fue de peste, cuando el universal catarro del que hablan los autores, no quedó más que un escriño de harina. Era tiempo de marzo y eso significaría que las monjas no tendrían para sus remedios hasta el otoño, pero la despensera tomaba harina cada semana para una cocedura y el cillero seguía sin merma.
Ninguna religiosa pereció de inanición y aun les bastaba para vender y dar a los desvalidos. La faldriquera divina es un saco sin fondo, su misericordia nunca se acaba. Otro milagro. Propulsora del encerramiento y la clausura inviolable, reunión de mujeres que huellan el mundo “poniendo debajo de los pies sus deleites y la gloria que él más estima”, la simpar Teresa siempre estuvo en danzas, en pleitos, con el cayado en la mano para partir, en circunstancias poco adecuadas, para religiosas recoletas, tarifando con recueros, venteros, gente del bronce, mozas de partido, algún fraile prófugo de su comunidad, clérigos poco recomendables, padeciendo la sed bajo el sol implacables del sol de Andalucía, los hielos de Segovia, las riadas de Burgos, perdiéndose con sus hermanas en lo más fragoso de Sierra Morena, y expuesta a los peligros de los del pico y pala y de los peraíles. A vueltas con los de la capa parda y los del capillo, compartiendo techo y a veces plato con capadores, alojeros, zurcidores, cedaceros, cuadrilleros del Santo Oficio, mangas verdes y galeotes. Toda la chusma. Cuando posaban en alguna venta del camino, la priora era muy escrupulosa de la Regla y ponía a Julián Dávila que le acompañaba en todos los viajes de centinela, y nombraba una tornera, para que todas las relaciones de la vida diaria con el grupo se hicieran por conducto de la demandadera habitual. Ni que decir tiene que las monjitas deberían ir dando tumbos bajo el toldo de las carretas del país sin eje de suspensión, escuchando los juramentos del aperador, cuando alguna que otra mula cerrera
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empinaba, se descuadraba un cubo, o una vara se partía. Un voto a bríos o un rugido de cólera, en tal momento, perforaría el firmamento pues buenos son los arrieros a la hora de pegar voces.
Entonces, no había mapas de carreteras ni una red de comunicaciones como la que pusieron en ejecución para holgura y provecho de los españoles don Miguel Primo de Rivera y don Francisco Franco. Aun quedaban más de cuatro siglos para que viniese al mundo aquel zamorano universal, el que motorizó a los españoles, y que se llamaba don Federico Silva Muñoz. Las rutas eran de herradura, siguiendo el trazado de las calzadas romanas, sin letreros de orientación, con bandoleros moriscos al acecho en las gargantas y desfiladeros despoblados. Con el deseo de alcorzar o abreviar la jornada, los viajeros poco avisados no ganaban nunca el atajo. Se despeñaban por los barrancos o sucumbían, presa de las alimañas.
Bien es cierto que contaba como palafrenero a aquel cura que era un bendito y que, haciendo el oficio de su guardaespaldas, la escoltaba en sus recorridos de turismo fundacional por las diversas regiones españolas45 pero su mejor espolique era el propio Dios, Su Divina Majestad, que se le aparecía en sus arrobos, indicando el camino a seguir. “Ya eres mía y Yo todo tuyo”, se le declaró un día Jesús, su verdadero amante. Luego probaría la saeta enherbolada y allegaría la visión del serafín que le deparo el don de las entrañas desgarradas por la transfixión mística. En el estilo literario de Teresa desgarbado y sin alifafes late eso que se da en llamar por la teología presencia, esencia y potencia divina, confusión del abismo insondable. Algunas páginas de las “Moradas” causan vértigo por su mucha doctrina y admirables escondrijos. El alma inmortal vive apenada en el saco terrero de la carne. Hay una mano que nunca la detiene en su ascensión hacia arriba. Pero al diablo no hay que perderlo nunca de vista, “pues en todo momento le dio gran batería y turbación”. De ahí sus intercadencias. La carne pesa, rastrera,
45 Julián Dávila, su escudero fiel, al que “tenía mucho amor”. Tal compañía despertó recelos en algunas partes como en Segovia, donde surgieron voces y conjuras, sospechas de amancebamiento. Sin embargo, por quien verdaderamente debió de sentir cariño, espiritual ciertamente, fue hacia el P. Gracián, al que por cierto no menciona Diego Yepes en esta hagiografía que comentamos a diferencia de otros biógrafos.
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con sus resabios de vanagloria, con sus dudas y congojas. Y esto lo sabemos porque un día su superior, el P. Salazar, a la vez provincial de los carmelitas e inquisidor general, la ordenó poner por escrito lo que sentía. Fue una penitencia pero de ese castigo, so color de reprensión por sus rebeldías, salió una escritura magnífica, prez de la lengua castellana, hasta tal punto que bien es cierto que “Dios escribe al derecho con letras torcidas”. A veces tenía que hacerse la tonta para despistar a los corchetes de la Inquisición que estuvieron muy cerca de apresarla y, si no lo hicieron, fue por compasión, o porque el Señor, que estaba a su lado, levantaba cortinas de humo en la polvareda, y la escabullía, poniéndola a cobro de tales embestidas. Se limitaron a destinarla, forzosa, al convento de San José de Toledo. Menos mal que tenía cabimiento o influencias, como ella misma declara, con el monarca, quien en última instancia fue el que paró algunos golpes, pero ya sabemos que Felipe II tenía una personalidad dubitativa y vacilante como la de la Santa, sujeta a los vaivenes de un carácter que oscila entre la exaltación más entusiasta y la desgana. Nunca comprendió la rebelión de sus posesiones en el norte y la desconexión que percibía en el Palacio de Letrán con sus proyectos de apuntalar a la cristiandad.
Los psiquiatras podrían explicar sus melancolías por el mismo proceso que experimentaron Loyola y Teresa de Ahumada en sus desengaños o desencuentros con las cosas del mundo.
Y en medio de esa inadecuación entre el mundo al que aspiramos y al que tenemos delante de los ojos, hizo lo que hacen la mayor parte de los españoles honrados, en el ejercicio de un cargo de autoridad cuando la aversión les roe los zancajos o su presencia física suscita animosidad, antipatías e incomprensiones: meterse a fraile. Felipe II vivió vida de asceta. Siempre vestía de negro y su capa aguadera y su ferreruelo asemejaban a la sotana de un cura o a la túnica talar de un fraile. Siempre de luto y semblante grave, no parecía por su humilde austeridad, el hombre más poderoso de su tiempo. Un místico. Sentimental. Melancólico con el corazón de piedra y el alma ardiente. Más temido que amado por sus súbditos. Cruel y celoso en ocasiones. La biografía del gran monarca
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tiene lados oscuros pero también aspectos triunfales por lo que a la expansión del reinado de Xto se refiere. Fue blanco de todas las calumnias. Sus inveterados enemigos, las serpientes retorcidas y sepulcros blanqueados de un sanedrín maligno, que ha hecho correr ríos de sangre por los valles de la historia lo han nombrado como el “demonio meridiano”. Tampoco conviene hacer caso de las lenguas viperinas. Ladran, luego cabalgamos, Sancho.
Asistía con la comunidad de jerónimos al canto o al rezo de las Horas y hasta interrumpía al hebdomadario si notaba que se había saltado una rúbrica o pronunciado mal una frase del reato del día. España quiso abarcar demasiado y, agotada, exánime y falta de fuerzas, sólo confía en el milagro. La mayor parte de sus asesores eran conversos: Arias Montano, Villacastín y el propio Yepes. El sueño de Felipe II era un proyecto mesiánico basado en la Ley de Gracia. Por eso, quizá, haya sido tan discutido y tan perseguido. No cabe duda que el Segundo de nuestros Felipes había nacido bajo el halda de una estrella polémica. Allá por donde iba suscitaba pasiones encontradas. Vidas paralelas. También a la Madre le llovieron ataques, insultos y contumelias, por su decisión de romper con la mitigación. Su encontronazo con Los del Paño enconó los ánimos. Los carmelitas de una y otra regla estuvieron al borde de la guerra civil. Paritariamente — los santos son siempre controvertidos y arman el taco por la tierra que pisan: “no vine a traer la paz sino la guerra”— no sólo en vida sino también muerte, la Santa provocó una verdadera lucha de castas que duró entre los albenses y los abulenses. Al poco de expirar y su cuerpo aún caliente, los de una y otra villa estuvieron a palos, disputándose pedazos de su cadáver milagroso y odorífero. En Alba de Tormes tuvieron que conformarse con un brazo tronzado; el resto fue devuelto a su ciudad natal, hasta que por un Breve pontificio -historia macabra de una truculencia incomprensible- se ordenó al concejo de Ávila que devolviese a Alba lo que le fue arrebatado con fuerza, esto es, el cuerpo del delito.
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1) Monja inquieta y andariega.-2) Sus prisiones.- 3)Pero una luz la habitaba que le hacía vivir en Dios.- 4) Intimidad con el Criador y sencillez.- 5) Los templarios y el Carmelo.- 6) Castigos corporales a los monjes relajados. 7) La ley del silencio.- 8) Ceñid vuestros lomos con la correa de castidad e induciros de la loriga de la justicia. -9) Importancia del trabajo manual.- 10) El siglo del amor.
A la luz de las fuerzas encontradas que por doquiera que iba suscitaba y de las opiniones contrarias, se comprende, aunque no se comparta, el dictamen que mereciera la Santa a su enemigo más encarnizado el nuncio Sega que la llamó “monja inquieta y andariega que por holgar se anda en devaneos bajo color de religión”. Y la ordenó que se recluyese tres años en Toledo donde estuvo arrinconada y maltratada en una celda en la que hubiese terminado sus días, a no ser por la protección regia. Luego el visitador Pedro Fernández explicaría que aquellas “contradicciones eran claras envidias y manifiestos de pechos ensañados”.
Hubo mucho alboroto, a veces grita, se alzaron enemigos contra su persona de debajo de la tierra, y hasta las piedras parece se volvieron contra ella, ni los púlpitos la perdonaron y fue blanco de
CAPÍTULO V
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todas las desdichas y enfermedades, pero sus dardos envenenados nunca la alcanzan y, uno a uno, fue desbaratando los contubernios y soflamas. Personalidad misteriosa. Una luz la habitaba, que la hacía vivir en Dios, impulso vehemente a una misión soteriológica por las almas que se condenaban. Vio el infierno en una ocasión y Jesucristo en persona le mostró el lugar que le aguardaba, de haber seguido la ruta de los devaneos, afeites y disipaciones. Por pecados contra el sexto mandamiento que hoy se considerarían pecadillos. Teresa es una contrarrevolucionaria en materia sexual. En su afán de colocar sobre sus monjas el velo, que recuerda al “gurka” de los talibán, en la actualidad sería blanco de las acrimonias feministas, que la tacharían de retrógrada e integrista, como lo hicieron ya en su día las 150 mujeres que vivían en el primer convento calzado que profesó.
Escribía de corrido con prosa eficaz y sin alifafes, ni un tachón se aprecia en sus entregas ológrafas. No hay en sus obras floreos estilísticos pero los pliegos que rellenó, cálamo en ristre, trasmudan a la posterioridad el espíritu de la época que le tocó vivir, así como esa intimidad con el Altísimo, que le permitió columbrar panoramas en las cumbres, que pueden sólo divisar unos pocos es127
cogidos. Por eso, sus asertos causan asombro e incredulidad a los hombres y mujeres que viven después de Freud y de Mary Quant, de Carnaby Street, y de las parejas de hecho. En las capitulaciones de san Alberto ob. de Jerusalén, otorgadas en San Juan de Acre al primer prior carmelita, que fue san Bracardo, se daba una regla dura, siguiendo las pautas trazadas por los anacoretas griegos y los latinos que, desertando del ambiente turbio de las Cruzadas, determinaron la renuncia del mundo. Algunos se fueron a vivir al Sinaí, otros al Carmelo. En esto vieron algunos un símbolo oculto de engarce entre los dos Testamentos porque el profeta Elías y Eliseo fueron arrebatados allí.
Los ermitaños pensaban que la perfección del ayuno y la abstinencia de la carne les volverían limpios a los ojos del Señor, en espera de su segunda llegada. El templario Adalberto redacta estas leyes de seguimiento que se basaban en la castidad, la obediencia, la vida en comunidad, pero sin tratos los unos con los otros, más que para el rezo de oficios y misas. Que la celda prioral esté a la entrada del cenobio para recibir las visitas. En origen eran cuevas, que la reforma de Inocencio IV, a mitad del XV, las transformó en camarillas de las que los moradores no podían entrar ni salir sin permiso del abad. El modelo era la Tebaida anacorética, siguiendo los pasos de Simón el Estilita, el cual estuvo veintiséis años subido a una columna, se le gangrenó una pierna por la que trepaban gusanos que caían al suelo de tan gordos y de tan buen año que el ayunador mismo, como si nada, les increpaba: “Comed, comed, animalitos, lo que el Señor os pone en el plato”.
La reforma papal impuso a todos el refectorio y el rezo en comunidad. Algunos dentro de la celda tenían una alcoba o cámara secreta. Allí pasaban la mayor parte de sus días. El domingo era preceptivo la misa conventual y la confesión pública de los pecados unos a otros. Los castigos eran corporales. Alberto recomienda que los infractores del reglamento fueran castigados con “caridad”. Y esta misma constitución es incoada por san Columbano en sus monasterios celtas, donde a los monjes dormilones se les castigaba a
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una porción de azotes con el famoso “birch”46 de abedul, si se descuidaban en el canto del Oficio Divino o llegaban tarde a maitines. Ningún otro instituto monástico seguía una dieta más estricta que ellos, puesto que habrían de ayunar todos los días excepto domingos desde la Exaltación de la Cruz hasta la Pascua, pero en la norma del silencio se les dejaba mayor holgura que a los cartujos que no pueden hablar sino el 6 de octubre fiesta de san Bruno. Los carmelitas han de guardarlo sólo desde la puesta del sol hasta la aurora del día siguiente, desde Completas hasta Prima.
El silencio, como método de perfección ascética, de subida al monte Carmelo, limpia el corazón, alejando del alma del contemplativo las pasiones. Bienaventurados los limpios. Porque ellos verán a Dios. “Sile et psalle” (guarda silencio y prorrumpe en alabanzas) era el aforismo que había colgado del dintel de la puerta de los viejos monasterios.
En cuanto al atuendo, los primitivos seguidores de san Elías iban vestidos de burda jerga, descalzos, y, por cama, dormían sobre un jergón de tablas, de cabezal una piedra, nunca lecho propiamente dicho. El paso del hombre sobre la tierra es breve y lleno de peligros y el que piadosamente quiere vivir la perfección recomendada por Jesucristo tendrá que mortificar sus sentidos. “Vuestro adversario- exhortan las constituciones carmelitanas por el plan viejo- anda de ronda, puesto que busca el medio de devoraros. Ceñid con el cinto de la castidad vuestros lomos, vestid la loriga de la justicia, fortaleced vuestros pechos con santos pensamientos, poner sobre los hombros la túnica blanca de la virtud porque está escrito: el pensamiento de Dios os guardará del fuego de las saetas de vuestros enemigos”. Encarece a los anacoretas el trabajo de manos para que el “demonio os encuentre siempre ocupados, si llega a visitaros, y no tenga entrada a vuestras almas por la puerta de la ociosidad”. Los monjes, trabajando en silencio, coman su pan. Luego san Alberto hace la loa del mutismo espiritual que depara quietud y calma, es
46 Una vara de madera flexible. En las famosas “public schools” británicas todavía se administra esta fórmula de disciplina inglesa, reminiscente de san Columbano.
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atavío y ornato de la justicia, que “en el mucho hablar no faltará pecado y quien habla sin consideración hallará mal y Dios nos pedirá cuentas de todas las palabras ociosas que pronunciamos”.
Como ya dijimos, la supererogación en la práctica hizo que la observancia padeciera el acoso de la rutina y que los monjes se volvieran laxos. Algunos monasterios, ante la presión islámica, quedaron abandonados y una gavilla de acontecimientos y de cismas lamentables en el seno de la cristiandad deparó mala fama a los padres del paño. La casa madre fue trasladada desde San Juan de Acre47, de donde fueron desplazados por los frailes menores, a Roma y luego tuvieron gran influjo en Italia y en particular en Inglaterra en tiempos de Simón Stock, erector del convento de Londres de los frailes pardos o “grey Friars” para distinguirlos de los “black Friars” (agustinos), el cual plantearía la vuelta a las constituciones antiguas sin conseguirlo. Teresa de Cepeda propone una cura de caballo: la vuelta a las normas originarias de la Orden de san Elías, sobreseídas en 1444 por un rescripto pontificio, que las tachaba de impracticables y aspérrimas. Su lenguaje místico suena pues a algarabía48. No estamos iniciados. Somos pecadores. No mires, Señor, nuestras culpas, sino la fe de tu iglesia. Por el camino de la virtud se necesita un guía que abra la trocha y desbaste la maraña de pensamientos y de sentimientos encontrados, para trepar por el husillo de los sueños, subir por la escala de Jacob con peldaños resplandecientes, que es como trepar hasta el Everest de la santidad.
La vida mística recuerda a un laberinto en forma de escalera de caracol. Teresa de Lisieux, una de las más excelsas rosas carmelitanas, sería el paradigma de santificación mediante el empequeñecimiento o la escalera infantil. Otra alumna aventajada de esta fórmula de camino hacia Dios fue Santa Maravillas, la monja carmelita que elevó un verdadero pararrayos de plegaria, que nos deparará clemencia a los españoles ante la cólera divina en el centro mismo de la Península Ibérica, el Cerro de los Ángeles.
47 Murió asesinado en Jerusalén por los árabes en 1214
48 De al haraviya, la lengua árabe, forma de hablar confusa e inteligible de los musulmanes.
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El profeta Jacob recorrió sus peldaños por vez primera. Hay que volver a la tetada, hacerse como niños, sumirse en el letargo, la posición alfa, o dejarse transportar en la nube del no saber, porque el misterio no quiere conocer, renunciando a la sabiduría del mundo a fin de ganar la divina, sintiéndose iluminado por un tercer ojo que le descubre paisajes desconocidos. Para poder crecer. Su idioma no es una fórmula de andar por casa, sino que se articula dentro de una jerga cargada de símbolos y señales extrañas para adentrarse el laberinto de cierto trasmundo, sin sujeción a las leyes del espacio y del tiempo. Por eso una norma de vida que exija la renuncia suena a coloquio de marcianos a los que viven según la carne.
La lujuria es estéril y el pueblo de Israel, con sus complicados cánones acerca del levirato, se reputa por pueblo fecundo. La castidad que reclama de sus mujeres le hizo poderoso. El judío ortodoxo no considera al sexo una fuente de placer sino un mal necesario para la trasmisión de la especie. Creced y multiplicaos. Quisiéramos tener cuerpos de ángeles para presentarnos ante Adonay con un corazón puro y agradable pero la sangre y el deseo nos vuelven inmundos. El cristianismo, por el contrario, no lucha contra la fuerza y la sangre sino contra los espíritus que se propagan por el aire. Hay que estar alerta. Es un paso más allá. Existen otras atingencias que revelan el origen judío de la Santa. Además del asco del semen y de toda la emanación corporal, no podía soportar la presencia de un cadáver, la sangre le producía nauseas. Estando la Noche de Difuntos de 1567 en Salamanca adonde había acudido con Ana de San Bartolomé para abrir un establecimiento carmelita, la casa destinada a convento se hallaba ocupada y sus inquilinos, todos estudiantes, al ser desahuciados por el corregidor, prometieron vengarse con una de las habituales cencerradas, disfrazándose de almas en pena, tapados con una sábana, y haciendo ruidos raros por las dependencias de la enorme mansión. Muertas de miedo, las dos monjitas se encerraron en una pieza resguardada por temor a los “espíritus” o a la gamberrada de los becarios, haciéndose pasar por fantasmas. Como ninguna de las dos era capaz de conciliar el sueño, Ana le dijo a sor Teresa:
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— ¿Qué haría V.M. si ahora mismo caigo muerta y se encuentra sola entre cuatro paredes al lado de un difunto?
—Callades, hija, callades; que yo sí que estoy muerta de miedo. Nunca he podido besar un cadáver en los velatorios. Los cuerpos fríos me aterran— confesó la abadesa a la novicia que le escoltaba en las fundaciones como dama de compañía.
Las dos religiosas, encendida una vela, empezaron a rezar el oficio de difuntos. Así y todo ni a Teresa ni a Ana se les pasó el pasmo. Aquella noche salmantina fue una verdadera noche toledana. La Madre se sentía horripilada por la posibilidad de sentir a su lado la presencia de un cuerpo mórbido, tenido por lo más impuro de la naturaleza entre los cabalistas. También le daban asco los perros y
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los ratones que los judíos consideran animales inmundos aunque no tan impuros como el cerdo o el marisco.
Amaba los libros y conocía la Biblia de corrido, algunos de suyos pasajes, sobre todo los del salterio, había escuchado salmodiar a sus mayores, en hebreo. No hacía alardes de conocer esa lengua y en cierta ocasión despida a una candidata al hábito por jactarse de tener un buen conocimiento de la Escritura. Este fue un gesto exterior, de puertas para afuera (judío fino no come tocino) pero exhibe varales de longaniza en la antojana de su vivienda y oculta en un arca o en la más recóndita alacena el paño de oración y las filacterias, era el caso: despistar y confundir a los inquisidores.
Las biblias protestantes eran quemadas en la plaza de Valladolid en los autos de fe. Cuando se caía el pan de la mesa, lo besaba. Todos los suyos, al expirar, volvieron la cara para la pared. Se confesaba muy devota del Rey David y de san José. No comía cerdo. Al rezar seguramente se balanceaba su cuerpo y no movía los labios apenas. Tenía algunos conocimientos de cirugía, sabía de hierbas y algunos clérigos que encontró por el camino sospecharon de su celo de conversa. Todo ese acervo de creencias que llevaba en la masa de la sangre, reflejos condicionados y adquiridos a lo largo del turbulento peregrinar del pueblo elegido por la tierra, formaba parte de sus genes, y se manifiestan en su espiritualidad de talante abierto, independiente y con ribetes mesiánicos. El Pueblo de Dios es asamblea de luz y de salvación, no de tinieblas y de destrucción como pretenden sus enemigos que cargan sobre sus espaldas el vituperio de deicidas, no siendo esto verdad, porque fue el sanedrín y los escribas y los fariseos (letrados) los que mandaron al madero al dulce Jesús49.
Su talante es hasta cierto punto feminista porque se proponía no solamente la neutralización de la herejía, sino también la liberación de la mujer, a la cual consideraban los antiguos como un ser inferior.
49 No se detecta en sus escritos ninguna alusión antisemita ni menoscabo de judíos, que fueron habituales entre los escritores apologéticos y pasionistas
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Teresa vivía para orar por la salvación de todos los infieles, y, a tal respecto, es significativo en su biografía el encuentro que tuvo con el padre Maldonado, un franciscano que, al regreso de México, fue a verla a la Ciudad de las Murallas, antes de emprender camino de Ágreda como visitador franciscano. Le dijo que eran muchísimos los pobres paganos que morían sin la luz de la fe y, por tanto, se condenaban. Los judíos sienten una responsabilidad, una especie de complejo de culpa por su salvación y las de los demás, ganas infinitas de luchar en pro del establecimiento del reino de Dios en la tierra, el progreso científico, la mejora de vida. Ella quería al establecer un Carmelo más riguroso mediante la morigeración de las costumbres monacales pero no era oscurantista sino, más bien, de ideas avanzadas, acaso una mujer abierta al futuro. “Vi cómo muchas religiosas caían en el infierno de cabeza por culpa de la lujuria”.
Ella exige la reforma de costumbres de su siglo denominado por los historiadores como la centuria lasciva. Hasta los Papas no se liberaban del erotismo imperante que formaba parte del Zeitgeist o espíritu epocal. Al siglo decimosexto lo llaman los historiadores el siglo del amor. Quiere liberar a las mujeres de las garras del varón que las oprime luego de seducirlas, transformándolas en esclavas sexuales. Esa es la razón de su defensa de la pureza de vida. La existencia de la condición femenina no ha sido nunca fácil, tampoco la cohabitación con el marido. Las españolas de su tiempo conocían de cerca la miseria y los dolores, el hambre, las preñeces, los palos y el lema de la pata quebrada y en casa del macho dominante. Había que forzar en cierto modo las leyes de la naturaleza. Quería Teresa guardarlas, y esta es otra de las contradicciones de su epónimo carácter, echándolas el velo, cerrando puertas. El yugo y la carga del Esposo celeste son más suaves que las arras de los maridos mundanos. Sus contemporáneas en aquel siglo de guerras, pestes y falta de condiciones higiénicas en aquellos burgos cerrados auténticos mechinales, no llegaban a los cuarenta. La vida era breve. Intensamente se vivía Por lo común pasaban las mujeres de
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mozas a viejas desdentadas, los úteros hinchados por las continua preñeces, y gran parte moría de parto; su madre, doña Beatriz de Ahumada a los treinta y tres. Para alcanzar edad provecta y tener el condumio asegurado, los castellanos y castellanas de aquella hora se metían en un convento donde tenían el condumio. La magra ración y la vegetariana dieta garantizaban longevidad. A esta existencia holgada se añadía la promesa de la vida eterna, podían gozar de gracias especiales y ganar merecida fama, nombradía y fortunio de santas (las famosas de la época aunque todavía no se publicaban revistas del corazón.)
Bastaba la condición de renunciar al mundo. Siempre es más higiénico, ayunar que atracarse. Ya encerradas, no corrían el riesgo de ser ultrajadas50 y quedaban exentas del baticoleo galante. Siempre dentro de lo que cabe, pues ya sabemos que los demonios libertinos no cejan y ponen con frecuencia sitio a los conventos, y al siglo que le tocó vivir lo llamaban el siglo del amor romancesco, porque, insistimos, es al pie de los monasterios donde nace el mito donjuanesco. Teresa quería exonerar a sus candidatas a la santidad de las ataduras que, ligándolas al varón, las subyugaban de por vida, aspira a algo mejor, a un amor que no fuese fungible, lejos del tálamo, la prole y la cocina. Al eterno amor. Todo su afán es esparcir por España harenes para que en ellos holgara solo el Esposo Místico, el único que emancipa a la condición femenina de su estigma de muerte y pecado. Se trata pues de una revolución feminista a lo divino. He aquí, pues, una más de las múltiples contradicciones de la bienaventurada abulense. Sus ansias de libertad y relaciones con Dios, de tú a tú, sin intermediarios establecen por primera vez sello de modernidad, algo que se percibe en el fondo de sus escritos: el deseo de manumisión de la condición femenina. Era obstinada y
50 El estupro y la violación eran males más frecuentes- la condición humana permanece invariable a lo largo de los años, los lustros y las décadas-. Lo mismo incluso que ahora, pero tampoco entonces las monjitas estaban a buen recaudo, ya que rondaban los conventos los famosos galanes de monjas, moscones de la reja y del cuchicheo e iban de locutorio en locutorio para enamorarlas. El propio rey Felipe IV “practicó” la costumbre. Así nació el Mito de Don Juan.
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lista, y de esa forma, mediante amaños y argados, despistó a los detractores; confundió a sus enemigos. Estamos ante un temple rebelde, no aceptaba las reglas del juego. A la chita callando, dio la vuelta a la tortilla, materializando de esa manera la revancha del converso, relegado y tenido en menos, anticipándose a la jugada, siempre desbordando, porque en todo, hasta en lo nimio, se muestra gallarda y excesiva.
Sus fundaciones siempre siguen una pauta común. Primero la inspiración divina. El celo por la honra de Dios, la salud del mundo y la conversión de la infidelidad, que le roía las entrañas:
—Quiero que fundes por amor a las almas…Estoy a tu lado, no algunas, sino todas las veces ¿Qué tienes? ¿Cuándo te he faltado? El mismo, que fui, soy, no te arredres. Ten fuerte, Teresa.
Fueron estas admoniciones interiores del Amado la fórmula de su matrimonio espiritual, el supremo grado de la vía unitiva. Hecho que ocurre en la Pascua de Pentecostés del año 1572. En adelante, habiendo dejado atrás un largo periodo de desgana y de sequía en la oración, continúa escuchando la voz del Señor que baja a consolarla a través de sus visiones. Y no sólo oye sino que también ve a la segunda persona de la Santísima Trinidad. Se le aparece Su divina Majestad. Afuera ruge la marabunta y arrecia la persecución contra la vidente del priorato de la Encarnación.
Toda Ávila está alborotada, la ciudad se alza contra ella en pie de guerra. El clero contempla el proyecto como una merma de sus prerrogativas, rentas y derechos adquiridos. En Medina eran los agustinos los que se oponen con uñas y dientes, en Salamanca los teatinos y en Segovia son los beneficiados del cabildo. En este lugar, aunque contaban el beneplácito del obispo, llega un provisor de madrugada, enviado por los canónigos de la catedral cercana, instando a que desalojen el edificio. En Sevilla el arzobispo impide que en el nuevo palomar carmelita se haga la reserva del Santísimo. Dificultades y trabas surgen a cada paso y curiosamente son los hermanos de vida consagrada y los curas los más reacios a sus propósitos fundacionales. Únicamente, en Palencia notó la largueza
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y generosidad de los primitivos tiempos de la iglesia, cuando sus miembros tenían comunidad de bienes, y estaba en vigor el mandato nuevo “que os améis los unos a los otros”. Allí, el canónigo Reinoso, el aristócrata don Suero de Vega, junto con doña Elvira Manrique, heredera del conde de Osorno, al que llamaban en la comarca “el padre de los pobres” a causa de la largueza y frecuencia de sus dádivas, acogieron en sus casas a las carmelitas peregrinas, no permitiendo que fueran a posar a ventas de mala fama, como era lo habitual. Dicha hospitalidad constituye una excepción a la norma de trato poco evangélico y dureza de corazón que se encontró la monja en sus andanzas por Castilla y por la Mancha. Palencia, siendo pobre, hizo honor a la fama de su noble linaje godo. En otras partes, donde la influencia conversa o morisca se dejaba detectar mejor, el comportamiento fue menos deferente. En Sevilla, siendo la ciudad más rica del reino, pasaron sus pupilas azares y baticores. En Segovia, emporio lanero, el cabildo le dio malón con sus impertinencias y en Toledo, villa de sus ancestros, estuvo encerrada por orden del nuncio Sega. Por Córdoba pasó de noche y por poco se ahoga en el Guadalquivir51, al perder los arrieros la maroma de la barca en que vadeaban la corriente; hubieron de llamar a un cerrajero para serrar los cubos del carruaje que se atolló en los guardacantones del puente. Y en la Roda de Villanueva de la Jara y Beas, que eran predios de Encomienda a la Orden militar de Santiago (cruz templaria), se oponían a que en aquel pueblo se erigiese convento sin dote, no querían los caballeros de la cruz roja al pecho renunciar ni a su jurisdicción ni a las prebendas. Una pragmática firmada por el rey anuló tales contradicciones. La propietaria que cedía los terrenos para fundar, una tal Catalina Codines, la cual había tenido algunas revelaciones místicas, y, luego de curar de hidropesía y de un zaratán al pecho, era tentada de gota artética y de ceática, males de garganta y zozobra, de los que sabara, decidió dedicar su existencia a Dios.
51“La barca iba sola sin remos a toda furia río abajo, todas daban voces, como vieran el peligro en que se hallaban y la muerte a ojo, pero la barca encalló en un arenal, y fue milagro” (Vida de la Bienaventurada Madre Teresa de Jesús por Diego de Yepes).
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Hubo de permanecer al pie de dos años largos en la Corte, hasta que llegó el permiso de Felipe II. Sólo la corona podía interferir en las competencias de las órdenes militares. Era la norma. ¿Quién es tu enemigo? El de tu oficio. ¿De que parte se levanta el viento del odio? De las tiendas donde pasan la noche de esta vida los de tu raza. Pasó ya con el Nazareno, a los que sus paisanos quisieron despeñar, escandalizados y rasgándose las vestiduras (pues ¿acaso no es éste el hijo del carpintero y su madre se llamaba María y su padre José?), tras haberle escuchado en la sinagoga. ¿No es ese el hijo del carpintero? ¿No conocemos a su madre María y Jacobo y Juan sus hermanos se llaman? Los que traten de seguir sus pasos encontrarán las mismas pegas, el encono visceral, y las trabas de la envidia que dicen que es verde como el pendón de Ahumar.
Arrostrarán oposición numantina a sus planes, resistencia feroz, movidas por la avaricia, la envidia o el mal querer. Un convento sin renta solía constituir una rémora para la diócesis. Pronto se da cuenta la Madre de que los maravedís y ducados constituyen la materia próxima con que se labran las casas de oración. Sin bolsa ni proventos, sin productos, sin el dictamen de lo crematístico y el sonido del vil metal, no hay obra de Dios que se sostenga. Que aquí nada viene de vénganos. La ley natural se superpone, cuando no contradice, por desgracia, a la recomendación evangélica. Este es otro de los enigmas a los cuales se enfrenta el creyente. Tiene que dar marcha atrás y replantearse el tema, aceptar donaciones. A veces las busca por todos los medios. Sin el patrocinio de la Casa de Alba o las limosnas de los Mendoza, la paloma mística no hubiera jamás alzado el vuelo.

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1) De muchas mujeres juntas líbrenos Dios.- 2) Un hospital para enfermos de fuego sacro en el Camino de Santiago.- 3) Nombra a la Virgen por priora al cabo de una agitadas elecciones.- 4) A chapinazos con la Madre Superiora.- 5) Perplejos de sus donaires.- 6) Prosopografía física que se corresponde con un temperamento castellano.- 7) Lo primero el Santísimo.- 8) Instrucciones muy concretas sobre el tocado, el peinado, la disposición de la celda por dentro y hasta la forma de cantar; manda que la “entonación no sea por punto sino por tono, lo más sencillas que quepa”.- 9) Oración vocal y oración mental.- 10) San José nunca le falla.
“De muchas mujeres juntas Dios nos libre; dan trabajo” y “a Dios rogando y con el mazo dando” son sentencias que ayudan a entender la psicología de esta mujer que por algún tiempo se convierte en dueña del alma quimérica de España, a caballo entre el señorío y el desinterés y la mezquindad. El carisma de los arrobos de la Santa se tercia con las referencias a la situación social. No todos vestían de brocado. Se comía mal, había plagas y los cuerpos enfermos eran almacenados en el hospital como aquel de la Concepción
CAPÍTULO VI
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de Burgos52 que pretendía acomodar para oratorio. “Era casa pobre, llena de enfermos, quejidos y malos olores, muchos ratones y sabandijas asquerosas”.
Hay circunstancias en que Teresa se manifiesta como el epítome del candor y la sencillez, para más tarde mostrar toda la sagacidad y la sorna cachazuda de hembra castellana, como, cuando instala en la sala capitular de la Encarnación una talla de la Virgen, proclamándola abadesa, a raíz de los tumultos por unas elecciones conventuales —entre españoles los comicios suelen derivar en bronca, que ya decía José Antonio que lo mejor que se puede hacer con las urnas es quebrarlas a garrotazos— para designar abadesa de la comunidad. Había dos partidos y las monjas no se ponían de acuerdo hasta el punto que las de una facción y las de otra llegaron a las manos.
— ¡Atención!— Sor Teresa agitó la campanilla y, señalando con el dedo la imagen de Nuestra Señora de Gracia dijo: De hoy en adelante, ella será vuestra priora.
Sed sagaces como serpientes y cándidos como paloma. Ese gesto venció la resistencia de todo un monasterio amotinado contra su persona. Y en medio de los rigores, cuando más arrecia la persecución, escucha la voz interior: “Teresa, ten fuerte”. Él le va mostrando el camino pero a veces parece que se alcorza o tuerce la senda, siente el coraje de los esfuerzos en balde, los pasos perdidos. El demonio no ceja. Transformándose en duda o en violencia. Como aquella vez en Toledo en que una beata a la cual había quitado un sitio junto al hachero durante la misa. Teresa y la beguina empezaron a discutir y acabaron tirándose de los pelos. Al punto, acudieron las hermanas, presas de una gran turbación, porque la lega había llamado a la Madre ladrona, dijo que le faltaba la toquilla y que una monja de las tapadas con el velo lo sustrajera. Teresa entonces no pudo dominar su coraje ante la afrenta, se descalzó un chapín y estuvo a punto de correr a chapinazos a la otra. La Madre Ana de San Bartolomé la sujetaba.
52 Está documentado como uno de los lazaretos de peregrinos en la ruta jacobea para tratamiento de enfermedades de la piel. Antes de llamarse de la Concepción estuvo avocado a san Roque.
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Sus aspiraciones artísticas parecen mínimas pero los filólogos andan aun investigando sus escritos al cabo de medio milenio, y siempre dan con algo nuevo, un detalle que se les pasó a los eruditos teresianos de generaciones anteriores. Así como la obra de san Juan de la Cruz es la más traducida a idiomas extranjeros después del Quijote, “Las Moradas” representan un reclamo habitual tanto para la psicología como la grafología y los especialistas en el Siglo Oro. Fuente de inspiración de dicho tratado fue la construcción del monasterio escurialense, con sus apartados, corredores, tránsitos y pasadizos secretos (materia próxima.) Además, debió de leer de joven “Cárcel de Amor” otro poeta converso en la corte de los Reyes Católicos, Diego de San Pedro. Para él toda la vida es cárcel y monasterio y existen en la prisión del amor, según explica, treinta aposentos. En la más alta morada se produce la fusión de amante y amada en una misma carne y en un mismo sentir. Teresa toma la frase de vivo sin vivir en mí y muero porque no muero precisamente de Diego de San Pedro. La vida mística es cárcel alegórica. Es más la vida y los libros de la Doctora Abulense de la Iglesia Universal son un pórtico que enlaza la alegoría con el esperpento. En esta lucha Jesucristo queda vencedor.
Se alzan bandos y surgen pareceres, disputan unos con otros y no se nos saca de dudas, porque el espíritu de Teresa deja a todos perplejos. Los libros salidos de su mano guardan una frescura, adobada de refranes y de esa cachaza de los castellanos, entusiasta y noble, pero con sus pliegues de cuquería. Decires y saberes del pueblo. Demosofía aplicada al cauce misterioso de las relaciones y trascendentes. Causticidad que en algunos oídos de los prelados suena, ras con ras, a herejía. No hay neurosis ni enfermedad mental ni desequilibrios nerviosos. Los santos son heroicos porque les domina una fuerza de voluntad que asombra.
Debió de ser muy hermosa, luego engordó y, aun entrada en carnes, todavía debió de seguir suscitando pasiones. A lo último le daba todo igual como bien expresa su poema en que exalta la indi142
ferencia santa del contemplativo53, una vuelta al rollo, a la infancia espiritual, a la tetada del lactante, dejar todas las potencias exteriores en estado alfa y conocer la paz y el sosiego que sólo puede alcanzarse por la puerta interior.
Queda una pintura suya salida de la paleta y los pinceles, no demasiado exquisitos, de fray Juan de la Miseria. La santa, que guarda todavía esa coquetería instintiva que la mujer siente hasta el fin de sus vidas (un detalle muy humano, por lo demás) se queja de que la haya sacado, al retratarla, poco favorecida.
En sus viajes, a lo primero en tartana, la acompañaban doce monjitas a las que hacía guardar la regla incluso en medio de las incomodidades de la ruta, ponía tornera, llevaba un reloj y una campanilla, instrumentos indispensables de la disciplina. Intentando atenerse a la clausura entre el traqueteo, los relinchos de los jumentos, los desvíos, extravíos y los gritos de los recueros exasperados que, en medio del campo, rompían a blasfemar, las angosturas e incomodidades de la travesía. Después y “como muchas mujeres juntas son un peligro, dan trabajos” se inclina por aviar con la impedimenta y las personas indispensables. El nudo de la oposición se va deshaciendo poco a poco. Dios escribe al derecho con letras torcidas, pero, de entrada, los prelados, como el arzobispo de Sevilla, Rojas, se muestran renuentes a dar la aquiescencia. Teresa, recién llegada a fundar, se desvive por que se exponga en el lugar el Santísimo Sacramento. Son crecientes y menguantes de la vida espiritual, ora con mimos y consuelos, ora con desarrimos y sequedades. Pero no hay que amilanarse ante las pegas sino tirar para delante y es así como completa la lista de sus 17 monasterios de la Virgen del Carmen (diecisiete monasterios que valen por diecisiete autonomías), que pronto ganaron fama de santidad, por su pobreza, rigor de la claustra, penitencias y cilicios, y atuendo diferente a los de la mitigación con arreglo a las instrucciones precisas de la Madre al respecto:
53 ¿Que mandáis, Señor hacer de mí?/ Dadme alegría o tristeza, dadme pobreza o riqueza/ Dadme infierno, dadme cielo/ Vida dulce, sol sin velo/ Pues del todo me rendí / ¿Qué mandáis, Señor, hacer de mí?
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El vestido sea de jerga de buriel sin tintura, el escapulario cuatro dedos más alto que el hábito; las tocas, de sedeña o lino hueso sin plisar. Túnicas de estameña y sábanas han de ser de lo mesmo; el calzado, alpargatas y, por honestidad, peales de sayal, y el jergón de paja con una antepuerta de alfamar para recato. Traigan el pelo cortado para no gastar dineros en peinado. Jamás habrá de haber en la celda espejo o cosa curiosa sino todo descuido de sí. Y que todas se entretengan en trabajo de manos54, no primoroso, que monje ocupado no es tentado, y el trabajo corporal es la sal que preserva de toda corrupción nuestra vida. Los hombres, que son varoniles, con el regalo reciben ánimo y condición de hembras... Manda comulgar sólo los domingos y fiestas de la Orden y el canto en el coro ha de ser sencillo, que nunca la entonación sea por punto sino por tono, a voces todas iguales... De dichas o cantadas Vísperas hasta Nona a la mañana siguiente habrá silencio general. Freilas55 y monjas de coro no habrá. Todas han de ser profesas para evitar distinciones y prerrogativas; a cada una le compita una tarea por turnos semanales en el desempeño de todas las funciones conventuales (cocina, sacristía, lavandería y corral) excepto la tornera que habrá de ser designada por el provincial y tendrá una demandadera de afuera a sus expensas.
El último tranco de la existencia carnal de la Santa sería un continuo delirio de portentos. A una de sus vírgenes la conforta en la hora de la muerte, viniendo desde otro convento muy lejano a despedirse; a otra, muy enferma, le asegura que no está para enterrar y su pronóstico se cumple. La fama de sus poderes y preeminencias hinchió los rincones de Castilla. El pueblo entretiene su ociosidad,
54 “En ello hizo mucha fuerza, puesto que la ociosidad y el regalo es la puerta de todos los vicios”. Era partidaria de esta independencia. . a sabiendas de que en los conventos con renta y bien provistos pronto se cuela el demonio del tedio; del tedio al ocio y luego, la parlera, el devaneo, los billetes “toda la disipación que hoy vemos en muchos locutorios con las enclaustradas todo el día ocupadas en hablas ociosas ante la reja”, (Yepes)
55 Las freilas en las ordenes militares eran religiosas que entraban al servicio de otras con más rango. Entre los benedictinos se llamaba así a los donados, los cuales estaban exentos de las obligaciones de coro y, como no sabían latín, sólo estaban obligados a la oración vocal. Se encargaban de las tareas domésticas.
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porque ya hemos dicho que la casta hidalga pedía ejecutorias para desentenderse de las labores manuales y vivir sin trabajar teniendo en menos los oficios manuales, como cosa de advenedizos. La opción eclesiástica es la que cuenta con más adeptos. La mayor parte de los clérigos abulenses con los que trata Teresa presentan la misma estirpe de cristianos nuevos: Alonso de Madrigal el Tostado, obispo de la sede de San Segundo y de Prisciliano en vida de la Madre; el cardenal de san Sixto, Diego Torquemada; el de Coria o el de Burgos, Pablo de Santa María que habiéndose rabí llegó a ser deán de Compostela y de obtener el capelo en Cartagena; el franciscano Diego de Osuna autor del Abcedario Espiritual También sus confesores jesuitas eran de extracción conversa. Otros, que aborrecen el arado y el bieldo, se alistan en la marina o el ejército siguiendo la tradición de los jóvenes en paro de aquella para los que regía el aforismo de Iglesia, Mar o Casa Real. Esta ociosidad, tan peculiar, redunda en pro del arte y la literatura. Nunca se escribió tanta ni tan buena prosa ni se escanciaron mejores versos. El humanismo trajo aparejado la preminencia de las cosas del espíritu sobre las cuestiones materiales.
El tomismo en las aulas magistrales pugna reñido duelo con el erasmismo. Salamanca y Alcalá se convierten en palenques o foros intelectuales de los que salieron a la procura de la excelencia, los seguidores de Platón y los del Estagirita, de san Agustín o de santo Tomás de Aquino “el ángel de las escuelas”. Las disputas teológicas que derivaban con frecuencia en serios encontronazos, como los derbis de hoy en día, entre equipos rivales, servían de deportivo solaz a los castellanos de aquel entonces. Hartos de silogismos y controversias de dómines, los que desean proseguir por la senda de la virtud se muestran consternados y aun confundidos ante el iluminismo de los que, aborreciendo al mundo, se recluyen en lugares apartados, para mejor seguir el evangelio, o se declaran abiertamente en pro de una reforma de la vida cristiana. Brotaron conventículos erasmistas y focos protestantes en Valladolid y en Sevilla. Se asoma por los Pirineos la brujería, y confesores y predicadores encaramados a sus púlpitos alegan que Carlos V es el anticristo. La
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oración mental toma el relevo a los ritos externos con merma del culto antiguo. Hay confusión y bandos y se perfila lo que parece una guerra por la hegemonía del poder sobre las conciencias. En España no se llegó a entender, tampoco se le explicaba al pueblo de Dios, lo que era un conflicto de intereses económicos, so capa de cosas de religión. Las aguas se estaban saliendo de madre. La corona española apostó por la defensa de la ortodoxia y la primacía de la sede Apostólica, aun a riesgo de comprometer el bienestar popular. Sobre las espaldas de los de abajo van a caer los gravámenes de la costosa guerra contra los protestantes. Sólo un milagro hubiera podido conjurar el derrumbe. Había comenzado la decadencia, pero este declive será un crepúsculo glorioso, en verdad, un tiempo admirable con el que España deslumbró a la Humanidad. Duraría dos siglos, desde el desembarco de Carlos V en Tazones, Asturias, en agosto de 1500 hasta la noche de Todos los Santos de 1700, cuando en una alcoba del alcázar de Madrid expiraba entre exorcismos y mejunjes el último vástago canijo de la Casa de Austria, Carlos II el Hechizado. Los historiadores sectarios se ensañan con este período de lucha alterna y grandes cambios. Algunos cronistas, mal avisados, al narrar el Siglo de Oro, toda vez que pasan por alto lo que acontecía en otras naciones del orbe cristiano, parecen caminar sobre ascuas. Siempre se echa la culpa de todos los males a España y a la corona española. Es una hispanofobia que detectamos a todos los niveles los que vivimos en amistad con los libros y que sólo encuentra parangón con otro hecho parecido: el antisemitismo.
Europa entera cruje bajo el peso de las aflicciones deparadas por las guerras de religión con su secuela de hambres y epidemias. Había cambiado todo, hasta la misma meteorología, en medio de las convulsiones sociales y económicas de la centuria decimosexta. Se produjo una nueva glaciación que transformó el clima benigno del medievo europeo en más riguroso y seco, como demuestran las numerosas inundaciones de las que dan cuenta los escritos teresianos. No pocos autores pensaron que se acercaba la hora suprema. Nostradamus y otros agoreros echaron mano de la bola de cristal para predecir calamidades.
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Al hilo de esto, cabe reflexionar sobre una conjetura: que el apocalipsis no fuera un espacio relativamente corto en el tiempo sino de resultas de un lento proceso que pudo empezar a quedar expedito con los cataclismos del cisma europeo. Una vidente alemana, Sta. Gertrudis56, al propalar la devoción cordimariana, se refirió a la escatología como un devenir lento, alentado por la rebelión de
56 Existen marcados paralelismo entre la trayectoria vital de esta mujer y la de la Mística Doctora. Desde su retiro de Eisleben, Gertrudis, fallecida en 1354 y de la que dijo Cristo “en el corazón de Gertrudis me encontraréis”, anunciaba en sus Revelaciones que la devoción al Corazón de Jesús sólo podría entenderse a la luz del acontecer de los últimos días del mundo, por ser el amor de Cristo la panacea contra el odio que se desencadenaría al final.
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Lutero y el renacer islámico lleno de amenazas y de virulencia para los cristianos que vuelve a brotar a día de hoy. Las condiciones de vida en la Francia asolada de huracanados vientos, en la nebulosa Albión o en la clara Toscana o la sombría Alemania, tierra de lansquenetes, eran aterradoras. Se comía poco aunque se holgara mucho, circunstancia desencadenante de la avariosis o mal gálico. Las pestilencias medievales se repitieron varias veces por la faz del orbe conocido, lo que condujo a interpretar a algunos moralistas tales flagelos a guisa de purgas que enviaba el Altísimo a la cristiandad enlodada en la lascivia. Los movimientos de reforma calvinista tienen una génesis puritana que no habrá que perder de vista y en parte eran similares a los mensajes que trataron de difundir los Carlos Borromeo, los Camilo de Lelis, los Juan de Ávila, los Luis Beltrán, o los Vicente de Paúl, los Juan de Dios. Eso, de puertas afuera. Por lo que hace a España, la sociedad estaba dividida por una mezcolanza de etnias y de creencias.
Los marranos y los conversos, incorporaciones tardías a la fe, aprontan su savia nueva. En aquel tiempo de inseguridades y de falta de fijeza en todo, únicamente dentro del seno de la iglesia, se vivía bien, con un buen pasar. Los sacerdotes podían llevar existencia tranquila y, además, estaban aforados. En caso de delito, no estaban sometidos a la jurisdicción. Comparecían ante un tribunal eclesiástico. Los candidatos al estado clerical podrían gozar de holgura y obtendrían el reconocimiento y privilegios; en una palabra, el poder y las rentas con las garantías que esta forma descansada de vida da para la pereza y el ocio creativo, que es el que siempre ha tenido la católica España, frente a otros pueblos protestantes que se toman la vida más en serio. Para un español que vive aterrorizado por el pensamiento de que hay que morir en el fondo nada es importante, ni la misma religión. Es gente fatalista y muy acostumbrada a fingir y a manifestar concejeramente lo que no es o no sienten. Este es otro de los resabios conversos.
No obstante, la Iglesia con sus aumentos y gajes, su inmunidad foral y fiscal, representa el nexo de unión en el vértice de los po148
deres. Sin embargo, aquella vez, por falta de previsión, y, dejada de la mano del Espíritu, y a causa de los malos ejemplos del alto y bajo clero, se encuentra en crisis. Siempre nos han tocado a los españoles vecinos incómodos. Pero donde más se notaba su falta de convergencia era en el ámbito internacional debido a los intereses de estado encontrados sobre todo de España y de Francia. Esta última, embalada hacia una política antihispana que en Madrid intentaban sofrenar los validos (Duque de Olivares, Duque de Lerma, Cisneros) con paños calientes: casamientos de las infantas con los herederos del trono de San Luis y pactos de familia. Paritariamente, las hijas de Santa Teresa abren casa en París con la recomendación expresa de que alumbren las infantas francesas casadas con españoles muchos retoños. Por desgracia, si visitamos el pudridero del Escorial, nos daremos cuenta de que, a pesar de las muchas plegarias de las carmelitas de Paris, aquellos vástagos de la Casa de Austria y la de Boix se morían nada más nacer. Francia no tiene amigos sino intereses. Su rey a la sazón Enrique IV alentaba sin ambages las rebeliones árabes en la Alpujarra y en el Reino de Valencia, mientras entabla relaciones bajo cuerda con Solimán para que dé carena a nuestra escuadra que defendían en el Mediterráneo la bandera del papa. ¡Vaya un comportamiento de monarca cristiano! Se dirá.
Los Reyes de Castilla poseían el don de expulsar demonios mientras los de la Casa de Blois curaban las almorranas. Así es: las relaciones entre los súbditos del “Cristianísimo” –título otorgado por el romano pontífice al rey francés- y la Majestad Católica de España, no están soldadas por el amor natural y la filantropía, sino que obedecen a intereses de estado, y a cuestiones menos altruistas. Y para más inri, durante todos los conclaves que se celebraron a últimos de aquel siglo y comienzos del siguiente, los cardenales a las órdenes de Richelieu son los que organizan los pucherazos en perjuicio casi siempre de los españoles sobre los que pesaba de antemano el veto. Era muy activa la corte de Versalles en la organi149
zación de redes de espionaje por el Viejo Continente. Supieron ser más inteligentes o más diplomáticos al comprar las voluntades de las eminencias de San Juan de Letrán y de esa forma controlar los acontecimientos en Europa. El pueblo llano, desconocedor de tales intríngulis, agachaba la cabeza, resignado. Se limita a morir heroicamente en Lepanto o derramar su sangre bajo las banderas de los tercios, o, en el mejor de los casos, pasar a Indias, donde encuentra campo a su inventiva, el deseo misional, la sed de aventuras y de ver mundo. Todo un continente se volvió mestizo o criollo en unas cuantas generaciones gracias a la idea mesiánica insuflada por los conversos en el talante castellanohablante. Está claro que nuestro destino no estuvo en Europa sino en África y en América.
Las clases altas se dedican a vivir de las rentas. Los señores del castillo a perseguir a las doncellas por los corredores y a tener hijos bastardos, mientras sus consortes, relegadas en el tálamo, se consuelan con el culto en los templos de Madrid, acudiendo a novenas, adoraciones nocturnas, sermones, triduos, procesiones, bendiciones, reservas.
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Teresa era una gran devota del casto José. En su intercesión este cariñoso varón de virtudes nunca le fallaba. Cosa que le pedía cosa que le daba: San José. El padre de NSJ le sacó de más de un apuro y resolvía todos sus conflictos con aparejadores, corchetes, alguaciles, fantasmas y nuncios. Varios de las casas, la primera y la última, en Ávila y en Burgos, las coloca bajo su vara milagrosa y siempre florecida, y tan taumaturgo fue, a tenor con lo que escribe la Santa, que mi persona fue salva. Hubo en el invierno de 1581 en Burgos, adonde llega empapada, y a punto de ahogarse, al vadear el Arlanzón, grandes avenidas a causa de diluvios, y ello invocó el nombre de San José. Al punto, las aguas lamieron la entrada de la nueva fundación, pero sin pasar adentro.
Castilla eleva los ojos al cielo, anhelante de agua, en medio de pertinaz sequía, provocada por un cambio de glaciación. El pueblo efectúa rogativas en espera del milagro. Tenía que haber una intervención celestial a la desesperada. Todo el mundo cree ver visiones, se olvida de la realidad diaria tan adversa, buscando consuelo e intervención directa desde “arriba”. Gusta de vigilias y procesiones. Triunfa la oratoria religiosa y los sermones revisten todo un acontecimiento social. A veces, no es sólo meramente fervor devoto el que le mueve a acudir presto a las iglesias. Como en el drama del “Burlador de Sevilla”, Mañara va más, por seguir a su dama que por oír las completas. Las mujeres solían estar encerradas en sus gineceos y apenas pisaban la calle si no era para acudir al templo. Galanes desaprensivos y poco escrupulosos con las cosas santas aguardaban “su” oportunidad. En cuanto abrían un locutorio, se presentaban allí los donjuanes. El diablo andaba también listo y hacía declaraciones amorosas “por el torno”. Era cosa notable cuando sonaba la campana de Nona en los conventos ver afluir hacia los locutorios a toda una turba de admiradores secretos acudiendo a las puertas de las casas de oración para requebrar de amores a su doña Inés, a sus Marfisas, o a su sor pascualilla. El hábito no hace al monje ni espantaba a los sacrílegos donjuanes. Con frecuencia ocurrían incidentes y lances a la puerta de los monasterios o en el
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interior de las iglesias. Un jueves santo Francisco de Quevedo dio muerte a un caballero que había abofeteado a una dama. Miguel de Cervantes por una trifulca de espadachines, estando la honra de por medio, con resultado de muerte cometió homicidio y esta fue la causa por la cual ha de huir a Italia refugiándose en casa del cardenal Silíceo.
El rey don Felipe IV era visitador de locutorios, como demuestran los sucesos 57acaecidos en la villa de Madrid que tuvieron como protagonista al candungo monarca y a las monjas del monasterio benedictino de San Plácido. En ese recinto, que debió ser guarida de alumbrados, de la noche a la mañana veintitantas monjas quedaron preñadas, por lo visto de mano de su capellán, hombre mozo y de muy pocos escrúpulos que predicaba el amor total y la entrega sin condiciones a Jesucristo en la persona de su representante en la tierra, el confesor y maestro espiritual. Se dijo que en aquel lío pudo estar metido el propio monarca, del que afirma Marañón que era hombre de una capacidad amorosa insaciable, casi femenina. Incombustible e insaciable en su ardor erótico. Un caso único. Echaron tierra al asunto aunque no se pudo evitar que la Inquisición abriera causa. Al culpable lo ahorcaron y a sus dirigendas las enviaron a la cárcel de Toledo. Los códices guardan silencio discretísimo sobre si llegaron a alumbrar lo que concibieron durante las pláticas pías y qué fue de los frutos múltiples de aquellos “sacrílegos” devaneos.
A la luz de esto se comprende por qué Teresa de Jesús no podía ver a las monjas de la Encarnación pelar la pava con extraños, y aunque no fuesen extraños sino parientes y conocidos, ante el rastrillo claustral. Conocía el percal y tendría sus motivos. Como ama de gobierno, Teresa era muy lista. Se desvivió por la clausura estricta. Felipe IV tenía con las monjas una verdadera fijación. En el dichoso San Plácido de una novicia estuvo tan enamorado que se citó con la religiosa en su celda pero la abadesa que estaba sobre aviso le urdió una encerrona. Ordenó a la novicia que se pusiera de
57 La muerte de Villamediana pudo venir como consecuencia de alguna de estas parcialidades
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cuerpo presente, fue introducida en un ataúd, y, cuando en la iglesia retumbaban las estrofas del Dies Irae y se rezaban los funerales por su alma, llegó el amante furtivo que no era otro que el rey oculto el rostro con un chambergo y embozado en su capa. Don Felipe al olor del humo de las velas y del incienso —viniste tarde, amor, la hora ya está cumplida— al escuchar el lamento de las estrofas del Dies Irae, puso pies en polvorosa.
Estos burladores58, azote de las congregaciones religiosas por aquellos días, sacaban de sus casillas a la Madre. A uno amenazó con salir detrás de él con el hurgón del fuego de la cocina y a otro de los regulares le mostró una badila si no dejaba en paz a una postulante. Le parecían tales sujetos más que los propios luteranos. Aducen los sexólogos que en los complicados mecanismos del ludo amoroso representa un papel notable el morbo. Lo prohibido es un grado. En un tiempo en que los burdeles y las casas de tapadillo eran innumerables en las ciudades y en villas, y hasta en los pueblos, los galanes de monjas, dejando las malas, esto es a las meretrices, optan por las buenas, esto es las vírgenes consagradas a Dios (traza diabólica). El deseo no respeta. Es sacrílego y en su curiosidad desemboca en la paidofilia, el fetichismo, la bestialidad, aberraciones que, si mirándolo bien presentan la demoniaca cara oculta de nuestra sociedad, forman parte de la condición humana, proclive a los vicios. La lujuria no sólo corrompe a las sociedades, desencadena tempestades de violencia y por donde pasa deja una estela de lágrimas.
Todas estas bizarrías que leemos en la gran prosa ascética de éste y de los siglos siguientes, tan abundante en las letras castellanas, y que a oídos profanos suenan a galimatías, entroncan comúnmente con el género caballeresco que sublima el amor profano confundiéndolo con el deseo de amor divino. Los avatares que cuenta Teresa recuerdan sucesos novelescos. Es la impulsora de la corriente mística, un venero en el cual se registran los mejores pulsos del ser nacional, y artesa donde se amasa el castellano como idioma
58 Burlador como sinónimo de violador
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universal. De su encuentro con Juan de Santo Matías, misacantano, con el cual traba conocimiento al poco de la fundación de Medina del Campo, la víspera de la Virgen de agosto, da cuenta Diego de Yepes pero abordando la cuestión de pasada, acaso barruntando la importancia que iba a tener en la vida de Teresa de Jesús aquel tocayo suyo, uno de los mayores escritores en español, en el siglo: Juan de Yepes, autor de “Llama de amor viva”:
“En este tiempo trajo el Señor a Medina a fray Juan de la Cruz, mancebo corto de estatura pero grande de espíritu y talento; y, como la Santa tuviese nuevas de su vida y religión, acordó también de hablarle, y en cuanto le habló, como buena lapidaria, conoció los quilates de aquella piedra preciosa, y parecía que lo era, que él solo bastaba para primera piedra del monasterio que quería labrar”.
La fundación de Medina donde recibió dineros y casa del mercader Blas de Medina, tratante de paños en Flandes —está por estudiar en qué grado y cómo las guerras del norte enriquecieron a los marranos lusos e hispanos que tenían abierta sinagoga en Ámsterdam y en Brujas, y fueron los únicos beneficiados de aquel conflicto en el que negociaron ventas de armas y contratas tanto para los españoles como para los flamencos, saliendo fiadores de jesuitas y carmelitas y financiando la Contrarreforma— tuvose por milagrosa.
En esta segunda donación acepta la dote de trescientos ducados de María Ocampo y los seiscientos de Isabel Ortega. La Madre era muy escrupulosa y legalista, jamás suele dar un paso en falso y sin el asesoramiento del escribano o del confesor. Tuvo muchos; a veces son ellos los que parecen que carean a la Santa pero otras veces es ella las que les hace investigación, adivina su vida y costumbres, o delata sus vicios. Como le ocurrió con el párroco de Becedas, o con un reverendo que asistía en la Encarnación y a quien vio al momento de dar comunión como el diablo lo tenían prendido y enredado entre los cuernos. Aquel oficiante se atrevía con sus manos indignas a portar al Señor y distribuir la comunión. En otro instante, Su Majestad le muestra el lugar que le tenía preparado en el infierno. Fue una visión fugacísima pero la impresión de aquella escena le quedaría grabada de por vida.
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Las confidencias siguen. En otra oportunidad, Cristo en persona vino a decirla que Bernardino de Mendoza no saldría del purgatorio hasta que no se dijese la primera misa en el Carmelo reformado de Valladolid. Fueran mentira o verdad, estas visiones o suposiciones imaginarias, lo cierto es que ella sabía, dueña de su fe y toda una madre coraje, barrer para casa.
A San José le tuvo siempre a mano. A la Magdalena, cuya fiesta celebraba con mucho rumbo, la vio en varias ocasiones y también vio a san Andrés y al apóstol Juan, que asistían como diáconos y subdiáconos a la misa celebrada por san Pedro de Alcántara.
Conocía no sólo por el nombre sino por la cara a santa Catalina de Siena. Santo Domingo que se le aparece en una cueva del convento de Santa Cruz de Segovia, y a san Benito y a santa Escolástica y a otros muchos santos de la corte celestial también los conoce de vista... Los jofores o vaticinios que vierte sobre algunas personas a las que presagia el fin de sus días, o el cese de una tribulación, se cumplieron a rajatabla. Resucitó a su sobrino Gonzalico Ovalle, el hijo de su cuñado el aparejador de Alba de Tormes y antiguo soldado a las órdenes del Duque, cuando se le vino una pared encima, aunque en la versión del milagro difieren los biógrafos. Efrén de la Madre de Dios dice que el niño cayó malo y fue encontrado muerto en la obra antes de que las rafas de ladrillo se derrumbasen y añade que su hermana, que estaba encinta, de la impresión de ver al pequeño muerto malparió. La Madre, cuando administraba al neófito las aguas de socorro, tuvo un trance y al cabo vino para su hermana, muy contenta, diciéndole que se alegrase porque acababa de presenciar la entrada de un angélico en el cielo.
Las monjas de San José criaron miseria, pues el sayal de velarte y el basto buriel pronto fueron reclamo y albergada de incómodos parásitos. Ya que lo supo, puso sus poderes en juego, apretando en la oración, para que no se les deparase semejante plaga. Dios la hizo caso y, de repente, la liendre desapareció. Los que visiten este lugar encontrarán allí un cristo de los ojos lindos al que se conoce por otra denominación: la del Cristo de los Piojos. Fue el que obró
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el milagro, además, con la garantía expresa otorgada por la fundadora de que de allí adelante ningún convento carmelita los tendría. A tan repugnantes parásitos se les niega la entrada y, desde que Teresa hizo este milagro, ya no hay liendre.
Si bien los ortópteros no representan una grave amenaza para el desenvolvimiento de la vida claustral, los cáncamos peores son y de otra calaña. Nada más temible que la roya humana. Las picaduras de la chinche son las más mortíferas. Porque el diablo gusta de disfrazarse de toca y griñón y se ciñe a lo mejor los cuadriles con un escapulario santo. Teresa tiene que librar cerrada batalla contra este personaje que se le aparece cuando menos se lo piensa. Y hasta le hizo una coplilla;
Pues nos dais vestido bueno, rey celestial, líbranos de mala gente este sayal.
El diablo son los otros, según Sartre. Anida en el espíritu de contradicción que nos es afín a los seres humanos. Esté donde esté, y fuere quien quisiere, el caso es que este personaje, Mefistófeles, o como tengan bien a nombrarlo, formó parte de su existencia, y puso no pocos estorbos en el camino de su santificación. Por lo pronto, ella tenía un carácter vivo que no toleraba réplica y lo trata de solucionar derrochando dosis de humildad y espíritu de obediencia pero el orgullo que llevaba dentro salía a flote.
No fue buen negocio traer una priora de la Encarnación a San José. Parece ser que la Santa y Teresa Cimbrón discutieron y ésta tuvo que regresar al primer monasterio. Es cierto: a veces el diablo y el infierno son los otros. Consciente de tal fragilidad procuró que en sus casas las profesas estuviesen el mayor tiempo con las manos ocupadas y a ser posible aisladas, en celdas separadas, con ermitas exentas del edificio matriz o con cámaras inaccesibles dentro de las propias habitaciones. Para estar en la nube del no saber. Para abstraerse. Como los morabitos mozárabes que se apartaban a un desván de la iglesia (cámara santa) o los anacoretas monotelitas escondidos en le helgadura de una roca. El caso es no tener comercio con las demás. Porque entonces surge la tentación, salta la chispa.
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Cada mochuelo a su olivo. Cada pájaro a su alcanda y cada penitente en su rahez. ¡Qué inteligente era santa Teresa! ¡Qué bien conocía el alma de las mujeres y la naturaleza humana esta santa tan castiza, tan nuestra!
No paro de sonreír para mis adentros con melancólica tristeza cuando acudo a Ávila y me paro a besar al Cristo de los Ojos Lindos por otro nombre el de los Piojos. Es contemporáneo de la última sesión del concilio de Trento: 1563. Después, a la que subo, tengo que alargar el paso por miedo a la liendre de los conventos, no sea cosa que me dé un pasmo o me aceche el peligro de un piojo mucho más peligroso. Es la envidia. Aquí la gente con iniciativa no es bien quista. Se ha de ser gregario y del montón. Si alzas un poco el gallo, te degüellan. ¡Qué bien lo sabía Teresa! Y con Ana Dávila que era mujer de temperamento discutió también. Por eso el Señor no para a veces de echarle reprimendas y encarecerla tuviese mano izquierda para manejar a sus discípulas y zarcear en medio de tantos peligros. Había cocodrilos con la boca abierta esperándola al borde de las charcas. Las curias siempre dieron albergada a este tipo de monstruos omnívoros. Los peores diablos son los que llevan sotana y alzacuellos según lo da a entender la mística doctora en su prosa clarividente y sencilla, por otro lado trufada de cordura y sensatez. Toda su obra despliega híper lucidez, clarividencia como buena escritora que fue. Lo supo por experiencia. Tuvo que bandearse por orillas viscosas y resbaladizas. Dios estaba con ella, desde luego. Si no, imposible entender su vida y los trances por los que atravesó, vadeando, indemne, un mar de peligros y dificultades.
Su muerte en Alba de Tormes conmueve, al igual que su personalidad, no ya meramente por toda la parafernalia que rodea al hecho, sino por la admirable serenidad que mantuvo. Se la gangrenó el zaratán –hoy dirían metástasis- de un pecho. Tenía 67 años. Le llega la última enfermedad con motivo del alumbramiento de la Duquesa de Alba. En aquel tiempo los grandes personajes, llegado un momento trascendente de la vida: alumbramientos, decesos, viudedades, salidas del esposo o de los hijos para la guerra, quieren
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contar con el valimiento o la intercesión de estas “santas” mitad parteras, ora plañideras, ora aliviadoras de los lutos, que deparan buena suerte, o arrimo contra el infortunio. Se las trata como de la familia, con derecho a alimonia y mantenencia pero sin soldada. Posaban en casa de la gente de viso, formando casta aparte en medio de la servidumbre de asiento, o flotante. Los lacayos de plantilla, los fijos, no solían mirarlas con buenos ojos, dentro de las cortes y los castillos medievales, pensando les hacían la competencia. Entre privados siempre hubo envidias. Las casas señoriales estaban bien abastadas de damas de compañía, bufones de aluvión, parientes pobres, paniaguados, y convidados, sin otra aspiración que el vivir de gorra. De origen medieval es la costumbre. Da origen al mecenazgo. Y sin esa hospitalidad no se hubiera entendido el gran arte y literatura de occidente
Al socaire de los príncipes magnánimos encuentran acogida y medran las leyendas, la paremiología, los juegos de manos y de cartas, los títeres, la magia y el propio teatro. Estos simposios o ágapes o reuniones en el castillo señorial son el origen del cuentacuentos y la literatura oral. De aquí surge esa potencia para narrar historias de las grandes literaturas europeas: apólogos, romances, sagas cantares de gesta, lais, etc.
Es como un despertar. Se abre la rosa de los vientos a nuevos rumbos. En los aposentos palaciegos, por otro lado, de las cortes ducales, como la de Alba, Lerma, Medinaceli, Medina Sidonia, Benavente, regentadas por los Fernández de Toledo, Guzmanes, Mendozas y esas cien grandes familias, muchas de origen converso pero que con habilidad entallan su origen oscuro al disfraz de los sonoros nombres godos, que se alzaron con la exclusiva de la riqueza que supuso para algunas arcas la llegada del oro americano, tuvo la Mística española casa propia.
Es un ir y venir que llaman acarrear. Es todo un ardiente penar a la sombra de la obediencia y bajo la amenaza de la coroza que se cierne sobre la cabeza del reformador, el cual escogió por norma vivir peligrosamente. Un paso más, y terminas en la herejía
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y atraes sobre ti el capirote del penitenciado por la Inquisición. En Segovia un provisor suspicaz la ordenó que quitara el Sacramento y mandó por conducto de los corchetes el corregidor auto de excomunión. Todas esas congojas hacen acto de presencia en sus obras y seguramente aceleraron su muerte. Sufrió mucho Teresa y parece ser que Dios se sirvió de los amparos que otorgaba el cabimiento de la Casa de Alba para evitar los alguaciles y el baldón del Santo Oficio. Tuvo que ir a visitar a la duquesa aunque ya venía mala. Meses antes de fundar en Burgos, debió de tener su entrevista con el monarca en San Lorenzo, un acontecimiento que silencian también sus biógrafos o lo abordan de pasada. El Escorial la inspiró la obra de “Las Moradas”: una fantástica alegoría de sus vivencias de oración en forma de símbolos. Tiene que echar mano de las impresiones que le causara su entrevista con el monarca, habitante del Escorial, un adusta interpretación en estilo gélido herreriano de la mística ciudad de Dios, con ventanas infinitas que encierran cámaras y claustras vacías donde retumba el eco de las puertas que se abaten mal cerradas o el gañir del viento huracanado que sopla desde el monte de las Machotas. El monasterio del Escorial, todavía en obras, le sirve de inspiración. Sosegaos. Ve a un rey burócrata, sedentario, inmovilista. Es la cólera del español sentado cuya mera presencia causa pavor. Ante el palacio y el hombre que lo habita, esclavo de su deber, una voz musita a los oídos de la monja que también viene cansada, pues trae dentro de las sandalias todo el cansancio de España, el polvo de sus caminos una advertencia:
—Sosegaos.
Parece que las piedras hielan la mirada mientras el alma se abrasa en aquel inmenso caserón con diseño de parrilla. No se permiten las manifestaciones espontaneas ni el memorialesco semblante que impregna otras narraciones sino un lenguaje sublime, apto en exclusiva para los iniciados. Este encuentro con El Escorial y lo que este monumento representa para la idiosincrasia de la época filipina debió de dejar una huella indeleble en aquel alma tan peculiar y tan contradictoria. Porque la Santa es una constante y sorprendente contradicción. Pues,
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Cuando dice, con iluminada cordura, que esta vida no es más que una mala noche en una mala posada, en esta frase vuelca su mala experiencia y el trajín de su quijotesca andadura. Nada más incómodo que los garitos en los que ha de pernoctar con sus monjas, como aquella venta en el Tiemblo donde vivió una pesadilla protagonizada por un capitán de los Tercios que, sintiéndose humillado, porque el mesonero, según protestaba el enfurecido soldado, le había dado una habitación peor que a las hermanas, tiró de alfanje y estuvo a punto de liarse a mandobles con toda la congregación.
A esta vida llena de soledad, privaciones y de peligros se viene a padecer befas, humillaciones, contratiempos, baldones, escarnios, incomprensión, descalabros. Pero, a cambio de tanto sacrificio, aguarda a los escogidos un cielo al que se llega por senda de abrojos. La puerta del paraíso es estrecha.
A regañadientes y sin el mayor entusiasmo, más que por complacer a la gran señora doña Beatriz, por pura obediencia, acude a confortarla en los instantes del alumbramiento. Algo así debió de hacer la Virgen María con su prima santa Isabel. Una confidencia celestial le anuncia, sin embargo, que su presencia no era necesaria pues la mujer hubiera ya parido. Teresa vuelve a Salamanca. Va a morir. Se encuentra muy cansada pero tiene que cumplir con su deber. En estas postineras señoras (Guiomar de Ulloa; Luisa de la Cerda; Ana de Mendoza, princesa de Éboli, “furiosa y terrible mujer”, esposa del valido del rey, don Ruy Gómez, de origen portugués, antojadiza e intransigente; Elvira Manrique) encuentra la buena faldriquera para fundar sus conventos de pobreza, que son sólo hacederos gracias a las rentas y donaciones de la nobleza. Pero su actitud hacia tales damas guarda cierta reserva a medias entre la suspicacia y el halago del converso que busca abrirse paso en la sociedad mediante la recomendación y el amparo de la alcurnia. Es por esto que su padre cambió el apellido manchado de Sánchez por el de Cepeda y Ahumada. Se observa que en la descalcez ya no tienen cabida los nombres rimbombantes que campeaban en la Encarnación: Quesada, Estrada, Arias, Quiñones, Andrades, Velascos y Quirogas. Predominan los nombres
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de siempre: las Catalinas Codinez, las Aldonzas, etc., que se transmudan en Anas de San Bartolomé, María de la Purificación, Blasa del Santísimo Sacramento.
Por el camino les sale al encuentro un heraldo para anunciarle la feliz novedad del alumbramiento de una niña. El parto fue corto. Ya no era necesaria su presencia pero decide seguir hasta la villa salmantina. Venía de Burgos donde el último cenobio que establece fue una larga secuencia de trabas a cargo de la curia y de engorros. Ésta y la de Sevilla le dieron harto quehacer, debemos recalcarlo. Entra en la capital burgalesa con el tiempo metido en agua; varias semanas que no paró de diluviar a mes de diciembre de 1581. Abandona Burgos en la primavera siguiente después de la gran riada que estuvo a punto de llevarse río abajo el barrio del Espolón. Casi un prodigio el que el nivel de las aguas del Arlanza no sobrepasara los zócalos del oratorio recién fundado por la Santa. Una placa sobre el frontis del muro de esta casa burgalesa que las carmelitas tienen en el barrio del Espolón sigue pregonando la intercesión milagrosa de san José en aquella avenida. Las riadas debieron de ser muy frecuentes en aquellos estíos tan calurosos del Siglo del Amor. Me remito a los famosos versos del romancero: “Bernardo estaba en el Carpio/ El moro en el Arapil59/ Como el Tormes venía crecido/ no se puede combatir”.
Ya barruntaba su próximo fin pero no ceja y vence con tesón las porfías del eclesiástico de turno, renuente a que en su jurisdicción se erigiera una comunidad monástica, sin las garantías de autonomía económica. En lo que el arzobispo daba su anuencia de apertura del recinto, tuvieron que irse a vivir con los apestados y moribundos del Hospital de la Concepción, que era un lazareto de peregrinos. La experiencia debió de ser traumática en aquella crujía del dolor. Los piojos verbeneaban a su antojo subiendo y bajando por las sábanas y cabezales; y entre los quejidos, malos olores y alimañas asquerosas, que las ratas campaban por sus respetos, las monjas no podían concentrarse en la oración. Para colmo a una
59 arapil, teso, meseta pequeña (Salamanca.)
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de ellas se le apareció el diablo. Era un mastinazo negro que se escondía por el tiro de la chimenea y se asomaba de vez en cuando al cocedero. Belcebú hace acto de presencia una y otra vez en la vida de los grandes penitentes, puesto que ni al propio Cristo ahorró tentaciones. Los cronistas se refieren a esta penuria de pasada pero aquí está la otra cara de la moneda de aquella España de esplendores donde sólo los frailes y los curas vivían a cuerpo de rey, comían a mesa puesta y para colmo se acostaban con quien les diese la gana, porque la emigración a América y las guerras europeas en contumaz leva de hombres y sangría de dineros habían dejado Castilla sin la presencia de varón. Los eclesiásticos podían holgar a sus anchas quebrantando todos los mandamientos eso sí con la mujer ajena, pues todos los maridos estaban o presos del turco o padeciendo trabajos en las campañas de Italia, o desbastando selvas. Hubo algunos frailes que alardeaban de su condición fáustica como aquel franciscano de Ocaña que insinuaba a todas las mujeres que topaba en el confesionario que era menester se acostasen con él, si querían engendrar a un profeta. Los alumbrados habían en muchas partes dejado verdaderas rafas de hijos naturales a cargo de sacerdotes concubinarios que trataban de mejorar la raza, por las buenas o por las malas, preñando a un monasterio de una sentada como pasó con las benedictinas de San Plácido en la Villa y Corte o aquel P. Chamizo de los emparedados de Llerena que encastó a veinticuatro incautas, o Magdalena de la Cruz, a la que llegaron a comparar sus detractores con Teresa, la cual se jactaba de haber portado en sus entrañas al Niño Jesús y que a veces recibía la visita de dos diablos incubos a los que El de arriba daba permiso para que hicieran cuanto quisieren de ella pero sin poderla dejar encinta porque un ángel bajaba del cielo y quemaba la semilla en su útero depositada. Macabro y realista detalle.
Presencia del diablo, delirios esperpénticos y, para colmo, todo acaba en la crujía de un hospital. La realidad no sólo eran aquellos cardenales enjaezados viajando por los pueblos en carroza para llevar a cabo su visita pastoral, o aquellos jesuitas y dominicos hen162
chidos de soberbia y de supuesta sabiduría que se enzarzaban en polémicas dialécticas que a veces terminaban en campal batalla. Se veía ir y venir por toda la península a lomos de mulas pardas a los nuncios y bulderos. La realidad era por igual la que ofrecía el espectáculo del desamparo de aquellos lazaretos para pobres apestados y vergonzantes. La sociedad, que tanto hablaba de amor a Dios, se olvidaba del prójimo en injusta y calamitosa situación. Los veteranos de las campañas imperiales o los cautivos cuya libertad fue comprada al precio de la generosidad de algún alfaqueque heroico como la de aquel Fray Juan Gil, mercedario de Arévalo, que rescató a Cervantes de los baños de Argel, venían a morir en la indigencia a estos centros. En compañía de hidalgos arruinados, rameras víctimas del mal francés con la carraca de san Lázaro a mano para impedir que nadie se les acercase por temor al contagio, o de niños sin padre. A tales centros de beneficencia se les llama de forma muy diferente. Unos eran “casas de sudores y de vapores contra el fuego sacro” como el de san Antón de Madrid que el vulgo conocía por la Sábana Blanca60, o el de la Refitolería segoviana que atendía a expósitos.
En otros, la especialidad era la de curar la sarna. Pero más abundantes eran los nosocomios pues el mal francés, la locura y las enfermedades mentales hacían estragos. Las advocaciones para estos refugios (Misericordia, Sancti Spiritus, La Piedad, San Antón) dan cuenta de la intención piadosa de ellos. Ni los libros de caballerías ni las súmulas escolásticas se detienen a contemplar estos antros de pobreza o engendros del vicio, pero la verdad sea dicha en el Siglo de las Bellotas como llaman, también de una forma menos agradable que el del Amor, los autores a esta centuria, hubo abundante cosecha de lupanares, tabernas y de conventos. Los Padres de la contrarreforma parece que se desentienden de los mismos; sin embargo, los relatos teresianos de forma subliminal son una referencia velada a los desvaríos del siglo amoroso. Los bucólicos
60 Mediante procedimientos diatérmicos o de talasoterapia, envolviendo a los pacientes en vapor, se trataba de remediar los estragos de la avariosis sifilítica de la cual estaba afectada media población,
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de la novela pastoril no tienen tiempo para echar un vistazo a tales miserias como corresponde a una literatura evasión, las comedias de capa y espada soslayan tan infausta realidad, lo feo no puede entrar tampoco en un auto sacramental destinado al ensalce sublime de la divinidad. Únicamente su presencia late en las hazañas de nuestros pícaros.
Exhala santa Teresa de Jesús el último aliento entre las ocho y media y las nueve de la noche del día de San Francisco de 1582, que como fue el siglo en el que mudaron los tiempos y el calendario juliano o cesáreo había sido sustituido por el gregoriano, correspondía al 14 de octubre. Antes de morir profirió una frase misteriosa. “Muero hija de la Iglesia” que acaso refleje sus luchas y dudas de conversa que no la dejaron hasta que exhaló el último aliento; eso sí, para recibir la eternidad se echó de costado y respiró por última vez mirando de cara a la pared, como dicen suele ser habitual entre los hebreos. Durante el tiempo en que estuvo aquejada del mal del sepulcro, la priora de Alba no fue nunca a verla. Debían de haber sostenido días antes una fuerte discusión que agravaría su fatiga, el mal de corazón o epilepsia, así como los síntomas de un proceso canceroso que debiera de datar de mucho antes. Se quejó años antes de haberla salido en el pecho un zaratán o bulto. Peleó hasta el final durante los 67 años de su vida acá en la tierra. En esa resistencia a la aceptación del destino que aguarda a todo mortal mostró que correosa y audaz de carácter, habituada a hablar de tú a tú con la divinidad, nunca se rindió. Tampoco al final.
Desde la primera biografía que publica el P. Calahorra en 1608 hasta hoy el teresianismo constituye tratado aparte, todo un género literario, como hemos visto al principio de este tomo, pero acaso la hagiografía más entusiasta fuera redactada por su capellán, Juan de Ávila al que copia casi en todo el P. Ripalda.

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1) Inseguridad y perseverancia.- 2) Una misteriosa frase al morir.- 3) Lados ocultos en su vida y en su obra.- 4) El barroco espiritual.- 5) Sus relaciones con los místicos alemanes del Círculo de Windscheim al cual pertenece Tomás de Kempis.- 6) ¿Es san Juan de la Cruz el primer poeta castellano? -7) El perrazo negro que vio descolgarse por la chimenea en el convento de Burgos.- 8) Hacia una nueva explicación de las claves escondidas.- 9) La exégesis de Américo Castro.- 10) El mundo futuro.
Américo Castro aduce su propia hermenéutica, mediante el procedimiento freudiano para explicar los trances místicos, que, según el polémico autor vienen determinados por la histeria y el desquiciamiento que propicia la vida tan artificial que se vive en los conventos, aplicándoles el psicoanálisis freudiano en su deseo de vulgarización. Don Américo desmitifica el mito de la unidad. Su obstruccionismo deconstructivista ha contado con no pocos adeptos, mas no por ello deja de ser venenosa la interpretación del mito teresiano. Ahí le duele. Sangra por la herida y con su encono parece ser que ha hecho bastante daño porque en su doctrina se basan, chutan, fusilan o refrita los cronistas de la perversidad hispanófoba que
CAPÍTULO VII
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van contra el cristianismo y contra la unidad de los reinos ibéricos abarcada por los Reyes Católicos. Lo peor es que ha dado pábulo a la nueva política de dar la vuelta al reloj de la historia hasta los taifas. Esa balcanización les viene bien a los aqueos que la respaldan por entero. Según ellos en el año 2000 terminó la era cristiana. Sostiene Castro que tanto Teresa como Juan de la Cruz evitan hablar de su linaje. En este último el atavismo era mucho más fuerte debido al conocimiento bíblico. Al parecer entonces los nombres eran importantes y de ahí la avidez por trocar los apellidos que revelaban oficios manuales o pueblos por cognómenes espirituales: Sacramento, Asunción, Santo Matías, Purificación, Dulce Rostro para conjurar sospechas. En su llaneza el converso se siente un advenedizo, finge lo que no es: el alma retorcida y atormentada de los cristianos nuevos a los que se le obliga cambiar no de grado sino de fuerza la religión, porque ella se sentía en cierta forma adscrita a un plano superior y trata, dende, de relacionarse con la alcurnia.
Juan de la Cruz por su parte intenta alejarse de la masa vulgar en beneficio de las elites y critica la religiosidad falsa de los eclesiásticos de la época. Agrega Castro que el misticismo español va a remolque de otros movimientos espirituales surgidos en Centroeuropa propiciadores de la vuelta al cristianismo en estado puro, sin aditamentos seculares, a través de la Vulgata, y del erasmismo.
De lo que se trata es de conservar la unidad que había sido conquistada a costa de muchos siglos de lucha. Era una teocracia. El poder civil y el espiritual eran todo uno y con la aparición de focos protestantes y los rescoldos del resquemor morisco así como el poder de los judíos siempre oculto y bajo cuerda que en la historia de España es un genio de índole trashumante, pues ellos han estado yendo viniendo, marchándose y volviendo pero sin irse del todo.
Gracias a los buenos oficios de los reformadores empezaron a tener un dominio importante de los asuntos eclesiásticos en las diócesis españolas, y en el Vaticano controlaron la curia los dineros de san Pedro. Es incongruente en resolución concluir que Teresa con
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todo lo que tenía detrás fuese una histérica. Ella es una auténtica convertida a Cristo y en los estertores agónicos cuando formula aquella frase de “muero hija de la Iglesia” demuestra que ese ha sido su propósito y su cometido aunque no estuviera de acuerdo con la forma de actuar de un sector de la jerarquía que siempre le fue hostil. Sus orígenes están ahí pero son una simple anécdota de manera que el pueblo de Dios recibe en ella la partitura de un cántico nuevo, una estirpe de savia forastera que, aceptando un cometido diferente al anterior, se encamina, conjurado por las misteriosas y secretas fuerzas que impulsan la historia, a un destino inédito.
Ella fue el mensaje y el medio a la vez. Erigida en profetisa de las rutas abiertas y, poseída de una euforia mistérica, bebe en los pezones mismos del manantial del idioma que en su pluma al igual que en la del otro alumbrado misterioso Juan de Yepes se transfor168
ma en vehículo de expresión de una serie de conceptos en los que no había ahondado cualquier otra lengua hasta entonces. Fray Luis de León elogia su austera espontaneidad y fray Luis de Granada se hace lenguas de su elegancia desafeitada y viril.
Américo Castro dice que llega tarde España a la mística. ¿Cómo va a ir a remolque de otras naciones europeas si es portadora de nuevos valores, si crea otro lenguaje (algo muy semejante a lo que está pasando ahora con la jerga global de Internet) y proyecta otra concepción del mundo? Viene el barroco y el pensamiento teresiano podría encontrar un símbolo en esa retorcida columna salomónica cargada de racimos de Corinto que trepa y ahoga la éntasis de las palmeras en los retablos churriguerescos. Se trata, por tanto, de una visión charra, recargada, que sólo puede acomodarse en alguien con una mente tan complicada como la del converso. Viene de una parcela confusa donde impera el equívoco y donde no hay un mando único sino lo que depara el caleidoscopio de la lente en perpetua distorsión. Muchos floripondios y arabescos, adornos en espiral y volutas de una firma a la que nunca se le palpa el trazo final que garabatea desde el lenguaje coloquial de una sociedad a punto de experimentar cambios traumáticos y de acabar con toda una era: los dos mil años de cristianismo. La inconsciencia y seguridad del poder salvador de Cristo que hace del medievo un mundo feliz y despreocupado se transforma en la inseguridad ácrata y sin valores mesiánicos de la época moderna. Los tiempos laicos nos deparan una angustia nueva, esa congoja que conoció la humanidad durante los terrores del milenario. De la mano de los nuevos heraldos del cambio tecnológico nos aguarda la tortura de la inseguridad existencial, de la concepción de la vida como un constante conflicto con nosotros mismos y con los demás. Es el resultado de la muerte de Dios que pregonaba Nietzsche. Que la obra de Teresa de Jesús, sin embargo, fuera de designio divino, lo demuestra el hecho de que en la actualidad se siga rezando, pidiendo clemencia e intercesión para un mundo en crisis, hasta el grado del heroísmo, a través de ella misma, que es patrona de España, o de la Madre Maravillas o
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de Teresita de Lisieux. Ellas ofrendaron sus vidas en holocausto por la salvación del género humano y su plegaria sigue elevándose al
Altísimo desde los 1.400 conventos de la Orden esparcidos por el mundo. Esa es la coronación de la gran empresa carmelitana. El Carmelo fue escuela de santos. Después de Teresa de Ávila la mayor es Therèse de Lisieux a mi juicio también orlada de los dones taumatúrgicos del Espíritu Santo. Teresa de Ávila es la patrona de España y su brazo y sus reliquias fueron veneradas por prestigiosos reyes y jefes de estado.
¿Orígenes de esta mística? Un buen antecedente de esta erótica y retórica celestes pudiera ser el franciscano mallorquín Raimundo Lulio, quien a su vez se inspira en los santones sufíes del ámbito muslímico. Pero la Mística católica aparece en el norte de Europa, con la pléyade de los “pequeños alemanes”, una gran cosecha que tiene por mentor y fundador a Ludolfo de Sajonia, “El Cartujano”, autor de una biografía de Cristo muy popular durante el siglo XV. Su lectura mientras convalecía de su herida en una pierna en el asalto a Pamplona dicen incidió en la conversión de aquel lansquenete a lo divino llamado Iñigo de Loyola. El libro es todo un punto de arranque para abordar la fe desde la perspectiva interiorizada y pietista a la manera de Eckhart, Kempis, Nicolás de Cusa. Por último Lutero; también encontró Lutero en el Cartujano su fuente de inspiración cuando, huyendo de sus perseguidores, se retiró al castillo de Warfurt donde estuvo escondido once meses. A esta fortaleza propiedad de los landgraves sajones y que había habitado santa Isabel de Hungría la llamaba el heresiarca mi “isla de Patmos” porque allí le vendría la inspiración para pergeñar su doctrina de justificación por la fe. Para salvarse no hacen falta las obras. El elegido no peca nunca, aunque quisiera, ya que Jesús, al morir por él, lo convirtió en justo a los ojos del Padre. Esto que parece una aberración tiene su miga. Martín Lutero lo entendió como una idea nueva pero es el concepto central que planea sobre la filosofía agustiniana y anteriormente fue el motivo por el cual fue condenado a morir ajusticiado el obispo de Ávila, Prisciliano, por orden del emperador Máximo.
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Sus discípulos trasladaron sus reliquias a Compostela. En esta tesis se va a basar la turbina de fuerza que mueve a todo la dinamo de la soteriología protestante. Cuando le vino a la cabeza este concepto, mientras leía las Epístolas de san Pablo, el monje agustino creyó ver en todo la inspiración del Espíritu Santo. Pero no hace sino beber en la tradición de los Maestros del Círculo de Windsheim que contó con importantes mentores, aparte de los ya citados: Taulero y otros muchos ascetas, cuyos puntos de vista, siguiendo las prédicas del Cartujano, se pasan de la raya de la obediencia al dogma. Es una entrega a la vida de la oración mediante la muerte del yo y la búsqueda de la trascendencia al modo intimista; Se atisba el deseo de hollar las riquezas con menoscabo de las glorias humanas; es un rechazo de la iglesia exterior para salir en defensa de la comunión de los santos, la iglesia real y esotérica, la que se vuelca sobre el Cuerpo Místico, a la que guía el Espíritu esbozando un proyecto de salvación adecuado al mandamiento nuevo, más allá de los intereses espurios y secundarios de la organización eclesiástica. Todos los bautizados participan del sacerdocio de Jesucristo. Para entrar en el cielo no hacen falta bulas papales ni rescriptos ni indulgencias. Los actos humanos no valen un ardite a ojos de Dios. La confesión auricular no sirve para otra cosa que para despertar apetitos desordenados o como psicoterapia y en la eucaristía, el único sacramento que admite Lutero junto con el bautismo, no hay transubstanciación sino memorial de la Cena. La idea posee una fuerza revolucionaria que conmueve a la iglesia hasta los cimientos.
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La onda expansiva del terremoto, provocado por este genio del mal que era Martín Lutero, influirá subliminalmente incluso en sus enemigos. Lutero quiere una iglesia desnuda de altares y sin santos ni ornamentos y Teresa de Ávila preconiza la descalcez. Pues le dan enojos y quebraderos de cabeza. Cambia sin cesar de confesores. Todo el Kempis es una demoledora diatriba contra el monacato de los “cucullati” (cogolludos) o freires relajados, los que en frase de Papini no hacían otra cosa que picotear en el refectorio y cacarear en el coro. Pero mientras erasmistas, anabaptistas y anglicanos acusan al Papa de secuestro del evangelio, Lutero iría más lejos al formular que éste era el anticristo. Los contrarreformistas hispanos se agarran a esta institución como a clavo ardiendo, por la trascendencia de sus propias funciones y apelan al pontífice romano en sus diferencias y tensiones con el Santo Oficio. Fue el caso de Bartolomé de Carranza reclamando la intervención de Roma para evitar la hoguera. Los españoles son los únicos católicos que han creído profundamente en la teología de la primacía lateranense o “Potestas clavium”. Para los franceses, algo chovinistas no se trata sino de una institución política que supieron utilizar a propia conveniencia los romanos en cuyos sacerdotes de la antigüedad se cimentaba el título de pontífices o mediadores entre el cielo y la tierra, y los italianos sólo ven en la silla de Pedro una fuente de divisas. Tomándose más a pecho y por eso aquí se dijo aquello de ser más papista que el papa, lo consideran zar celestial, el representante de Jesucristo, el primer vértice del triángulo gnéisico (altar, trono, tierra) de las potencias espirituales. Y esa especie de adoración o culto a la personalidad del papa y del rey ha llegado hasta nuestros días. La celebración del V centenario del nacimiento de la mística abulense debiera afianzarnos en la esperanza del porvenir un tiempo más lúcido y calmo que el de las tinieblas de la hora presente. Que la sede Apostólica siguiera ejerciendo su papel de árbitro de las catolicidades sin ser sometida a presiones o manipulaciones de las potencias invisibles. El vicario de Cristo para conservar su autoridad debería regresar a la independencia y soledad de los pasados
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siglos. Transformarlo en un político a la americana con viajes electorales alrededor del planeta implica el riesgo de la manipulación y el desgaste. Se trata nada más que el aspecto exotérico. Teresa de Jesús militaba en el encuadre más poderoso que es la parte mística de la Iglesia esotérica a la cual vivifica el rezo como arma de defensa y ataque contra los poderes del mal.

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1.- Revisionistas. 2.- Contrastes. 3.- la Biblia a palo seco. 4.- La lengua latina universalizaba a la catolicidad. 5.- Ginés de Sepúlveda. 6.- Otra vez el perro negro que a mí me salió al paso. 7.- Zwinglio, Calvino y otros heresiarcas.
Aplicando la norma de los contrastes a la corriente revisionista, seríamos capaces de detectar un paralelismo entre lo que acontece en el norte, pues indirectamente se va a seguir acá el grito de rebelión luterano con sus genialidades y sarcasmos. Pero allí se reclama una iglesia nacional, con lo que nace tanto en Inglaterra como en Alemania como en Suiza y nada se diga en la Francia hugonote una concepción interesada y austera de la devoción, vinculada al territorio y a los genes que permanece una noción tergiversada de las interpretaciones evangélicas como casta de salvación, nave de los elegidos. A los que estudian la Escritura les van bien los negocios, consiguen prestigio. Medran de acuerdo con el orden de valores protestantes marcados por el Antiguo Testamento. En el sur se busca a Dios no en las riquezas- Dios ayuda a los que se ayudan a sí mismos que traduce la Santa, que es una fuente de frases lapidarias que se han instalado en la pulpa misma del idioma castellano con su
CAPITULO VIII
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sentencia a Dios rogando y con el mazo dando – sino en el desasimiento dellas, y en el menoscabo de las cosas terrenas. “Sólo dios basta” (otro de sus aforismos) Si diéramos la vuelta a los argumentos y estudiáramos la norma teresiana del “sufrir y padecer” encontraremos subyacente una aspiración a llevar una vida virtuosa en conformidad con los preceptos del amor y del santo temor de Dios. Es en síntesis la esencia del matrimonio espiritual al cual se refiere la Madre a partir de 1572 dos lustros antes de su muerte. Velaciones con un Esposo que todo lo da sin reservas y es fiel a los que elige eternamente. Esta entrega a la que muy pocos llegan y parece privativo de la descalcez carmelitana con esos heroicos de ejemplaridad a los que aludimos — santa Teresita, la Madre Maravillas getafense, la beata Ana de Jesús— es el acmé de la unión con la divinidad. La criatura se zambulle en el océano de su Criador y deja de ser ella entrando en el alma de Dios vivo y eterno… vivo sin vivir en mí. La Iglesia tiene que ser un círculo de distinguidos, según la versión de la herejía. La frugalidad, la discreción, la astucia, el oportunismo, y la austeridad depararán a Calvino una buena corriente de ingresos en los bancos ginebrinos (así nació el capitalismo paritario a la conciencia nacional de los estados) mientras que a los místicos de la contrarreforma este menoscabo de las cosas terrenas y desapego a sus pompas y vanidades amortiza en el más allá un puesto de privilegio.
—De ¿qué te sirve ganar el mundo, si al fin pierdes tu alma?— Le insinuaba al oído Iñigo a Javier en un aula de la Sorbona después de haber asistido a las clases de la cátedra de Prima. Renuncia al mundo y poseerás la tierra. Tú eres un elegido.
Mientras el protestantismo cree haber encontrado un rostro de Cristo puritano, intolerante, severo, bíblico, particularista, la España católica se decanta por la universalidad. Sin letras escarlatas, sin baldones, sin nacionalismos. Cristo, el mejor amigo de los hombres, es un programa de vida total. Hieri, hodie, Semper. (Ayer, hoy, para siempre) y su evangelio es valedero para los hombres de todas las razas y de todos los tiempos Pero a diferencia de
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sus vecinos, los tartufos del norte, España e Italia, son pueblos más alegres, impelidos por una concepción humanista y estética de las cosas y no meramente por el deseo de acumular o por el “auri sacri fames” o fiebre del oro de los banqueros ginebrinos. El catolicismo está en las antípodas de tales particularismos egoístas, se reserva el derecho a la nacionalidad pero prefiriendo la universalidad. No era la Europa de las patrias sino la de los reinos cristianos el mundo en el que vivieron los místicos castellanos. Hasta la llegada de la Reforma el monarca inglés ostentaba el título de defensor de la fe, el francés de “rey cristianísimo” y el Austria era “su católica y leal majestad”. Ginés de Sepúlveda había defendido el cesaropapismo. Luego, Francisco Suárez tendría que dar marcha atrás, pero con esa aspiración se embarca en las carabelas rumbo al Nuevo Mundo. España baluarte de la fe católica. Triunfo absoluto de la alianza sacrosanta integrada por trono, altar y ejército. En Roma no se dejan llevar por tanto entusiasmo. Los papas convocan a la cruzada sólo en casos estrictamente indispensables a sabiendas que los cardenales galos y alemanes estaban a la mira y mantenían opiniones divergentes. La espiritualidad aberrante y desinteresada de los alumbrados españoles contrasta con el provincialismo cicatero de los herejes.
Zwinglio y Calvino esgrimían la biblia como fuente de autoridad, lo que no deja de ser una aberración porque de la divinización de una escritura se siguen demonios, lo que nunca hubiera jamás deseado el Inspirador del texto santo. Biblia a palo seco, “nuda escritura”, sólo la Palabra basta para salvarse. Fe sin obras, proclamaban los heresiarcas luteranos.
—Cierto que es la palabra de Dios. El libro de los libros.
— ¿Con qué se come eso?
—El infinito conversa con lo finito y lo acabadero. Dios y los hombres echan un pulso.
—Pero ¿dónde está Dios? ¿Por qué se esconde tan lejos y tan alto?
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Los jesuitas, al combatir las 98 tesis luteranas, clavadas sobre las puertas nieladas de la catedral de Wittemberg, iban desgranando, uno por uno, cada anatema echándole en cara al fraile agustino su desfachatez. Duro con él. Sin hermeneutas, sin exégesis, el Viejo Testamento puede convertirse en un libro de hazañas bélicas o en una novela rosa con historias picantes como en el “Cantar de los Cantares”. He aquí, además, una obra inmensa — de dieciséis tomos constaba la Políglota de Cisneros versión de 1515 — que dio lugar a que se declararan cruentas guerras. Hubo gente dispuesta a derramar sangre en nombre de Yahvé, noches de cuchillos largos, matanzas del día de san Bartolomé, cerrojos inquisitoriales y quemaderos. Santa Teresa en su visión del infierno contempló como se abrasaban en el tártaro infinidad de alamas por causa de guerras de religión. Flandes, Alemania, Suecia, Inglaterra y parte de Francia se perdieron para la fe bajo la férula hugonote. La reacción de la ortodoxia católica es no menos extremosa. Se prohíbe todo lo que huela a erasmismo. España se encastilla y se encasquilla. Sus monarcas llevan a cabo una política de tierra quemada estableciendo una zona de amortiguación que evite se propague la “peste bíblica”. Se alza una barrera en Pirineos y los primeros brotes protestantes que aparecen en Zamora y Valladolid o Sevilla son sofocados a sangre y fuego mediante autos de fe como el de 1558 presidido por Felipe II. Corrían tiempos recios. Es otra frase de Teresa. Chitón. Conviene guardar silencio. En boca cerrada no entran moscas. Del rey y de la inquisición chitón. Incluso el padre Astete, autor del catecismo que hemos aprendido de coro generaciones enteras de niños españoles de posguerra se encoge de hombres cuando se le formula una cuestión peliaguda de carácter teológico.
—Eso no me lo preguntéis a mí que soy inocente. Doctores tiene la Iglesia...
¿Vuelven aquellos tiempos recios ahora? Reclamaciones al maestro armero. Es otra frase hecha
Los libros sagrados fueron redactados conforme a un plan de diseño, una mentalidad, un contexto en que las palabras no valían
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lo mismo antes que ahora y los símiles del lenguaje han sacado de quicio los hermeneutas, al dar de lado la semántica perecedera, confundiendo lo sagrado con lo profano, lo temporal con lo eterno. Tal hizo la Madre con una postulanta de Toledo que decía era bachillera. “Aquí todas somas monjas ignorantes”. Le deniega el hábito y manda a la novicia para su casa, la echa, y todo por sabihonda, por tener un ejemplar del Antiguo Testamento. Ella, que se decía devota del Rey David, sabía de coro cuanto ponía aquel A.T, aunque mantenía su secreto, para acallar a los difamadores de su persona.
Ventura te de Dios hija que el saber no te hace falta, dijo la Celestina. La virtud está en el medio. Entre ambas intransigencias se ve claro la parte de razón que llevaba Lutero al señalar con el dedo a una clase clerical que vivía mucha más tranquila al frente de una grey ignorante y oscurantista. “Biblias, hija, no traigáis que no tenemos necesidad de vos”; estas prevenciones de la Fundadora ante una mujer que se había esforzado por saber un poco más, echando un jarro de agua fría sobre sus esperanzas, reflejan, a lo puro, indiscreción, ya que de la discusión nace la luz y sin discusión no cabe un grado de libertad. La ignorancia estorba a la sabiduría en su diseño activo y creación permanente del mundo. Nadie puede erguirse en exclusiva de la verdad, ninguno tiene la última palabra... La fe saldría fortalecida de las demasías de Prisciliano, aquel
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que había dicho que los elegidos no pecan nunca, o de la lucha arriana. El credo niceno viene a ser un colofón a la controversia entre monofisitas y monotelitas. Pero, en el siglo sexcentésimo, los bandos pugnan de muerte poniendo a Dios por testigo de sus enconos. El resultado: una ordalía de odio. No hay contemporización alguna. Por eso desde entonces se tiene como nota de mal gusto la costumbre en algunos países cualquier coloquio con tema religioso; ya la fe pasó a convertirse en creencia. Había comenzado el primer acto del drama universal. Se alzaba el telón del apocalipsis. Johannes Busch se llamaba el prior del monasterio en los Países Bajos donde se inicia la corriente pietista que da pábulo a los vientos de Reforma. Primero, es una brisa. Luego se desatan las furias eólicas que desparraman el huracán. Desde el claustro benedictino de Windsheim a través de propuestas inocentes y de exhortaciones parenéticas se insta a la reforma de costumbres. Pero siempre hay que echarse a temblar cuando alguien nos habla de reformas, ajustes finos y otras zarandajas porque ellos siempre serán la puerta de la exclusa que suelte la cascada. Ivan Busch será uno de los primeros en inocular el veneno y, en el “Cronicón Windesheimense”, se cita: “Aun cuando fundes mil conventos de tu mano, aun cuando alimentes con tus bienes a todos los pobres del mundo, no merecerás salvación si vives en pecado mortal”... El mastín negro que vio santa Teresa en el hospital de la Concepción y el abacero rubio del camino ruin que lleva a al pueblo del cura al que me he referido, y que se me presentó de repente interceptando el camino del ciclista que tuvo una avería, eran la misma cosa y hubo que salir corriendo. La huida es la mejor manera de esquivar su ságena que tiene buena almadraba para prender incautos dentro de sus redes. Si lo ves, escapa. A mí se me apareció donde menos lo esperaba. En un valle de ensueño. Pues allí estaba disfrazado de mecánico. “Vengo a arreglarte la bicicleta, te conviene hacer ejercicio, adelgazar, esparcirte un poco.” “No quiero”, repuse… Y o paré de correr hasta llegar a casa y subí la cuesta de las revueltas de Vetulia que parecía a Pegaso el de los pies alados. Se me habían erizado los cabellos y
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pasé tanto miedo que no puedo contar lo que vi porque la sola memoria de aquel espectro me produce grima. La presencia de Satanás en el mundo no es un sueño sino algo real.
La biografía de la Madre Teresa es, salvada la distancia, y modestia aparte, un poco el libro de mi vida. Me enfrasqué en la lectura de las Moradas y de las Fundaciones cuando tenía 17 años. Por unas pocas pesetas ahorradas de las sisas que me daba mi madre los domingos, adquirí toda su obra en rústica, editada primorosamente por la Austral en los 60. No entendí ni papa. Aun así, proseguí enfrascado en los tomos como si fuese una novela, subrayando palabras, marcando párrafos que me llamaban la atención. La narrativa y la descriptiva de nuestra Santa albergan observaciones profundas y arcanos del alma que nos recuerdan las inmersiones psicológicas de Dostoievski, el cual también buscaba a Dios en la literatura. Teresa la milagrosa, la divina y tan humana es la patrona de los escritores españoles, a cuya intercesión y bajo su escapulario todos nos acogemos. Tampoco podré olvidar aquella gracia de Dios que obró en mí mediante la intercesión de Teresa de Lisieux otra grandeza taumatúrgica de la Orden. Me sacó de las garras de la muerte ahogado en las gélidas aguas del Támesis cuando un día de Navidad sucumbía a la tentación de suicidarme. Estoy a mis queridas santas carmelitas profundamente agradecido. Creo que por testimonio de gratitud me he lanzado a la aventura de publicar este libro. Entonces yo tenía sólo veinte años y sabía muy poco de lo que es la vida. Emborronaba cuartillas porque quería ser escritor y ella era uno de mis paradigmas. Subrayaba frases. Percibía al detalle la nitidez musical de sus párrafos largos y elegantes aunque sin adorno y me parecía contemplarla a ella en su celda, cálamo currante, enristrando una pluma de ave sobre un cuaderno de basta estraza, reclinada sobre una tajuela y escribiendo de rodillas. Un rayo de sol penetrando por el ventanuco monjil permitía que una serie de átomos juguetones, descendiendo en oblicuos, iluminasen un rostro sereno y sonriente. La mística doctora parecía traspuesta en conversación con seres de otro mundo. Era el dardo de la trans182
verberación. Era la saeta de la inspiración. Un aura que bajaba del cielo. Escribía de corrido sin vacilaciones sin tachaduras, ortografía segura, pulso firme. Cada palabra era un hallazgo. Teresa fue siempre la vera efigie del candor, la claridad y lucidez sin dar de lado a una cierta sorna de realismo castellano en el cual envuelve sus tratados de Mística.
Pasaron los años. Vuelvo a releer el Libro de Su Vida o el de Las Fundaciones y, adentrándome en sus capítulos, me encuentro con una Teresa muy diferente a la que me imaginé en mis años mozos. Las experiencias amargas, el infortunio, sinsabores y fracasos me han dado el mensaje cabal que emitió la virgen abulense: “solo Dios basta”. Casi mejor que cuando de colegial bajábamos por la costanilla del Camino Nuevo al soto de la Fuencisla y sobre las peñas grajeras, mirando hacia arriba, a la altura de donde vuelan las águilas, columbrábamos la ermita de san Juan de la Cruz. Allí se recluía en retiro penitencial. Desde este balcón sobre el Eresma, se logra una visión espectacular del Alcázar de Segovia, la torre de la catedral y, al fondo, la sierra de Guadarrama. A la puerta de la
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ermita del autor de Cántico Espiritual crece un ciprés que plantó él de su mano una vez que la Fundadora fue a visitarlo. La llama de este ciprés encaramado sigue taladrando las nubes e ilumina tantas noches oscuras del alma. Es un proyectil que se dispara hacia el cielo. Marca la ruta de subida al monte Carmelo. La vida es una continua ascensión por senda de abrojos. Subimos, bajamos, tropezamos, caemos, volvemos a intentarlo. No desesperéis cuando os veáis colgados del abismo. El señor está cerca. Os echará una mano.
Y esa es, en resumidas cuentas, el compendio de la vida y la obra de santa Teresa de Jesús, patrona de los españoles, que somos medio judíos y medio moros o medio cristianos; medio creyentes y medio ateos, aunque siempre supersticiosos y displicentes; a ratos, tibios, a ratos, ardientes. Fríos y despectivos como témpanos (Castilla desprecia cuanto ignora) y calientes apasionados como el Vesubio. (Un repaso a nuestra situación política.) Sus escritos tocan una fibra muy sensible del modo de ser hispano. Un rayo de sol en medio de un mundo de tinieblas. Eso fue Teresa la iluminada castellana. La conversa.

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1) Liturgia en Jerusalén. 2) Nuevo canto a Teresa. 3) Los viajes de santa Egeria, peregrina a Tierra Santa, inspiraron a la reformadora. 4) El Monte Carmelo. 5) La liturgia, fuente de la vida espiritual. 6) El Coro y el rezo de las horas canónicas en comunidad.
De lo que debió de ser la vida en Jerusalén en las primeras centurias dan cuenta las relaciones de una monja peregrina de origen español llamada Egeria. En la iglesia de la Resurrección o Anastasía, los fieles se reunían toda la noche hasta el canto de los pollos (pullorum cantum) para asistir a las celebraciones presididas por el patriarca y toda su corte episcopal de presbíteros, diáconos y coros. Era una divina liturgia cantada a varias voces con la intervención solemne de las vírgenes o “parthenae” y los monjes de vida consagrada. Se observa que el nacimiento de la liturgia, que en griego significa servicio público, va aparejado con el monacato. La castidad era un aditamento para los pueblos de origen sincretista, un adorno de la perfección personal. No ocurre lo mismo a este respecto con los judíos quienes a diferencia de los griegos y los romanos veían la esterilidad como una maldición de Dios. Estamos abocados al círculo místico y sin una explicación preternatural naEPÍLOGO
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die podrá salir del laberinto. La fe nos conduce siempre al símbolo en un intento por conciliarse con la razón. Para explicar nuestras creencias hemos de acudir a lo inefable. Por eso la religión, que nos ata a lo desconocido, tiene que ver con las fuerzas misteriosas de la vida. Una de ellas será la música y el arte del canto. Para que estas reuniones del ágape durasen desde la salida de la luna hasta la aurora algún acicate debería de haber para sostener el fervor y el interés de los congregantes. La magia vendría dada por algo que ha sido privativo de la iglesia primitiva instituida por Jesús, adorno del que adolecen sus hermanas, la mezquita y la sinagoga, el Cristos músicos, el sueño de la belleza eterna que baja a la tierra y permite al hombre participar de la dicha perenne. Desde los primeros siglos los ojos cristianos tornaron a oriente de donde toda luz nace. Así la salmodia cristiana tiene que ver en su simplicidad con los versos áureos que repetían mecánicamente los pitagóricos y los vedas hindúes, sin comprender su significación. Los monjes se sabían de memoria y repetían como papagayos las palabras pero esta simplicidad hacía más efectiva la plegaria porque obraba maravillas en los que practicaban este tipo de oración: la vuelta al centro, sentirse en presencia de Dios, comunicarse con ese testigo que todos llevamos inscrito en algún repliegue de nuestra psique. Es en Jerusalén donde se origina toda esperanza. Hacia allí el alma del orante revierte. El nihilismo se ha encargado mediante las guerras que todos conocemos de echar a pique esa esperanza utópica en un mundo mejor mediante el amor y la caridad, desplazando a los cristianos de sus sedes y haciendo que la Ciudad Santa sea una cuestión sangrienta entre árabes y judíos, entre Mahoma y Moisés. Nunca del Hijo de Dios que padeció allí muerte de cruz. La cruzada lanzada por los jerarcas de Absterburgo, muy bien preparada y orquestada de antemano con múltiples mentiras, no tiene por objetivo el islam sino más bien apunta a la supresión del cristianismo. Está claro que quieren borrar la memoria de alguien que les estorba. Pero por mucho que se empeñen y estén tratando de dar vuelta a los libros santos, borrando aquellos pasajes bíblicos que les sean impropicios,
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se cumplirán los dictámenes de Isaías que advierten a los secuaces del Gran Cofrade: “Dominus ex ligno regnabit” (el Señor imperará desde el leño). No se frustrarán a pesar de todo nuestras esperanzas porque lo que está pasando en la Jerusalén de 2015, ocurría ya durante el mandato del Tetrarca que mandó degollar a los inocentes, y su comportamiento ratifica la profecía cristiana de “no vine a traer la paz sino la guerra”. Las matanzas y demoliciones que observamos de palestinos y de sus propiedades a cargo de tanques y excavadoras israelíes son un corolario al comportamiento de Herodes. El odio a Jesús sigue vivo. Se está estrechando el círculo. Se acaba el tiempo. Estaba escrito. Convendría, por tanto, enfrascarse en la lectura de aquel primer reportaje de lo que acontecía en Palestina en el siglo IV narrado por esta peregrina española, una sosias de monja andariega e inquieta al estilo de Teresa de Cepeda y Ahumada con diez siglos de antelación que acude a los pies del Santo Sepulcro atraída por esa cruz de Constantino que había aparecido con engastes de piedras preciosas y que pudo conocer también santa Teresa en una de sus visiones en los terraplenes del Calvario. El emblema del dolor y de la ignominia se convierte así en presea de salvación. El Señor reinará desde el leño, símbolo de nuestra fe. Cristo sacerdote se alza en triunfo sobre las colinas y sus discípulos a lo largo de los siglos irán buscando sus huellas.
Sabemos que triunfó sobre el mundo, el dolor y la muerte y que ese triunfo y esa presencia se materializan todos los días en la eucaristía. No convendría, por tanto, perder de vista esta preeminencia. La liturgia es símbolo en el cual convergen la tradición y el dogma, así como los tres niveles del Cuerpo Místico que desde la aurora hasta el ocaso y de forma ininterrumpida a lo largo de las cinco partes del orbe se concelebra con los ojos puestos en el lugar de la tumba vacía. La iglesia de la Resurrección jerosolimitana sea nuestra quibla. El punto de orientación referencial de los que siguen esta creencia. Existe una interacción entre esta iglesia peregrina y la Jerusalén celeste. Todas las manos se juntan en la misa el rito de iniciación de los elegidos. En contra de los supuestos que se
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manejan ahora mismo por el diablismo que nos envuelve. Quizá, la oración litúrgica debe de ser mucho más agradable a los oídos del todopoderoso que la que nace del fervor individual y subjetivo porque se hace confesión pública, es testimonio de adoración general y posee un carácter colectivo que une a los habitantes de este mundo con los vecinos de esa Ciudad de Dios a la cual aspiran los devotos. Allá se dirá una misa que nunca se acaba. Ya estarán de más los testimonios y martirios. El recuerdo de esta presencia físicas de los primeros fieles que vio santa Egeria hace revivir las enseñas de la Panagia o asambleas de todas la noche a lo largo de los cuatro cuadrantes en que dividían el tiempo los romanos desde la puesta del sol hasta los clarores del alba matutina: vísperas, prima vigilia, media noche, alectorias (canto del gallo). Cuando escuchaban el grito rompedor del primer masto, los bautizados se apresuraban hacia el ara de la confesión, en reminiscencia de la apostasía del pueblo judío que por boca de san Pedro en el pretorio negó al Mesías prometido.
—No conozco a ese galileo.
El eco de semejante traición seguirá esparciendo sus vibraciones sonoras a lo largo de las profundidades de la noche de la historia. Es el síndrome de la casa vacía. Cuando canta el gallo, el primer discípulo por miedo a los del sanedrín, llevado de miras interesadas o tratando de salvar el pellejo, volvió sus espaldas al maestro. Ese pecado se rememora cada madrugada. Durante muchos siglos los monjes que han sido y serán abandonan el lecho y se alzan para honrar a Dios y rogarle se apiade de aquel primer pecado. He aquí el sentido de la primera de las horas canónicas: maitines. Lavar la culpa de aquella primera negación, reconociendo que con san Pedro todos hemos cometido falta. La Iglesia durante dos milenios ha estado rindiendo culto de alabanza, impetración y expiación al Verbo Encarnado. Sus voces han santificado la media noche, que es la hora bruja, la de los grandes fantasmas. Vigilad y orad. De esa forma nos hemos sacudido el yugo del tentador. En algunos ritos como el sirio caldeo a este primer canto de los pollos se le
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reconoce como el “galinycion”, pero en la tradición occidental se le puso otro nombre: el lucernario, un oficio que se divide en siete nocturnos o lecciones a su vez. Pero la tarde de Viernes Santo se denomina “tenebrario”. Es la única vez en que se apagaban todas las luces, lucernas, del templo, para recordar la hora en que el Ungido expiró en el palo. La jornada se establecía conforme a la clepsidra griega en cuatro etapas: prima, con la fresca, tercia con el sol en sus comedios, sexta o luminosa, nona al empezar la tarde. Con lo que se suman ocho partes entre diurnas y nocturnas. Así separaban los romanos sus días. El origen de este vocablo viene de Διες (dios) y el Dios eminente para la concepción olímpica grecolatina era Júpiter tonante, Zeus, el autor de la luz y el que separaba la claridad de la sombra. El cristianismo hereda esta disposición heliocéntrica y el heliotropismo del Breviario Romano es cosa notable. Sus más hermosas composiciones son aquellas que cantan a la luminaria triunfante (Iam lucis orto sidere Deum deprecemur supplices ut in diurnis actibus, etc.) y se compara a Cristo con Zeus y a su símbolo, la cruz, con sus rayos que esparcen calor y vida al género humano.
Estamos, pues, ante una religión estaurocéntrica (61) o solar- el judaísmo y el mahometismo son lunares- que nos recuerda a las divinidades zoroástricas para diferenciarlas de las selenitas. La gran diferencia entre el judaísmo y el cristianismo es que la primera computa el tiempo por la luna y la segunda tiene un carácter febeo. Tal matiz las diferencia en todo. Los sarracenos copian de los judíos esta inclinación por la libración sicigia. Fascinados por la erección del disco plateado que han convertido en enseña de su credo han hecho bandera del engaño, la equivocación y el error. El islam camina bajo el halo de la luz refleja de la casta Selene. Volviendo a la raíz de las palabras, no olvidemos que selenosis vale en castellano tanto como mancha, mentira y falso testimonio. Talmúdicos y sarracenos son pueblos, pues, selenógrafos. No miran a la luz cara a cara sino a través del espejo. Éste es otro de los grandes dramas de la historia universal pero no nos vamos a detener a meditar61
stavros = cruz (gr.)
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lo nuevamente pues doctores tiene la Iglesia y esto así nos parece caiga quien caiga: la verdad no puede hacer buenas migas con la falsía ni se pueden uncir los antípodas sin contratiempo. Aunque hay quienes se empeñan en dar coces al aguijón e ir contra lo que resplandece bajo el meridiano de Greenwich.
Teresa por su parte hace su reforma pensando en Jerusalén, la ciudad de la que vinieron sus padres y a la que ella desea volver enarbolando la bandera de las vírgenes prudentes tras las huellas del Esposo. Quiere regresar a una tradición eremítica que se remontaba al Antiguo Testamento al pie del Sinaí cerca de la fuente donde fueron arrebatados en carne mortal Elías y su discípulo Enoc. Eran las veras esencias del yermo donde las dos tradiciones, la mosaica y la cristiana, se ayuntan. Proponía un regreso a las veras esencias para proclamar la fe en asamblea con cítolas y péñolas, en concento de voces bien acordadas, de la que salgan alabanzas día y
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noche. Conserva la regla de coro de los primeros solitarios de estos cenobios de Cesárea y la Tebaida y promulga que el oficio divino sea celebrado en comunidad pero “sin mucho regalo” y que la salmodia fuese sencilla y “por entonación, no por puntos”, pues pretendía que sus discípulas suprimieran todo lo externo y superfluo para ganar profundidad y simplicidad. La liturgia que se cantaba en Jerusalén debió de ser un regalo de los sentidos hasta el punto de que pudo caber la sospecha entre los rigoristas que su gran belleza corría riesgo de convertirse en fin, no en el medio de entonar loores. No era del todo cierta esa suposición pero Teresa la adopta. De todo aquello queda todavía algo en los largos oficios de Pascua del rito eslavónico bizantino.
Hoy por ejemplo nos sigue extasiando a los que hemos percibido alguna vez ese aroma y esplendor del Ungido los “troparios” y acordes del ceremonial griego. Sin embargo, no nos dice nada por ejemplo un Mozart, con ser sus partituras insuperables o cualquier concierto de esos que ahora utilizan a las iglesias por teatro. Se trata de composiciones perfectas pero les falta eso que anima lo que estaba dentro y que era la emanación del Cristo mismo.
Abundando en esto, diremos que nos parece que hay melodía más sublime, a pesar de su sencillez melódica, que la narración cantada que se hacía de la Pasión según san Mateo en las iglesias medievales a tres voces. Los puericantores de Viena, muy bien, pero sin sacramento, sin celebración eucarística, el mensaje queda tronzado y a medio gas. La Santa, insistimos, guarda la norma del coro en comunidad, algo que otras ordenes que surgen en la contrarreforma, como los jesuitas, suprimen, pero manda que el oficio sea rezado y cantado pocas veces para no dar puerta a la tentación de la vanidad.
Quiso que se salmodiara pero sin demasiados requilorios ni el entusiasmo del querubín del que hablan los padre griegos y prohibió de sus conventos las antífonas y los estribillos. La mayor parte de las profesas desconocía el latín. Se enseñaban de memoria el salterio y repetían sus dípticos una y otra vez. Pero la mística doctora
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lo hablaba y escribía perfectamente, como demuestran sus escritos. Antífona significa oposición de dos voces. Cuando san Basilio en el 317 funda su primer eremitorio introduce en su regla el oficio en común de las horas canónicas (prima, tercia, sexta, nona, vísperas, completas, maitines y laudes) y establece un canon litúrgico que había de repetirse en las asambleas de la comunicad a lo largo de los doce meses del año. Fue este santo varón, gran artista, el autor de la mayor parte de las partituras de las misas de medianoche, herederas del ágape romano y de los banquetes funerarios.
Este culto público, con algunas variantes, puesto que cada monasterio tenía motu propio, irradia de Antioquia, Bitinia, Siria la Siria de san Efrén hoy tan castigada y mártir, Cilicia y Cesarea donde estaba la provincia de Jerusalén particularmente. De este epicentro se esparcen ondas de circunvalación ecológica del naciente al ocaso. Es la fe viva, llama perenne, como la de aquellos fanales de mecha incombustible que iluminaban como si fuera de día las paredes del templo del Santo Sepulcro. Es la antorcha que por mucho que azote el viento jamás se apaga, candela incandescente. Es el resplandor que imparte el pregón pascual al grito del diácono que encabeza la procesión en la noche de Sábado Santo repitiendo bajo el hachero la eterna consigna del Resucitado: “Lumen Christi”. “Ad lucem per crucem”. Hasta la luz a través de la cruz. No hay devoción mayor ni oficio divino mejor cantado, apto para estos tiempos de tinieblas que nos embargan que el que se imparte en esa noche santa. El diácono que lleva el cirio en la procesión es también el que porta las claves. Potestas clavium. El cielo y la tierra pasarán pero mi palabra no pasará. Consigna mayor no puede haber ya. La vida cristiana consiste en una vigilia perenne. Hay que estar preparado porque la segunda venida puede acontecer en cualquier instante. Que nunca se extinga el pabilo de esa palmatoria que aunque tenue encandila la noche de la fe. Como si la noria de la historia hubiese perdido el compás o nos deslizáramos a lomos de un trineo sin riendas por el tobogán loco, todo parece sujeto a la gravitación de un vértigo misterioso. ¿Sonará la trompeta? No
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sopléis contra la candela; podréis quemaros. Que seáis faro que guía. Confortables candelabros que envíen rayos y no fauces lóbregas del precipicio. Los centinelas no han de bajar la guardia. Vigilate et orate ut not intretis in tentationem. Estas recomendaciones del Salvador marcan el origen del monacato en lo que tiene de rigor y de parsimonia, de renuncia a la voluntad propia para acatar la común. Las Horas eran las diosas del Olimpo, hijas de Temis y de Júpiter rectoras de los cuatro elementos secantes de la divisoria del cómputo del tiempo. Algo inasible es el tiempo computable, inaprensible que sólo se puede entender, parcelándolo. El tiempo no existe porque es el eco del movimiento perpetuo y de la fuga perenne. Sólo se concibe dentro del convencionalismo. En un hablar por hablar. En un decir amen. Las hijas de Zeus imperaban sobre las agujas monacales del horologium, administraban cada una de las partículas y gotas de la clepsidra y del reloj de arena y señoras del Olimpo administraban la economía de las cuatro estaciones. Hay en todo esto algo agrario, telúrico, ancestral. Ellas presidían los ciclos de la fecundidad o llevaban a Eolo del ronzal airado permitiéndole soplar cuando haga falta.
—“Hic apellant lykinion quod nos dicimus lucernas” (62) — nos informa la piadosa peregrina Egeria.
Las Horas son también emperatrices del dietario eclesial. A cada una de ellas corresponde un himno, una antífona, un salmo y el conjunto de rezos que corresponde a un día lo llaman reato. Al que estaban obligados todos los miembros de la iglesia desde el último subdiácono hasta el papa bajo pena grave. Es como una rueda. La oración constante de la que habla san Pablo y que propugnaban los menologios. El Breviario, al igual que el reloj y las inclinaciones del equinoccio, constaba de cuatro mitades: Berna, estivo, autumnales y hiemales. (Primavera, estío, otoño, invierno) Es un ciclo con cuatro secantes. Movimiento binario estricto en sus intercadencias de rotación y traslación. No hay aguas pandas en el lago místico; antes bien, evolución sin tasa, agitación constante, lucha y
62 Los griegos denominan la hora del gallo lo que nosotros decimos lucernarios
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guerra perpetua. Un curso o periplo que asume el alma cristiana en el camino de perfección.
El iniciado o adepto trata de imitar evoluciones y revoluciones de la misma naturaleza. El carro nunca para aunque lo parezca y esto es señal de bienaventuranza. Las Horas eran doce diosas mitológicas. Cada una de ellas tenía una misión cumplir en el orden cronológico. Pero las horas canónicas se reducen a ocho. Aquí otra vez el número áureo de cabalística intención y a cada una de ellas le corresponde una plegaria diferente para cada uno de los instantes de las 24 horas del día, dentro de los 365 del año. Estamos ante un curso de instrucción y de crecimiento cara al sol pero sin perder tampoco las lunaciones de cuyo cómputo se calibra la fecha de la pascua. Es todo un programa de lectura bíblica, de adoctrinamiento parenético sin que falten los esponjamientos líricos. La Iglesia ha querido abrir su alma a Dios a través de David o de Job. Presta la voz del pueblo de Israel para elevar su plegaria. En su peregrinación por los valles y los oteros del tiempo irá, peregrina, percibiendo en su caminar los ecos de estas antífonas que tanto impresionaron a la monja Egeria en su visita a los Santos Lugares que preludia la de la monja inquieta y andariega por los caminos de Castilla y Andalucía. Se escucha el rumor de las olas de un océano que ataca el concento y el concierto de un pueblo entero que se expresa en latín pero tomando sus pericopas del hebreo con un solo corazón y una sola boca a los pies de la cancela del Santo Sepulcro, el primer sagrario, la verja del primer iconostasio. La melodía resuena alegre, o grave y profunda, a través de las bóvedas de las catedrales góticas empinándose por las columnas flamígeras entre nubes de incienso a la hora de alzar o coincidiendo con la fracción del pan. Unas veces rugirá como un estampido y otras tendrá la dulzura de un motete. Sin el hervor de los coros que se perciben ahora, a tiempo parcial, y será un anticipo de la sonoridad que viene, la entonación de la vida perdurable, nada se hubiera hecho en la cultura occidental. Los maestros de capilla, chantres, precentores y sochantres, apóstoles del buen gusto y que tanto contribuyeron a la difusión de la fe como
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los mismos misioneros y a la hegemonía y preeminencia de nuestra religión, con sus sinfonías y motetes, regalo de los sentidos, son un acicate para seguir viviendo. He aquí una demostración que el cristianismo rindió desde siempre pleitesía a la belleza. No es una filosofía de carácter utilitario. El David de Miguel Ángel no vale para nada y la Capilla Sixtina a muchas generaciones habrá aterrorizado y confundido pero está ahí como emblema supremo de que el artista cristiano tiene a gala ser émulo del Primer Gran Artífice. La arquitectura y la estatuaria están cargadas de tantos símbolos que constituyen de por sí una segunda lectura de la biblia con versiones casi inimaginables y capaces de diseñar nuestro destino de manera profética. Las artes plásticas designan nuestra trayectoria vital esculpida sobre la roca del hado a fuerza de machacar con la gubia y el buril. Esta existencia que Dios nos da es única pero a veces no sabemos entenderla del todo. Por eso no la vivimos bien. Hay que buscar esa verdad noemática y poética siguiendo los pasos de los primeros pitagóricos sin perderse jamás en el laberinto de estímulos y de símbolos. El noema implica un doble lenguaje pero es la jerga en la cual se expresa la misma vida llena de contradicciones y de contraindicaciones.
Una supererogación total. Por eso nos sentimos ahora mismo muchos sobrantes y perplejos. Volvamos al supuesto cero que es el que se comprime dentro del misterio de la redención. Al contrario que en la sabiduría mundanal la sapiencia de lo imperecedero nos remite a las esencias más que a los accidentes y las esencias se esconden detrás de esos símbolos. Iconos los llama el nuevo lenguaje cibernético. Cuyas claves habían sido ya divulgadas por la Biblia. Es un lenguaje que apenas se percibe pero que circunda el ámbito sonoro. Que con su sutilidad refracta e infringe las normas de la perspectiva. El arte románico es una enciclopedia viviente encaminada a ilustrar a una población mayoritariamente analfabeta. Sin embargo, esto no es del todo cabal. Muchos sí que sabían leer y escribir y estaban familiarizados con la gnosis que utiliza siempre vehículos de expresión críptica que únicamente sabían interpretar
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y captar los iniciados. Para los gnósticos de Cesárea la escala de Jacob constaba de 24 escalones correspondientes a las franjas del horario diurno y nocturno. Mediante el rezo de las Horas la pléyade de escogidos, al levantarse a medianoche, se alza, vigilante contra el poder de las tinieblas, en súplica impetratoria, para rendir un holocausto de expiación: la propia vida del anacoreta. Oración sustitutoria. Este fue el sentido que quiso dar Teresa a la descalcez como movimiento de plegaria ininterrumpida reivindicando de esta forma la vuelta a los orígenes de la primera observancia carmelita. Le espantan las profanaciones que realizan en Alemania los herejes. Quiere pedir por los sacerdotes y por los misioneros. Previene un ejército muy poderoso de humildes que ganan la batalla sin disparar un solo tiro o descalzar un mandoble, sólo pasando los dedos por las cuentas de su rosario.
Es la fuerza de la fe que mueve montañas y esto es muy grande. Entrar en el alma de Teresa es ir a la búsqueda y el descubrimiento que sendas ocultas e inefables que guarda la vida del espíritu y todas nos remiten a esa potencia formidable de la contemplación en sus tres vías purgativa, iluminativa y unitiva o matrimonio espiritual. A todos los grandes santos de la Iglesia los encontramos prosternados o de rodillas la cara vuelta hacia Jerusalén. Así san Jerónimo recomienda a su discípula Leta que ore hasta la madrugada para mantenerse vigilante como buena guerrera de Xto. Hay que estar preparados ante el primer dilúculo y al postrero, subir a la atalaya para catalogar todo lo que nos viene de arriba. De esta forma el monacato se concibe como un servicio público, un cuerpo de elite, un grupo de choque dentro del ejército en que militan los combatientes de la Cruz.
El verdadero monje reza sin interrupción. Nunca se quiebra el nudo que le ata a la fuerza emanante de arriba y nada le perturba ni le hace perder la presencia de Dios. Así nos lo enseñan los monologuistas del desierto que practican el hesicasmo, con un antiquísimo feed back que nos acerca a la sencillez, cordón umbilical que une al cielo con la tierra. Incluso cuando se duerme no hay que parar de
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rezar. La vida consagrada es oración perenne. Se abandonan al huso del sueño que da vueltas. Teresa de Lisieux una de las mayores almas contemplativas que hayan existido lo definía como “la escalera”; era una infancia espiritual, un volver al estado alfa. Acontece en ese trance una suerte del crepúsculo del pensamiento. La verdadera noesis. Este abandono espiritual causa en los que lo padecen verdadero deleite. Es el huso del ensueño. El ascensor. La escalera. Un saberse dependiente y abstraído en otro ser más poderoso y fuerte y con semejante inmersión en el centro místico se alcanza la totalidad. La rueda que no cesa. La rueca que pega tumbos por los canales del éxtasis. Entramos en los principios del mándala. O círculo blanco que irradia el poderoso saber de la gnosis. Todo ello resulta incomprensible para los que no hayan experimentado ese gozo interior que no puede ser tasado con instrumentos de medir materiales ni verse con ojos de la carne. La inteligencia del usuario se desciñe de todo lo temporal, se desconecta y atraviesa algo muy parecido a un tonel, el que describen algunos agonizantes que estuvieron a un paso de la muerte física. Se han hecho experiencias con el bulbo raquídeo de los encausados y notan que las pupilas se agrandan, los músculos se distienden y el organismo ingresa en estado de languidez y de sopor semejante al de la embriaguez. Hay un acendramiento de la capacidad de concentración. La mente se vuelve selectiva y se bloquea para todo aquello que no tiene que ver con lo que está ocasionando el arrobo. En ese estado se alcanza la anestesia. No sienten el dolor ni reaccionan al hielo, al fuego o a la aguja que taladra la planta de los pies. Todo ello depara un estado de euforia que no deja resquicios a intrusos corporales. Hay una disminución de las pulsaciones, perdida de la noción del tiempo y del espacio que rompe la barrera de las leyes de la gravitación universal. Son excepcionen pero se han dado circunstancias en el que el cuerpo extático se alza, levita o se escinde pudiendo ocupar dos sitios físicos a la vez (levitaciones, bilocaciones, telequinesia.) Es un desapego o desasimiento de todo, una dejadez infinita (dexados). Se nota una indiferencia al dolor semejante a la padecida por
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los esquizoides ante el propio destino o apatía de novísimos porque se ve el alma rodeada y protegida por el abrazo de Dios que se hace omnipresente tanto fuera como dentro. El alma del rotario consagrado sabe ver la mano divina en todo. El mundo le da vueltas como a los derviches muslímicos pero no se marea y es feliz en él. Flota en la nube del no saber, del no querer, del no existir. Es un rezo que no se acaba nunca. Se ha alcanzado el matrimonio espiritual. Esto es la vía unitiva conclusión inmediata del proceso purgatorio e iluminativo. No deshacen este nexo ni la vigilia ni el sueño ni el trabajo de manos. El afortunado que recaba semejantes mercedes espirituales ha tocado techo. Este es el sentido de la sentencia teresiana “Entre los pucheros también anda el Señor” en su infatigable defensa del trabajo de manos como vínculo de acercamiento a la presencia divina. Que no se acaba la noche, que no paren los cantos. ¡Eya velar! Vigilia perpetua. La estrofa principal del nuevo canto a Teresa. La entrega del consagrado asemeja a una batería cuyas pilas están puestas en serie y jamás se desconectan. Sin orantes no habrá Iglesia. Así lo entendieron los antiguos. Por tanto, dieron tanta importancia al monacato. Todas las grandes ciudades cristianas estaban rodeadas como si se tratase de adarves de defensa o de pararrayos de un aro de monasterios dispuestos en círculos. En Moscú era el “anillo de oro” y Roma presenta toda una hilera de templos o “fana” que iba desde el Aventino y el Aquilino al Monte Celio. Felipe II establece su corte en el Escorial que es un enorme cenobio para así granjearse el favor de Dios para su gobierno. Los Borbones en Paris contaban con el Port Royal y en ningún otro lugar de la cristiandad hubo tantos conventos abiertos y en erección para pedir por la prosperidad de la monarquía inglesa como en las riberas del Támesis hasta la venida cismática de Enrique VIII. Fue precisamente en Cantorbery donde se entroniza el Oficio Romano que ya había sido aprobado en el Concilio de Whitby. Así mismo, York, la Évora romana, aparecía rodeada de cenobios cistercienses en la línea de ballesta que traza el río Ouse al bañar a la ciudad. En la antigua capital del condado de Yorkshire, dichosamente cristiana en otro tiempo, yo viví y fui vecino y puedo dar testimonio. Allí
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encontramos como una raya de fuerza que activa la energía positiva y que seguramente se debe al gran voltaje de las muchas plegarias que se desgranaron por aquellos rincones de la Inglaterra Feliz.
De Nueva York no se podría decir lo mismo y allí también moré tres años pero ésta es una ciudad judía donde me pasaron cosas terribles como he tratado de explicar en alguno de mis tomos, pues carece de esa vibración positiva. Antes bien, se pueden detectar bajando de las nubes de sus rascacielos hacia las calles que son como simas subyacentes del desfiladero cascadas de malevolencia. Un ángel negro batía las alas y allí no te podías sentir a gusto. Ni estar con aplomo. Era la capital del mundo ajeno. Un verdadero cristiano lo notará nada más llegar allí. Ese mismo proceso lo está viviendo ahora mismo Jerusalén a la que se pretende descristianizar a marchas forzadas. A la luz de estas consideraciones se podría inferir que el enemigo de los hombres nos ha ganado la partida. Habría que pensar que la nueva era acaba de empezar bajo el signo de un cambio que anuncia la fatalidad del fin del tiempo. Todas aquellas ideas por las cuales luchó, vivió y padeció Teresa se baten en retirada. Aparentemente. Sólo aparentemente. La realidad hoy es capciosa. No debemos caer en el pesimismo. El Amado de esta santa virgen no podrá dejarnos solos.

Este libro se terminó de imprimir
en Almería durante el mes de junio de 2015

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